Defensa
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       Derecho natural que tiene todo ser inteligente a aportar razones que le exo­neren de una acusación, de una culpa o de una sanción
   La defensa puede ser ejercida por uno mismo o por alguien que prepara y ejerce la argumentación pertinente para persuadir a quien debe dictar sentencia.
   La historia de las normas y modos de la defensa legal del acusado ha sido aleccionadora. En todas las épocas y culturas el derecho de legítima defensa ha sido objeto de regulación y de garan­tía procesales, de modo que conculcar este derecho equivale a anular la justicia de las sentencias. Todos los pueblos y sociedades han sido justos en la medida en que la atribución de responsabilidades o imposición de penas se ha regido por leyes claras, por tribunales rectos, por acusaciones limpias y por defensas libres. Si estos rasgos fallan, la justicia legal se defectuosa o inexistente.
   En ninguno de ellos se ha negado al acusado el derecho y los recursos para presentar argumentos que excusen conductas, que aclaren intenciones o que revelen circunstancias que puedan hacer más comprensibles los actos y los resultados de los actos.
   Una buena formación moral y jurídica tiene que llevar a diferenciar los que son defensas naturales y legales de los que son excusas, pretextos o engaños. Y evidentemente la defensa se relacio­na con la inocencia de los delitos objeto de las acusaciones.
   Si los delitos han existido objetivamen­te y en la medida en que sean culpa­bles sus autores, las defensas no tienen sentido salvo en su dimensión de aclarar las responsabili­dades en que se han incurrido y la aplica­ción de los factores atenuantes que impliquen las circunstan­cias.
   Un defecto moral propio de la profesión jurídica en su aspecto de abogacía defensiva es confundir la habilidad dia­léctica del defensor con la honestidad del defendido mediante la ocultación dolosa del delito.
   Una de las exigencias de la moral es asumir la responsabilidad de los propios actos, y también de los delictivos. Y uno de los deberes del defensor es dilucidar la veracidad de las acciones y, en lo posible, de las intenciones.
   Si esto se olvida, se incurre fácilmente en la confusión entre lo justo y lo ético en una sentencia, que puede resultar absolutoria para un delincuente real y condenatoria para acusado inocente, sólo en función de defensas injustas por exceso o por defecto de habilidad.