JUSTIFICACION
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   Justificación es el misterio, el hecho sobrenatural, de hacerse justo por la gracia de Dios. Es el proceso espiritual del hombre, a través del cual, gracias a la iniciativa divina, se perdona el pecado del hombre, el original y los personales.
   Y se obtiene por la respuesta del hombre ante el don divino del perdón. La causa de la "reconciliación" es la misericordia divina ante todo. Por eso se identifica con la gracia. El efecto es la santificación o purificación de la mancha del pecado. Y la condición para que se dé es la colaboración humana con la gracia.
    El concepto de justificación es muy importante en la catequesis de todas las edades y de todas las personas. Y hay que saber presentarla en su triple dimensión: misterio divino del perdón gratuito; respuesta humana de la conversión a Dios en libertad; cauce ascético por donde discurre el perdón y la fidelidad.
    La catequesis no es otra cosa que la preparación del espíritu humano para que acoja a Dios que actúa en el hombre.

    1. Motivos de la justificación

   La justificación es un concepto y un hecho importante. Ha sido tratada y debe ser presentada en la catequesis con carácter prioritario. Y esto por motivos históricos, teológicos y pedagógicos.

    1.1. Los motivos históricos

   Parten de la Reforma protestante, que situó este tema en el centro de las polémicas religiosas de los siglos posteriores y las clarificaciones dogmáticas que hubo de hacer el Concilio de Trento.
   En un intento desafortunado de interpretar la doctrina de S. Pablo y de S. Agustín de forma diferente a como la entendían la autoridad y la tradición de la Iglesia, Lutero inició una forma subjetiva de entender la fe y la gracia. Identificó fe con confianza y justicia con no imputación.
   Trento hubo de volver a resaltar la doctrina evangélica de la fe como acogida del misterio cristiano y el perdón del pecado como auténtica destrucción del mismo.
    Después de la Reforma se convirtió en centro de polémicas interreligiosas, a pesar de diversos intentos de acercamiento que se han ido dando en la Historia. El último de ellos fue la firma de un acuerdo religioso entre el Presidente de la Federación Luterana, Christian Krausse, en nombre de los Reformados y el Cardenal Edward I. Cassidy, presidente del Consejo Pontificio para la unión de los cristianos.
    El documento firmado el 31 de Octubre de 1999, en recuerdo de la fecha en que Lutero puso sus 95 tesis en la capilla de Wittemberg, reflejaba uno de los mejores intentos de llegar a una síntesis entre ambas confesiones cristianas.
    En él se dice: "Nuestra fe común pro­cla­ma que la justificación es obra de Dios Trinitario. El Padre  ha enviado a Dios al mundo para salvar a los pecadores.  La encarnación, la muerte y la Resurrección de Cristo son la premisa y el fundamento de la justificación. Por eso hecho, la justificación significa que Cristo mismo es nuestra justicia porque nosotros mismos participamos en esa justicia a través del Espíritu Santo y según la voluntad del Padre.  
    Por eso confesamos juntos que solo por la gracia a través de la fe en la acción salvífica de Cristo y no sobre la base de nuestros méritos somos aceptados por dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones. (Art. 15)"

 

 

    1.2. Los motivos teológicos

    Se centran en la importancia que tiene, bíblica y ascética­mente, la idea de justicia, sinónima de santidad, de gracia, de unión a Dios, de purificación del pecado, de limpieza moral y plenitud espiritual.
    La gracia es un don transformante y real, no una impresión subjetiva. Y el perdón es un destrucción del pecado, no simplemente un ocultamiento del mismo por la misericordia del mismo. La gracia nos asemeja a Dios y nos transforma de pecadores en justos, de rechazados en elegidos, de hijos de ira en hijo de amor.
    En consecuencia, el cristiano purificado del pecado se une profundamente a Dios, que le santifica por su misericordia y le eleva a la categoría de hijo, a semejanza de su Unico Hijo, Jesucristo.
    Es lo que se debe enseñar en la catequesis con claridad y profundidad, en la medida en que puede ser comprendido por cada catequizando según su madurez y su acogida del mensaje cristiano.

   1.3. Los motivos pedagógicos.

   Los motivos educativos se identifican con el proceso de madurez espiritual y aclaración del mensaje cristiano. Por la justificación nos hacemos "hijos de Dios y herederos del cielo”. Hacernos conscientes de este regalo singular y sublime nos lleva a adquirir conciencia de nuestra dignidad sobrenatural.
   Y, sólo si nos sentimos como tales, experimentamos la responsabilidad y el deber de adquirir, aumentar, conservar y proyectar nuestro amor a Dios y el amor de Dios en nosotros y, en la medida que podamos, en los demás.
   Si Dios no ha amado primero, nosotros debemos amarle a él. Eso es de justicia y necesidad espiritual. Que el educando adquiera esa conciencia de respuesta es el eje de toda religión y de toda religiosidad. Es lo que constituye el centro de toda educación religiosa.
    Por eso nos interesa entender correctamente lo que es la "justicia como santidad" y lo que es la "justificación" como sinónimo de perdón, de salvación, de conversión, de acogida de la gracia divina, que será la base de toda vida cristiana y de todo culto a Dios en el corazón.

