Abadía
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  Monasterio, convento, casa religiosa dirigida por un abad. El concepto de "abad (en arameo, abbas, padre), desde tiempos antiguos, probable­mente patrísticos, designó en las Ordenes religiosas cristia­nas al que ejercía la autoridad.

    Los eremitorios (eremos, desierto, lugar de soledad) surgieron entre los cristia­nos en el siglo II, alentados por el deseo de soledad y, en ocasiones, como huida de la persecución que se cebaba en los lugares más diversos y con especial saña para los elementos representativos de las comunidades. Pero se multiplicaron los obstáculos y dificultades cuando se acumularon los solitarios en regiones próximas a las cristiandades. Poco a poco se convirtieron en cenobios (koinos, co­mún, bios, vida) por las ventajas que ofre­ce la comunidad para la vida y para la plegaria.

   El gran modelo de la vida solitaria fue S. Antonio Abad, anacoreta o penitente y eremita o solitario, en los desiertos de Egipto. Vivió 105 años (251 a 356), según las biografías de él escritas en los primeros tiempos y fue animador de otros cenobitas con sus penitencias y sus formas de oración.
   Los cenobios, o lugares de oración y penitencia compartida, tuvieron también singulares hombres modélicos que enseñaban a orar y a vivir con gozo la austeridad y la vida fraterna. San Pacomio fue otra de las figuras atractivas para la vida del desierto. Vivió en Egipto entre el 290 y el 346 e inclinó la balanza ya con más intensidad hacia la vida común. Mostró que en todo grupo hace falta una autoridad reguladora y el abad, o padre, cobro naturaleza en el monasterio pacomiano en el que el mismo fue modelo de ese ministerio.
    Pero era preciso un tercer paso y consistió en llegar a la regula­ción de esos ceno­bios con normas sabias, fijas y santificadoras. Por eso surgió la tenden­cia a establecer Reglas comu­nes que todos los habitantes o monjes (monajos = solitarios) debían aceptar para mantenerse en la comunidad monacal.
   Los monasterios (monos, uno, solo; sterion, vivienda) son pues cenobios con una regla reconocida como tal. En el siglo IV con S. Basilio en Orien­te, en el siglo V con San Agustín en Africa, y en el VI con S. Benito en Italia, se organiza­ron los Ceno­bios regulares y sus reglas o formas de vida fueron durante siglos guías de convivencia reli­gio­sa mona­cal. Se mantuvieron  a lo largo de toda la Edad Media, sobre todo desde el siglo VII y en todos los países de Euro­pa. Y continúan inspirando estilos o modalidades de vida en la actualidad.
   El abad, o superior, fue en los ceno­bios, más que en los eremitorios, el monje que representó la autoridad como servicio. Y luego, en los monasterios, la ejerció como obligación impuesta por la elección de los otros monjes o por la asignación de una autoridad superior, ordinariamente la del obispo o, en ocasiones, la civil de un monarca o de un señor.
  asegurar el cumplimiento de las misiones personales o corporativas.

 

 

En ocasiones, las abadías y los monasterios incrementaron sus posesiones, tuvieron excelentes propiedades, rentas y beneficios materiales y fueron objeto de la codicia de muchos señores, sobre todo con la formalización de los reinos “bábaros”. La institución abacial se convirtió con frecuencia en “señoría”. Incluso los señores civiles se entrometieron en el nombra­miento de las autoridades internas de los monasterios. Surgieron los abusos y, en ocasiones, hasta recibían la autoridad personas que no residían en los edificios y sólo buscaban el manejo de los bienes y de los tributos que les llegaban.
   Al llegar el siglo XII, se incrementaron las villas, los burgos, las aldeas y ciudades. En ellas no hubo espacio sufi­ciente para los monasterios, con sus extensas propiedades, pues en ellos se vivía de los terrenos de culti­vo, ganados de labranza y espacios amplios para los monjes, los donados, los siervos y los criados. En esas ciudades o villas surgieron los "Con­ven­tos", o lugares recogidos y silenciosos, para vivir en ellos la oración y la pobreza, la fraternidad y el celibato.
   En ellos surgió otro tipo de nuevos monjes, más capaces de adaptarse a los  espacios sociales y a las formas de vida. Los habitantes de los centros "conven­tua­les" se dedicaron a vivir de su trabajo y de las limos­nas que recibían. Se dejaron de llamar monjes y se apellidaron "hermanos", que eso significa "frailes".
   Entre los trabajos preferidos, el más concorde con la misión evangelizadora fue la predica­ción y con frecuencia la docen­cia en las cátedras de las nacientes universida­des. Fueron sus obras de misericor­dia y de servicio apostólico en la sociedad así como su docencia los que les atrajo e interés de la sociedad. Al vivir a veces de limosna y del trabajo, no de las propiedades, surgió la categoría de mendicantes.
   Las normas de vida de estos "mendicantes" tenían que ser otras. Se dejó de llamar “abades” a los que ejercían la autoridad  y se habló de “prio­res” (o prime­ros), de “minis­tros” (servidores), de “guardianes” o custo­dios (vigi­lantes). Un poco más tarde, ya en el siglo XIV y XV se prefirió hablar de “pre­pó­sitos” (puesto al frente) o simple­mente de “superiores”. Y pronto dejaros de ser vitalicios y su ejercicio se limitó a un tiempo, ordinariamente a un trienio. El trienio y el quinquenio fue lo ordinario desde el II Concilio de Letrán en el 1139 como norma  de gobierno.
    En la Iglesia oriental ortodoxa los superiores de los monasterios fueron llamados "hegumenos" o "archimandritas".
   Es interesante resaltar que, tanto lo “abades” como los "superiores" tuvieron siempre entre sus funciones el deber de la instruc­ción religiosa de sus subordi­nados. Por eso, fuera por elección de los monjes o frailes o fuera por designación exterior, se tendía a poner al frente de cada grupo personas de virtud, pero también de cultura, de recta doctrina y de cualidades excelentes para el gobierno de las comunidades, en ocasiones numerosas.
     A veces los abades recibieron determinadas atribuciones de gobierno extensivas a una localidad  próxima. Ordinariamente se manifestaba con ciertas capacidades litúrgicas y cultuales. Y como signo de su autori­dad singular se extendió el uso de la mitra (abades mitrados), que era el ornamento que llevaban en la cabeza las jerar­quías superiores de la Iglesia (papa, obispos) en las ceremo­nias religiosas.
    Por imitación, en las familias femeninas cercanas en espiritualidad y fundación a los grupos religiosos masculinos, también se empleó el término femenino para designar a las religiosas que ejer­cían el gobierno en las abadías o prioratos de religiosas. Así se habló de abadesas, prioras, guardianas y superioras, con atribuciones y responsabilidades similares a las pro­pias de centros masculinos.
   Hoy se sigue hablando de abades y de priores, de guardianes y de superiores y se siguen conservando las atribuciones tradicionales amortiguadas por los signos de los tiempos, más dados a la sensibili­dad democrática que al ejercicio de una autoridad monologal exagerada. Considerado como padre y responsable de su comunidad, el abad, prior, guardián o superior, tiene la autoridad para reforzar la obser­vancia de las Reglas, para mantener el orden y para administrar los bienes, orientar las personas y