Evaluación
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      En el ámbito educativo la evaluación es el juicio, estimación o valoración del proceso (evaluación dinámica) o de la situación concreta (evaluación estática) en que se halla un sujeto con referencia a los contenidos, habilidades o actitudes que configura un área docente.
   Los objetivos que se propone el educador precisan un contraste periódico con los logros que se van consiguiendo. Perfilar un juicio periódico de cómo se logran es decisivo para asegurar la con­secución y rectificar o reforzar los procedimientos de forma oportuna. Por eso la evaluación diagnóstica y la pronóstica son importantes en educación
   En el área de la formación religiosa, no menos que en las otras áreas, la eva­luación debe ser también un elemento didáctico imprescindible y aleccionador. De los resultados que se consiguen cada vez que se realiza o se formula, dependerá que el educador asegure la eficacia de su trabajo o que se pierda el tiempo. Por eso el concepto de evalua­ción se debe aplicar con inteligencia y habilidad a la catequesis para estimar con objetividad las aptitudes, conocimientos y rendimiento de los alumnos.
   En la terminología castellana y en la literatura pedagógica latina reciente se suele reservar el término "evaluación" para los aspectos más cuantitativos y numéricos de los juicios que se forman sobre los aprendizajes. Y se prefiere el término de "valoración" para los más morales o sociales.

   Por eso se puede decir que toda eva­luación debe llevar a la valoración. Esto equivale a entender la cuantificación de los conocimientos o de los datos informati­vos adquiridos como punto de partida. Y ello debe conducir a terrenos más sutiles y personales que la mera memorización. Por eso si cuantificar los datos, evaluar, resulta asequible en todas las materias (se mide lo que se recuerda o lo que no se recuerda), las dimensiones más morales y espirituales no son siempre asequibles: gusto estético, actitudes éticas, adhesión a las personas o a las doctrinas, disposiciones espirituales, sobre todo niveles de fe.
   Cualquier acto de valoración supone que el educador que la realiza y formula tiene una norma o patrón más o menos claro para poder comparar el nivel de logro y la expectativa que se tenía al respecto cuando se programaba o disponía la acción didáctica. No siempre es fácil perfilar los niveles de logro deseados o previstos (objetivos) y tampoco es fácil decidir niveles de consecución.
   Pero no por que sea difícil de aplicar el procedimiento se debe renunciar a medir de alguna forma el nivel de dominio afectivo y espiritual que se consigue en terrenos intangibles como son los éticos, los estéticos y los espirituales.
   Por eso, cuando de evaluación de materias religiosas se trata, hay que luchar contra la ambigüedad, sabiendo que nunca se va a conseguir una clari­dad perfecta y total. Pero sí se debe aspirar a dejar en claro si el educando o catequizando posee o va consiguiendo conocimientos suficientes y si sus respuestas afectivas, sociales y conductales responden a lo que se ha pretendido al determinar los objetivos y los contenidos que son convenientes en cada etapa madurativa o en cada proce­so académico o formador.
    Cuando se trata de ofrecer una correcta evaluación es conveniente distinguir tres elementos: el instrumento, las respuestas y la expresión de resultados o calificación
    - Los instrumentos. Pueden ser de muchos tipos, desde una conversación exploratoria o un interrogatorio oral debidamente preparado, hasta una prueba objetiva de preguntas y respuestas, de forma abierta o con selección de ofertas presentadas. Es evidente que preparar esos instrumentos supone grandes dosis de experiencia para elegir términos adecuados, para diferenciar lo que es información objetiva y lo que es reacción subjetiva.
       - El tipo de respuestas. Deben acomodarse al fin propuesto en la tarea educadora y al instrumento que se emplea en la exploración evaluatoria. No es lo mismo evaluar los conocimientos geográficos o históricos relacionados con un hecho o una doctrina religiosa que eva­luar la comprensión de un sistema moral, describir un acto sacramental o explicar el sentido de las fórmulas o ritos en que se enmarca. Una cosa es repetir una plegaria y otra diferente es sentir y asentir en lo que ella expresa.
  

 


 

 

 

   

   

 - La calificación. Presenta también diversos aspectos. Un número 10, 5 o 2 en sí no significa más que una cantidad fría y distante. Y una calificación verbal puede ser muy expresiva e indica por lo general la situación en el grupo, que llega desde sobresalir en un grupo (so­bre­saliente), hacerse notar (notable), estar en situación buena (bien), moverse en niveles de suficiencia (suficiente) o de aprobación (aprobado), hasta quedar pendiente de mostrar los conocimientos (suspenso) o denotar insuficiencia (insuficiente) o fuertes deficiencias (muy deficiente). Menos expresivas pueden resultar formula ambiguas como declarar que se "progresa adecuadamente".
    La evaluación, sobre todo en aspectos y terrenos religiosos, no es una tarea fácil ni simple, ya que en la educación hay mu­chos resulta­dos si se atiende a la globalidad de la persona del educando: intereses, capacidades mentales, retención de conocimientos, asimilación, etc.
    Incluso es noble reconocer que nunca se puede llegar a una evaluación perfecta por buenas que sean las intenciones y aparentemente rigurosos y bien aplicados parezcan los instrumentos.
    Lo que sí resulta bueno o conveniente es recordar que en temas religiosos, más que en los matemáticos o los tecnológicos, la evaluación reclama determinadas preferencias que la pueden convertir en verdadero apoyo para el proceso educativo. Entre estas observaciones podemos señalas las siguientes:
   - Es provechoso poner en juego la autoevaluación, la cual reclama que el mismo sujeto vaya formulando juicios e impresiones sobre sus propios esfuerzos y la situación a la que va llegando.
    - Que la evaluación ha de ser más personal que comparativa. Lo importante es saber la situación objetiva y real de cada sujeto y no su situación referencial al grupo al que pertenece.
    - Lo importante en la evaluación es detectar y reflejar la situación real del educando y no el grado de satisfacción que su comportamiento o interés produce en el evaluador. Es bueno recordar el riesgo de que la afectividad entre en juego a la hora de valorar.
    - La información a los interesados y a quienes se interesan por ellos (padres, otros profesores) entra en juego en el proceso de información. Ello significa que la evaluación no tiene sólo sentido de información fría y desinteresada, sino que debe transformarse en apoyo peda­gógico para la acción.
     - Por otra parte, hay que superar la perspectiva meramente negativa en la evaluación: consignar lo que no se sabe. Y hay que llegar a la positiva: alabar y alentar por lo que ya se ha conseguido.
     La evaluación es un elemento concomitante a todo el proceso educativo y nunca se termina del todo. Se repite periódicamente para que se pueda tener constancia de los progresos.
     Y además no afecta sólo al sujeto sobre quien se realiza, sino que impli­ca sacar aplicaciones prácticas para todos los que intervienen en el proceso educador. Una buena evaluación interpela, o debe interpelar, la conciencia del educa­dor tanto como la del alumno; debe desencadenar reacciones convenientes en todos, si los resultados no son satisfactorios y alegrías compartidas si las tareas resultan excelentes.