    2. Justificación en los Reformadores

    La enseñanza de Lutero sobre la justificación tiende a persuadir de que la naturaleza humana quedó corrompida por el pecado de Adán. El hombre posee tenden­cia al mal por su misma naturaleza deteriorada. Eso es la concupiscencia que, para Lutero, equivale al pecado original consistente y permanente.
   Así, pues, la visión del hombre es pesimista e inexacta. La justificación, para Lutero, es una especie de acto judicial (actus forensis, decían los reformadores) en el que Dios declara justo al hombre por su sola misericordia, pero éste sigue siendo en su interior injusto y pecador. El pecado no se borra, se oculta.
   Esto es muy triste. La justifi­cación no es una verdadera remisión, destrucción y perdón de los pecados, sino una simple noimputación. Dios cubre con su manto de misericordia al pecador, pero este sigue pecador ante él. Sólo la misericordia, la compasión divina, impide que se le casti­gue al quedar amparado por su bondad. Todo depende de Dios, nada del hombre. Y la fe, que es confianza más que adhesión, en esa no imputación del pecado, es lo que hace al hombre participar de la justicia de Cristo, único no pecador.
    Lutero no admite la gracia como renovación y santificación internas, como transformación. La Palabra divina hay que verla como mera cobertura externa del pecado con la muerte de Jesús. No hay gracia transformante. Es la justicia de Cristo y sólo ella, no las obras del hombre, que son todas malas, lo que nos hace "no pecadores", es decir "justos ante Dios". Sólo por esa justicia divina nos salvamos, no por nuestras acciones.
   Hemos de creer, es decir, confiar (fe fiducial) que Dios no nos imputa, nos perdona, y por ello nos podemos salvar. Sólo Dios misericordioso perdona por amor.


 
 
 

 

 

   

 

   3. Justificación en el catolicismo

   El concilio de Trento salió al paso de esa actitud pesimista de Lutero. Trató de interpretar la Escritura Sagrada y a San Agustín en el sentido más personal y objetivo. También el hombre actúa con sus buenas obras.
   La justificación es el acto divino por el cual el pecado queda totalmente destrui­do y borrado por la sangre de Cristo, pero exige una parte del hombre que es la respuesta de las buenas acciones y no sólo de las buenas intenciones.
   Inspirándose en S. Pablo (Col. 1. 13) definió la justificación como "traslado del estado en que el hombre nació, como hijo del primer Adán, al estado de gracia y de adopción entre los hijos de Dios por medio del segundo Adán Jesucristo, Salvador" (Denz. 796).
   Por eso la justificación, en el sentido católico, se entiende como verdadera destrucción, remisión, perdón del pecado.  El hombre recibe la gracia, la amistad divina, la limpieza real, no aparente. Deja de ser pecador por la gracia y se convierte en santo, justo, amigo de Dios. Experimen­ta una renovación y santificación sobrenatural: no es solamente perdonado, sino que es transformado, por el amor divino. Es la esencia de la santidad.
   Desde el Concilio de Trento, los católicos rechazan la doctrina del "mero cubrimiento o no imputación de los pecados". Miran el perdón como real y no aparente y lo valo­ran como esencial en el mensaje del Evangelio, al cual hay que acomodar la conducta personal y eclesial.
    Los católicos dan importancia a las obras buenas como respuesta a la mise­ri­cordia de Dios. Los protestantes prefieren valorar ante todo la fe y sienten como secundarias las respuestas humanas. Lo que importa es la misericordia divina.

   4. La Biblia y la justificación

   La Escritura está claramente de parte de la visión católica, aunque no faltan textos que "literalmente interpretados" puede dar la razón material al protestan­tismo. Pero una de las reglas de oro de la exégesis bíblica es interpretar cada texto no aislado sino en el conjunto.
   Además otra regla de exégesis alude a que sólo la Tradición y el Magisterio están capacitados para dar el verdadero sentido a los textos, cosa que niegan los protestantes con su doctrina del "libre examen" o de la inspiración personal en las interpretaciones bíblicas. Es el tema de la justificación uno de los que más diferencian las posturas católicas y pro­tes­tantes.
  En catequesis hay que enseñar a pensar con la Iglesia y ayudar a entender los textos a la luz de la Tradición. Esto im­por­ta sobre todo en los estadios juveniles en los que el subjetivismo y la polémica incli­nan hacia lo afectivo sobre lo intelectual.

