Escepticismo
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        Estilo, actitud o corriente de pensamiento que conduce a evitar una adhe­sión determinada ante una doctrina, una persona o una situación en la que hay que tomar partido. No sólo se opone al dogmatismo (asumir férreamente una postura), sino también el realismo, al racionalismo, incluso al relativismo.
   El escepticismo implica atonía, incredulidad, indiferencia, marginación de cualquier opción concreta. Normalmente va anejo en lo mental al agnosticismo que implica la afirmación de que es imposible conocer la verdad o la realidad; y en lo moral y afectivo se asimila al indiferentis­mo o a la apatía que supone el desinterés por las realidades exteriores.
   El escepticismo, defendido por determinadas corrientes filosóficas, antropoló­gicas y éticas (Pirrón en los tiempos antiguos, Montaigne, Rabelais, Maquia­velo en el Renacimiento, J.P. Sartre o A. Camus en el siglo XX), se opone frontal y directamente a los valores religiosos que implican adhesión valiente, clara y leal a determinadas creencias o comporta­mientos éticos.
   El escepticismo niega toda definición magisterial al sospechar, no afirmar, la inexistencia de lo trascendente. Por lo tanto se coloca en una postura práctica de ateísmo y de amoralidad, lo que bloquea cualquier res­puesta religiosa, ética o incluso estética, ante los planteamientos de la vida.
   Existe un escepticismo especulativo que siempre ha estado presente en la filosofía, desde que lo formulara por pri­mera vez el sofista Gorgias en la Atenas del siglo V antes de Cristo, hasta nuestros días. Posteriormente muchos otros han formulado teorías escépticas: D. Hume, L. Feuerbach, H. Spencer. E. Litré,  H. Taine, y tantos científicos que han actuado al margen de toda creencia.
   Hoy se vive un escepticismo práctico que se adueña de muchos sectores y personas cultas que rehuyen cualquier definición religio­sa. Ese escepticismo genera un estilo de vida hedonista y materialista destructor de los valores religiosos y trascendentes.
   Y muchos jóve­nes, incluso cultos, se sitúan en él, des­pués de haber atravesado una fase dialéctica de discu­sión reli­giosa o una situación per­sonal de duda, muchas veces presentadas como una escapatoria a las exigencias morales de la conciencia.
   El educador de la fe debe hacer lo posible por descifrar las claves de ese escepticismo que comienza por destruir las creencias y normas morales desarrolladas en la infancia y primera adolescencia y termina por destruir la capacidad espiritual de los que sufren esa enfermedad espiritual. El escepticismo ético vuelve a la per­sona relativista e indiferente. Y el escepticismo religioso conduce al vacío espiritual y al despre­cio por todo tipo de creencia que explique el origen de la vida y el destino del hombre.
   En educación conviene prevenir esas situaciones con una buena formación teórica en cuestiones religiosas. Es la formación evangélica y bíblica la mejor forma de prevenir esas desorientaciones religiosas.
   La ignorancia conduce casi inevitablemente a la marginación religiosa (al escepticismo). Pero el cansancio que nace de las polémicas doc­trinales inútiles o inoportunas o de la casuística moral de entretenimiento más que de formación de la conciencia, también impulsa a la eva­sión cuando la fatiga intelectual y moral llega al final de las refrie­gas inútiles.
   Por eso no conviene promover en la juventud formas dialécticas de educación religiosa, es decir planteamientos sólo de problemas o continuas disputas o contradicciones. Es más gratificante y formativo presentar el mensaje vivo y personal de Cristo en el Evangelio y solicitar la adhesión al misterio revelado en función de la autoridad divina y no como producto de la reflexión personal.