Formalismo
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      En general, el término es ambiguo y puede usarse de forma muy diferente según se hable de Etica formal, como la kantiana, o de Lógica formal, como la de Simmel o la Lógica simbólica de los promotores de la Escuela de Cambridge, al estilo de Russel en “Principia Mathematica” o Wittgenstein en  “Tractatus logicus­philosoficus”.
    Pero en general se suele entender por formalismo la tendencia a resaltar los aspectos externos y estructurales, formales, de la realidad, con preferencia a los internos o esenciales, de modo que se dé primacía a lo que es forma sobre lo que es fondo en las cuestiones y en los planteamientos.
   En los aspectos éticos y religiosos, el formalismo puede entenderse como la actitud que se fija más en los lenguajes que en los mensajes, en los modos expresivos y en las cuestiones antropológicas o arqueológicas más que en los misterios mismos que originan las creencias y los dogmas.
   Al margen de lo que signifiquen los tér­minos e, incluso, de las ideas que divulguen los diversos autores, el educador de la fe debe dar importancia a las formas, pero sin caer en el formalismo; debe perseguir la claridad en las exposiciones pero sin pensar que en ello está su primer cometido, olvidando la fidelidad al mensaje. Asegurará una buena cate­quesis si entiende que su misión es anunciar los misterios y elegir bien los lenguajes. La experiencia le irá diciendo que las formas pasan y que los misterios permanecen y que lo que queda para siempre es el mensaje que él, con su comprensión y profundidad, ayuda a transmitir.
   Por eso debe resaltar los contenidos del Evangelio ante los ojos de sus catequizandos y no detenerse en los pormenores o en las opiniones de moda. Debe cuidar las formas, pero no caer en el formalismo frío de la razón ni el cálido del sentimiento. Los estilos y las corrientes pasan con el tiempo y la verdad de Dios es tan eterna como El mismo.