   4.1. Partir de la Escritura

   Por lo que respecta a los textos de la Escritura sobre la justificación, es S. Pablo el mensajero que más diferentemente es interpretado. Pero es claro que S. Pablo afirma que "Dios salva gratuitamente  en virtud de su bondad y de la redención de Cristo (Rom. 3.24).
   Mas también dice: "No damos tanto valor a la fe para anular las obras de la ley, sino al contrario" (Rom. 3.31). Y aña­de: "Hemos alcan­zado la salva­ción por la fe" (Rom 5. 1). Y en otro lugar se añade: "Que vuestro amor no sea una farsa, sino detestad las cosas malas y abrazaos a las buenas." (Rom. 12.9)
   Los pocos textos de la Escritura que hablan de un cubrimiento o noimputación de los pecados (Sal. 3. 1;  2 Cor. 5. 16) deben interpretarse a la luz de las expresiones paralelas (remittere, en el Salmo 31. 1, en el Salmo 84. 3, en 2 Cor. 5. 19).
   Sólo pueden ser entendidos estos textos a la luz de toda la Escritura, que abun­da en la idea de una verdadera destrucción del pecado: Prov. 10. 12; 1 Petr. 4. 8; Ef. 4. 23; 1 Cor. 1. 30.

   4.2. Presentar las causas.

   El Catecismo de la Iglesia Católica dice que "la justificación es la obra más excelentes del amor de Dios, manifestado en Cristo y concedido por el Espíritu Santo. Y S. Agustín dice que la justificación del impío es una obra más que grande que la creación del cielo y de la tierra, porque el cielo y la tierra pasarán, pero la salvación y justificación de los elegi­dos permanecerá para siempre." (Cat. Igl Cat. Nº 1994)
    El Concilio de Trento (Denz. 799) definió los cauces y los elementos que entran en juego en la justificación. Y es precisa­men­te su enseñanza el eje de un hermoso guión de catequesis sobre la justificación:
     1. El fin de la justificación es la gloria de Dios y de Cristo, que quieren mostrar su amor a los hombres en el perdón. Ese amor es la prenda de la vida eterna para los hombres. Dios nos justifica para salvarnos. Nos ama, a pesar de que nos deja libres para aprovecharnos de sus dones.
     2. La razón de la justificación es la mise­ricordia divina; y el medio de que Dios se sirve para hacerla real es la muerte de Jesús, que fue enviado por el Padre para rescatar a los hombres del pecado original que nos había alejado de Dios y de los pecados personales que renuevan nuestro alejamiento divino y nuestra infidelidad.
     3. El instrumento que Dios ha querido poner en nuestras manos para lograr la justificación es el Bautismo y los actos de arrepentimiento y penitencia que luego hacemos, conscientes de nuestra debilidad y de nuestros pecados.
    4. El signo en que se manifiesta la justificación es la conversión o la mejora continua de vida personal y justicia; es decir la vida en justicia y en caridad, las obras buenas.
    5. Y la forma que Dios tiene de justificarnos es la gracia divina que nos concede y nos transforma: y esa gracia consis­te en su amistad santificadora, en su vida divina que nos sobrenaturaliza y en la certeza de que habremos de conservar esa vida y amistad por toda la eternidad, cuando nuestra vida terrena termine y nos encon­tremos cara a cara con el Señor en el cielo. Eso es precisamente la salvación. El Concilio Vaticano II decía que "como los hombres pecaron, en Adán, Dios no los abandonó sino que les dispensó los auxi­lios para la salvación, en atención a Cristo Redentor". (Lumen Gent. 2)

    4.3. Conversión y justificación

    El pecador, con la ayuda de la gracia actual, debe disponer su mente y su corazón para recibir la gracia de la justificación (de fe) y pedirla con frecuencia a Dios.  Los reformadores protestantes partían del supuesto de que la vo­luntad del hombre es incapaz de cualquier bien, ya que la naturaleza humana se halla totalmente corrompida por el pecado de Adán.
    Pero el Concilio de Trento declaró que el hombre tiene que pedir a Dios su ayuda misericordiosa. Y a ello llama "conver­sión", o vuelta continua hacia Dios.
    En la Escritura, tanto en los Profetas del Antiguo Testamento como en los Evan­gelios y en las Cartas Apostólicas, el recla­mo a la conversión está expresado frecuentemente.
    Es una de las enseñanzas de la Historia de la Iglesia desde los tiem­pos en que los catecúmenos se preparaban al Bautismo, en los primeros tiempos. Se les exigía la mejora de vida, con­versión a Dios, penitencia, humilde oración.

 

 

   4.4. Preparar la justificación

   Ello constituye el eje básico de toda cate­que­sis católica... S. Agustín decía: "Quien te creó sin ti, no te justificara sin ti. Quiero decir que Dios te creó sin que tú lo supieras; pero no te justifica si no prestas el consenti­miento de tu voluntad." (Serm. 169 II.13). Y lo mismo repetirá Santo To­más resal­tando la labor misericordiosa de Dios (Summa Th. I. II. 113. 3) y lo recordarán todos los teólogos poste­riores.
   Es el mensaje claro de los Evangelio: "Predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, se salvará; mas el que no creyere, se condenará"; (Mt. 16. 16. Jn. 20. 31).
   Y es la enseñanza normal de los Apóstoles: "Sin la fe es imposible agradar a Dios. Es preciso que quien se acerque a Dios crea que existe y que es remunerador de los que le buscan." (Hebr. 11. 6. Mirar también Mc. 1. 15; Jn. 3. 14; 8. 24; 11. 26; Rom. 10. 8)

 
 

 

5. Catequesis de la justificación

   Las líneas básicas de una buena catequesis de la justificación se deben centrar en la importancia divina y en la prioridad de la gracia, pero también en la responsabilidad humana, pues el hombre es libre para aceptar o rechazar la elección de que es objeto pro parte de Dios.
   Es necesario hacerle ver que de su elección depende el aprovechar la gracia divina. Pero no lo hará si no conoce su grandeza. Se pueden resumir esas líneas en las siguientes:
   1. Es preciso dar la prioridad a la fe que se traduce en obras. No sólo se precisa confianza en Dios (fe fiducial), sino que se deben multiplicar los actos de fe práctica (fe operativa). Al catequizando hay que enseñarle a "creer en Dios", pero hay que mostrarle el camino del bien como lo que Dios espera de él en cada momento.
   2. Hay que incrementar los sentimien­tos de amor a la justicia divina, no sólo el temor. La misericordia de Dios y los méritos de Cristo son la fuente de nuestra vida cristiana. Pero hemos de fomentar el odio al pecado, junto al deseo de renovar los compromisos del Bautismo.
   3. Es necesario acercar al creyente a los sentimientos básicos que se reflejan en la Escritura Sagrada: el temor de Dios (Eccli. 1. 27; Prov. 14. 27), la esperanza (Eccli. 2. 9), el amor a Dios (Lc. 7. 47; 1 Jn. 3. 14), el arrepentimiento y la penitencia (Ez. 18. 30; 33. 11; Mt. 4. 17; Hech. 2. 38; 3. 19).
   4. Interesantes resultan las lecturas de la Carta de Santiago y de S. Pablo a los Romanos: la una porque presenta un programa hermoso de vida cristiana; la otro porque ofrece expresiones ardorosas en torno a la fe. Por ejemplo, se puede co­mentar el texto: "Vosotros veis que el hombre es justificado por las obras y no solamente por la fe" (Sant. 2. 24).
   5. Hay que dejar claro que la propia voluntad no basta para obrar el bien, dado que los hombres somos libres y no siempre hacemos lo que queremos ni queremos lo que hacemos. Hay que enseñar a pedir a Dios la ayuda necesaria para avanzar por el camino del bien.
   La catequesis de la gracia está vinculada con la catequesis de la oración, de la misericordia, del amor a Dios y sobre todo de la lucha contra el mal y contra las malas inclinaciones.

   7. Catequesis de la gracia

   En catequesis lo que debemos presen­tar es su dimensión práctica. La gracia es una "riqueza"; se puede aumentar y perder; se puede ignorar y nos puede condicionar la vida cuando la toma­mos en serio. Todo depende de nuestra libertad de elección y nuestro deseo de amistad divina.
   Y por eso, lo importante es educar la conciencia y la inteligencia del catequizando para que se haga consciente de que lleva en si un tesoro sublime y tiene que apreciarlo, conservarlo, aumentarlo, protegerlo y, en todo caso, estimarlo profundamente.

   7.1. Presentarla como misterio divi­no

   Lo más significativo de la gracia santificante es que nos hace participar en la misma naturaleza diva. Según la Epístola de S. Pedro (2 Petr. 1. 4), el cristiano es elevado a la participación de la divina naturaleza: "Por ellas, (por su gloria y virtud) nos ha dado Dios sus preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas fueseis hechos partícipes de la naturaleza divina."
   En alguna forma la gracia nos diviniza. Ello nos debe provocar una gran estima y el deseo de mantenerla y defenderla a costa de nuestra misma vida. La razón es evidente: la vida espiritual es superior a la material.
   Y aunque esto es más fácil decirlo que entenderlo, hemos de tener conciencia de nuestra realidad sobrenatural. Sólo con una buena educación religiosa nos haremos conscientes de ella.

 

   San Atanasio recordaba esa dignidad cuando decía: "El Logos se hizo hombre para que nosotros nos hiciéramos Dios [nos deificáramos]. (Sobre la Encarn. 54)
   La idea de divinización, que es impor­tante en la buena catequesis sobre la gracia, debe ser entendida sin extremismos. No conviene acogerla en sentido panteísta, como si la sustancia del alma se transformara en la divinidad. Se man­tie­ne distancia infinita entre el Creador y la criatura.
   Pero tampoco debe ser mirada como una simple metáfora, en el sentido que se habla más de un deseo que de una realidad, de una comparación que de una descripción. Es demasiado grandioso y sublime esa transformación para no ser tomada en serio. Y por lo tanto es demasiado importante para no convertirla en objeto prioritario de la educación cristiana.
   Es más bien una idea que equivale a comunión con Dios, a unidad, a intimidad, a una manera de encuentro que sobrepuja a todas las fuerzas creadas. El hombre, por naturaleza, es en su cuerpo realización de una idea divina, un vestigio de Dios. Pero es en su espíritu, en cuanto imagen del Espíritu divino, un reflejo de la divinidad. Con la gracia se hace un ser nuevo, con una vida nueva, con un destino eterno.
   Esto significa que está "elevado" al orden sobrenatural, que posee una unión de asimilación con Dios, como dice Sto. Tomás.  (Summa Th. III 2. 10 ad 1)

   7.2. Hablar de sus efectos

   Entre los principales efectos que pode­mos citar y que deben orientar una buena catequesis sobre la gracia santificante tenemos los siguientes:
     - Santidad y perfección del alma. Según el Concilio de Trento, la justificación es una "santificación y renovación del hombre interior" (Denz 799). San Pablo escribe a los de Corinto: "Habéis sido lavados y habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesu­cristo y en el Espíritu de nuestro Dios" (1 Cor. 6).
    Llama a los cristianos “santos” (así aparece en los saludos en sus cartas). Les suele exhortar de esta manera: "Vestíos del hombre nue­vo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas" (Ef. 4. 24).
      - La hermosura del alma. La gracia con­fiere una belleza singular que la hace agradable a Dios. El Catecismo Romano lo dice así: "La gracia da cierta luz y destello que borra todas las manchas de nuestras almas, haciéndolas más hermo­sas y res­plandecientes ante Dios" (II 2. 49).
   La huida de todo pecado y peligro de ofender a Dios es la causa de esa belleza espiritual. La gracia desarrolla la belleza sobrenatural, al hacernos a los hom­bres reflejos de dios, cuya sublime perfección se halla por encima de toda criatura. La unión sobrenatural permanente con Dios hace superar el mal, el peligro, el pecado.
     - Amistad con Dios. Y no se trata de una amistad al estilo humano, sino un cauce o forma de amor a Dios por parte del alma que se siente unida a él y que implica la conciencia del amor de Dios al hombre.
   De alguna forma lo expresa Jesús: "Vo­sotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os digo amigos, porque lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer".  (Jn. 15. 14)
     - Filiación divina. La gracia santificante convierte al justo en amigo de Dios. Le confiere el título de heredero del cielo. "No habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: Abba, Padre!  El Espíritu mismo da testi­monio, con nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos, herederos de Dios, coherederos de Cristo." (Rom. 8.15)".

 

  

 

   

  

 

 

6. Gracia santificante

   Es el estado resultante de la justifica­ción. Y debe ser un tema básico presentado en la catequesis de la justificación. La gracia santificante es un don misterioso y transformante que Dios nos con­ce­de como fruto del perdón del pecado. Es un don sobrenatural. Según decían ya los escritores medievales, como Pedro Lombardo (Sentencias 1. 17), "la gracia de la justificación no es una gracia crea­da, sino el mismo Espíritu Santo increado que habita en el alma del justo y obra inmedia­tamente por sí mismo los actos del amor a Dios y al prójimo". Lo recuerda Sto. Tomás en la Summa Teológica (2. II. 23. 2) y allí resalta la dimensión diná­mica de la gracia divina, la cual nos impulsa a obrar el bien.
    El Concilio de Trento prefiere hablar de "gracia de justificación", de la "justicia de Dios", que "no es aquella por la cual Dios es justo, sino aquella por la cual nos hace justos a sus elegidos" (Denz 799).
   Y el Catecismo de la Iglesia Católica recuerda: "Nuestra justificación es obra de la gracia divina; la gracia es el favor, el auxilio gratuito que dios nos da para res­ponder a su llamada, para que lleguemos a ser sus hijos y participar de su naturaleza divina y de la vida eterna." (Nº 1996)
    La piedad cristiana ha preferido hablar de la fuerza divina que nos hace santos, de la luz sublime que nos da claridad, del regalo celeste que nos eleva. La idea procede del S. Pablo: "El amor de Dios se ha derramado en los corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado". (Rom. 5. 5)

    6.1. Naturaleza de la gracia

    La gracia santificante es un ser sobrenatural infundido por Dios e inherente al alma de modo p permanente. Es realidad misterio­sa, que se expresa por metáforas como las de "amistad", "vida", "fuerza", "luz", "rega­lo", etc. Se nos da y "reside" en el alma. Es lo contrario del pecado. Es estado de vida, mientras el pecado es estado de muerte, de enemistad, de debilidad.
    Se nos conce­de por los méritos de Cristo, no por nuestros méritos, aunque es preci­so nuestro esfuerzo y disponibilidad.
    El Catecismo Romano, redactado por S. Carlos Borromeo y otros teólogos y encargado por el Concilio de Trento, designa a la gracia santificante como "una cualidad divina, inherente al alma." (II. 2. 49). Y el Catecismo de la Iglesia católica la explica de forma similar: "Es el favor o auxilio que Dios nos da para responder a su llamada: para llegar a ser hijos de Dios, partícipes de su naturaleza y here­deros de la vida eterna." (Cat. Igl. Cat. Nº 1996)
    Es un don permanente y habitual, transformador, elevador y salvador. Nos brinda una dignidad suprema y misteriosa de elegidos de Dios. Es la garantía de nuestra salvación eterna, pues la misma vida celestial no es otra cosa que la consumación de nuestra amistad divina en este mundo.

   6.2. Gracia en la Escritura

   La Sagrada Escritura presenta con frecuencia el estado de justificación, o de gracia, como la participación en una semilla divina (1 Jn. 3, 9): "Quien ha nacido de Dios no peca, por­que la si­miente de Dios está en él"; como unción, sello y prenda del Espíritu Santo (2 Cor. 1. 21), como participación de la divina naturaleza (2 Petr. 1. 4), como vida eter­na (Jn. 3. 15).
    Y frecuentemente insiste en que es rege­neración (Jn. 3. 5; Tit. 3. 5); y en que es como una nueva creación (2 Cor. 5. 17; Gal. 6. 15), que produce una renovación interna (Ef. 4. 23).
    Estas expresiones son metafóricas, no descriptivas, pues se trata de realidad mis­teriosa y sobrenatural; por tanto esca­pa las categorías y los lenguajes humanos.
    Pero todas ellas coinciden en la referencia divina; viene de Dios y a Dios conduce; y en la referencia humana: se da en el hombre y al hombre transforma. Como estado o condición del alma, la gracia santificante perfecciona inmediatamente la sustancia del alma.

   6.3. Explicaciones teológicas

   Así lo han entendido y explicado todos los teólogos católicos en la Historia.  Para Santo Tomas, la gracia es distinta de la caridad, que es perfección de la voluntad humana: La gracia es transformación de toda la sustancia del alma.
   Sin embargo, los seguidores de Juan Duns Scoto (los escotistas) definen la gracia como hábito operativo, como añadidura del alma realmente idéntica a la caridad que es el amor; y no admiten una distinción entre la gracia y la caridad.
   Lo importante no es que los teólogos hayan discrepado y sigan discutiendo sobre términos y conceptos que tienen más de explicación terrena de las realidades misteriosas que de radiografía creíble de las riquezas sobrenaturales.

 

 
 

  

   8. El mérito

   La idea o doctrina del "merecer" (méri­to) tiene que ver con la gracia santificante y la justificación. El mérito es el derecho que nos hace acreedores a una gracia o beneficio por el cumplimiento de un deber o la realización de una acción.
    El Catecismo de la Iglesia Católica lo define así: “Retribución por una comuni­dad de una acción de alguno de sus miembros que se considera como buena. Y corresponde por justicia, en virtud de la equi­dad. Pero frente a Dios, no hay un derecho en sentido estricto; por ello no puede haber mérito estricto por parte del hom­bre, pues la desigualdad no tiene medi­da".(N 2206 y 2207)

    8.1. Explicación natural

    Los antiguos teólogos diferenciaban el mérito de condigno o de justicia y del mérito de conveniencia o de congruo. El primero se fundamenta en una pro­mesa formal o en un derecho adquirido. Entra en juego la justicia y el mérito otorga un derecho en quien recibe el beneficio y un deber en quien lo otorga. Por ejemplo, el que ha realizado un trabajo en virtud de un acuerdo tiene derecho de justicia. Se le debe entregar el beneficio pactado.
    El mérito de conveniencia se apoya en criterios comparativos o en el sentido común. Por ejemplo el que ha realizado una acción no debida, tiene el mérito del bien realizado. Es conveniente que se sienta beneficiado por su acción buena.
    La idea del mérito hace posible clarificar todavía más la idea de justificación y de gracia divina. Precisamente las diversas herejías en este terreno han hecho posible clarificarla.

    8.2. Reacción protestante

    Los reformadores protestantes negaron la realidad del mérito sobrenatural. Venían a decir que "hagamos lo que haga­mos, no tenemos derecho a ninguna recompensa".
    Lutero enseñó que todas las obras del justo son pecaminosas, porque el pecado sigue habitando en su interior y por lo tanto nada de lo bueno que hace es meritorio por sí mismo. Concedió en ocasiones que el justo podía realizar buenas obras con la ayuda del Espíritu Santo. Pero negó que esas obras posean valor meritorio estricto.
    Y Calvino llevó al mayor extremo el pesi­mismo sobre las posibilidades huma­nas de hacer el bien y sobre lo inadmisible que resultaba atribuirse ningún mérito si en ocasiones el bien salía de las ac­ciones realizadas. Enseñó que todas las obras del hombre no son ante Dios más que inmundicia y maldad. El protestantismo consideró pues inadmisible que el hombre pudiera tener mérito en sus acciones.

 


   

    8.3. Interpretación católica

    La doctrina católica sobre el merecimiento por las obras buenas fue defensiva, como respuesta al rigorismo protestante. Proclama que no es contrario a Dios que el hombre merezca recompensa por sus obras buenas. No supone menosprecio de la gracia de Dios ni de los méritos de Cristo.
    El defender que el hombre merece, o puede merecer, recompensa cuando realiza acciones buenas es natural y tradicional en la Iglesia. Enseña que el hombre, por ser libre y porque ha sido creado inteligen­te por Dios, puede mere­cer por sus acciones buenas, del mismo modo que puede desmerecer por sus actos malos. Si obra el bien merece recompensa y si obra mal merece castigo.
    El Concilio de Trento enseñó que la vida eterna es al mismo tiempo para los justificados un don gratuito, prometido por Cristo, y la recompensa de sus merecimientos y buenas obras. Como la gracia de Dios es la fuente de todos nuestros bienes y, al mismo tiempo, el motor de las buenas obras naturales y sobrenaturales por las que merecemos la vida eterna, las buenas obras son al mismo tiempo un don de Dios y un mérito de] hombre.

    8.5. Bases bíblicas

    La Escritura Sagrada es clara al respecto y el Evangelio insiste en la idea de merecimiento y buenas obras que serán recompensadas por Dios. Basta repasar el texto de las "Bienaventuranzas" (Mt. 5. 3-11). Los textos evangélicos son tan numerosos en este sentido y dejan tan claras las promesas de Jesús sobre las recompensas que resulta casi incomprensible que se pueda sostener otra doctri­na, por liberales y subjetivas que sean las interpretaciones.
   Con todo, es bueno recordar que los argumentos naturales no son pruebas definitivas en relación al mérito sobrenatural; éste se funda en la libre promesa divina de darnos recompensa. Pero el sentido común hace sospechar que Dios actúa con los hombres al modo como los ha creado y en nada se opone el misterio sobrenatural a los procesos naturales de la inteligencia y de la libertad humana.

  

 

   

 

8.5. Condiciones del mérito

   Bueno es también en catequesis enseñar a los nuevos creyentes las condiciones que deben tener las buenas obras para que merezcan del Señor la recompensa. Y, sobre todo tratándose de niños o personas sencillas, conviene no discurrir por vías de lógica y doctrina especulativa, sino por cauces de experien­cia y de vida práctica de piedad.
   Hay que ofrecer respuestas a las sencillas y naturales reacciones del corazón humano. Y tratar de superar las meras consideraciones teóricas.
   Por eso podemos recordar que las condiciones del mérito y de la recompensa afectan a las obras, a las personas y las circunstancias

   8.5.1. Por parte de las obras.

   Las condiciones para que haya mérito son claras y precisas:
      a) La obra ha de ser naturalmente buena, es decir, tanto por su objeto como por su intención y sus circunstancias. Ha de ser conforme a la ley moral. Así parece entenderse en S. Pablo (Ef. 6. 8) "A cada uno le retribuirá el Señor lo bueno que hiciere, tanto si es siervo como si es libre".
     b) La obra tiene que ser libre. No puede ser resultado de coacción externa, como la violencia, o interna, como el miedo. Ino­cencio X condenó como herética la doctrina jansenista que afirmaba que, "en el estado de naturaleza caída, basta para el mérito o el demérito que no hubiera coacción externa en una obra."
     c) La obra debe tener proyección sobrenatural, es decir, estar impulsada por la gracia actual. Ha de nacer de un moti­vo sobrenatural. Requiere un motivo sobrenatural, porque el que obra está dotado de razón y libertad, pero es capaz de obrar por Dios y también puede hacerlo por motivaciones humana.
    Es bueno recordar a los catequizandos que, aunque no se haga una cosa por motivos humanos, se puede uno mover en un terreno muy humano: por ejemplo se puede dar una limosna por compasión y no por amor a Dios. Jesús decía: "El que os diere un vaso de agua en razón de ser discípulos míos, os digo en verdad que no perderá su recompensa" (Mt. 10. 42; Lc. 9. 48) Es bueno enseñar a renovar y actuali­zar las "intenciones" buenas en lo que se hace. San Pablo lo recomendaba: "Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, haced­lo en el nombre del Señor Jesús"; (Col. 3. 17). Y añadía: "Ya comáis, ya bebáis o hagáis alguna cosa, hacedlo todo para gloria de Dios (1. Cor. 10. 31).

    8.5.2. Por parte de la persona.

    Por parte del que merece las obras buenas requieren otras condiciones:
       a) Hallarse en estado de peregrinación terrenal, es decir que sólo se merece en este mundo, pues el hombre es libre.
   Conviene hacer méritos en esta vida, pues en la otra el hombre queda ya en la situación en que le coge la muerte. También S. Juan decía: "Venida la noche, ya nadie puede trabajar" (Jn. 9. 4). Y. San Pablo añade: "Mientras hay tiempo, hagamos bien a todos" (Gal. 6.10).
   Ha sido enseñanza ordinaria de la Igle­sia que los méritos sólo se dan en esta vida.
   Y mientras hay vida, hay que hacer obras buenas, que son las meritorias. (2 Cor. 5, 10; Mt. 25. 34;  Lc. 16,  26).
       b) En estado de gracia propiamente tal, pues el que se halla en estado de pecado, no puede merecer el don de Dios a quien no se halla unido. Decía S Fulgencio: "El tiempo de merecer solamente se lo ha dado Dios a los hombres en esta vida" (De fide ad Petrum 3, 36).
   S. Juan escribe: "Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no perma­neciera en la vid, tampoco vosotros si no permanecierais en mí" (Jn 15. 4).
 Entre la acción del que merece y el premio que da quien recompensa tiene que haber equivalencia. Esto no ocurre en el que está en enemistad con Dios.

    8.5.3. Por parte de Dios

    Por parte de Dios que recompensa, las buenas acciones de los hombres son acogidas por su bondad y por su justicia. El mérito depende de la libre ordenación de Dios, aunque Dios no puede deber nada al hombre por ser infinito y el hombre limitado.
    Pero en nuestros modos de hablar, Dios se ata al hombre con sus promesas y queda como "obligado" a recompensar lo que él ha prometido como objeto de recompensa. (Mt. 19. 29;  Mt 25. 34; Tit 1, 2; 1 Tim. 4. 8; Sant. 1. 12). San Agustín dice: ”El Señor se hizo a sí mismo deudor no reci­biendo, sino prometiendo.  A Él no se le puede decir: "Devuelve lo que recibiste", sino únicamente: "Concede lo que prometiste". (Enarr. S. 83. 16)

   8.6. Objeto del mérito

   El justificado merece, por sus buenas obras, el aumento la gracia santificante, la vida eterna y el aumento de la gloria celestial. Esto es algo claro en la fe de la Iglesia. Por eso solemos distinguir tres objetos del mérito verdadero y propiamente tal y deben ser tema de la catequesis.
      a) El aumento de la gracia santificante se merece por las buenas obras. Si aumenta el número de buenas obras, si aumenta la buena intención y si aumenta el amor con el que se hacen, aumenta también la medi­da de la gracia.
  Este principio no se reduce a modelos matemáticos, pues los  hechos y cualidades sobrenaturales no se ponderan cuantitativamente. Pero conviene no perder de vista que los hombres pensamos y hablamos de formas cuantitativas y por lo tanto es correcto pensar que cuanto mejor obramos más merecemos.
      b) La vida eterna también aumenta por nuestras buenas acciones, en el mismo sentido de la gracia. Lo enseña la Sagrada Escritura: la vida eterna es la recompensa por las buenas obras realizadas en esta vida. Y la pérdida de la gracia por el pecado mortal tiene como consecuencia la pérdida de todos los merecimientos adquiridos.
      c) Según la definición del Concilio universal de Florencia, la medida de la gloria celestial es distinta en cada uno de los bienaventurados (Denz. 693). "El que escaso siembra, escaso cosecha; el que siembra en bendiciones, en bendiciones también cosechará." (2 Cor 9. 6)

     8.7. Méritos del pecador

     Recordemos también que el pecador puede merecer de conveniencia la misericordia divina si hace buena obras y sabe orientarse a Dios con humildad pidiendo su ayuda para salir del pecado.
     El que se halla en pecado mortal puede cooperar libremente con la gracia actual para conseguir otras gracias y disponerse de esta manera para la justificación, mereciendo que Dios le ayude a situarse en estado de conversión.
    Lo dice el Salmo 50. "No desdeñas, oh Dios, un corazón contrito y humillado"
  Y lo recuerda San Agustín al hablar del publicano (Lc. 18, 9-14): "Bajó justificado del templo por el mérito de su creyente humildad."

    8.8. Merecer por los demás

    La posibilidad de merecer en favor de otros se funda en la amistad del justo con Dios y en la comunión de los santos.
    Ha sido enseñanza tradicional de la Iglesia que se puede y debe hacer obras buenas, limosnas, oraciones, reparaciones, restituciones, satisfacción, por los demás pidiendo a Dios que las tenga en cuenta para otorgar su gracia misericordiosa a aquel por quien se destinan.
    Si los beneficiados de tan piadosas intenciones son personas vivas, es evi­den­te que sólo en la medida en que Dios quiera aplicarlas se puede hablar de que se beneficien de esas buenas obras y que exista esa especie de transvase de méri­tos y de beneficios espirituales
   Y algo similar acontece con los ya difun­tos. En la medida en que ellos go­cen de la amistad divina y se hallen en estado de salvación pueden beneficiarse de esos sufragios.
   Tanto por unos como por otros, el beneficio mejor que se les puede ofrecer, se­gún la tradición de la Iglesia, es el mé­rito de la oración en su favor, como apare­ce con cierta frecuencia en la Escritura Sa­grada: "Orad unos por otros para que os salvéis. Mucho puede la ora­ción fervorosa del justo". (Sant 5. 1)   (Ver Redención 1.4.3; Ver Justificación. Ver  Perdón de pecados 4).