MATRIMONIO
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   El matrimonio naturalmente es la unión conyugal estable de un varón y de una mujer (monogamia) para llevar vida en común. El matrimonio en algunas culturas admite variedad de mujeres (poligamia); y en escasas ocasiones ha sido usual el tener varios varones con una mujer (poliandria).
   Implica enlace afectivo, sexual y social. Por naturaleza tiende a la procreación y al mantenimiento de la especie humana. Es la forma natural de encauzar la sexualidad, como facultad reproductora, y de propagar la sociedad.
   El matrimonio cristiano añade al simple enlace natural la dimensión sobrenatural del compromiso por motivos superiores. Se define como el sacramento por el cual dos personas de distinto sexo, hábiles fisiológica y psicológicamente para con su fin natural, se unen por mutuo con­sentimiento en comuni­dad de vida, por amor humano y como reflejo del amor divino que Cristo tuvo a su Iglesia.
   El Catecismo Romano (II. 8. 3), siguiendo a teólogos como Pedro Lombardo, se quedó en definirlo como lo hacía el derecho romano: "Unión marital de varón y mujer aptos legalmente para formar comunidad de vida desde la personalidad de cada uno de ellos."  (Sent. IV. 27. 2).
   Siglos después, este concepto se completó en el Catecismo de la Iglesia Católica: "La alianza por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de vida, ordenado al bien de los cónyuges y a la educación de la prole y elevado por Cristo a la dignidad de sacramento." (Nº 1601)

   1. Origen divino del matrimonio

   El matrimonio es una unión tan radicalmente humana que surge como necesidad de la especie y como tendencia espontánea de cada persona. No implica sólo tendencia a la relación sexual entre dos seres superiores, como acontece en los animales no racionales, sino algo más profundo, consciente y permanente.
   Por sí mismo tiende a la permanencia; pero sobre todo reclama la conciencia de libertad, de comunidad de vida, de satisfacción afectiva, de apertura a la fecundidad con la generación de nuevos seres a los que se ama, cría y educa por algo más que por instinto. El matrimonio, institución natural, es querido por Dios, autor de la naturaleza.

   1.1. Plan de Dios Creador

   Queda recogida esta propensión universal y permanente de la especie hu­mana en el mismo relato bíblico de la creación del hombre: "Hizo Dios a la mujer de su misma naturaleza, carne de sus carne y hueso de sus huesos" (Gn. 1. 27). Unió a ambos en la convivencia del paraíso: "No es bueno que el hombre esté solo. Hagámosle una ayuda a su imagen y semejanza." (Gen. 2.18) Le dio la orden de "crecer y multiplicarse y llenar la tierra" (Gn. 1 28).
   Como autor de la naturaleza inteligente y libre del hombre, Dios es autor del instinto reproductor y de la tendencia unitiva de los sexos diferentes y complementarios. Es autor de la bisexualidad como coronación de toda la obra creadora del cosmos: mineral, vegetal y animal.
   Los prejuicios gnósticos, maniqueos y neoplatónicos de los primeros tiempos cristianos hicieron mirar el matrimonio como un "remedio a la concupiscencia" y provocaron cierta desconfianza sobre la bondad de la sexualidad. Pero nada más alejado del plan divino que el juzgar la materia o el cuerpo como algo malo y relegar la bondad natural en el espíritu o alma.


  

Incluso algún autor tan profundo como S. Gregorio Niseno llegó a declarar (De opif. hom. 17) que "la diferenciación sexual de las personas y el matrimonio son consecuencia del pecado que Dios había ya previsto". Esta idea, renovada por el mismo San Jerónimo que también hacía depender el matrimonio del pecado del primer hombre (Ep. 22. 16), fue vigo­rosamente refutada desde antiguo, por ejemplo por Sto. Tomás de Aquino. (Summa. Th. I. 98. 2).
   En el momento en que los hombres fueron hechos varón y mujer nació en la historia el amor. Se despertó la posibilidad de fabricar un mundo con personas humanas. Y los hombres comenzaron a caminar con normalidad por la tierra.
   El amor y la posibilidad de hacer del mundo el hogar en que se llenara de los frutos del amor han sido siempre el gran desafío de los hombres.

   1.2. Fecundidad y amor

   El hombre es proyectivo y fecundo por misma naturaleza. No es un simple ser vivo, por perfecto que se le considere. Es un ser espiritual, libre e inmortal, al mismo tiempo que inteligente y social. La sexualidad, fisiológica, afectiva, moral y espiritual, debe ser analizada desde la óptica de la dignidad sobrenatural del hombre. Sólo en ese contexto se puede entender como algo superior al emparejamiento animal.
  La fecundidad del hombre en consecuencia es efecto de toda su personalidad. Puede manifestarse en diversas áreas o dimensiones:
     - En la intelectual y entonces hace de su mente, cada vez más poderosa, el motor de sus operaciones de ser libre. Produce riquezas y grandezas para sí y para los demás. Puede perfilar un prOyecto de familia y es capaz de buscar al ser del otro sexo para su realización
     - En la social y en la afectiva, el hombre se siente proyectado a relaciones con los demás hombres de forma responsable, en actitud de acogida y con protagonismo en las propias actuaciones. Busca a una persona del otro sexo para realizarse ante sí, dando rienda a sus sentimientos; y para significarse ante los demás, ostentando su feminidad o su masculinidad ofreciendo sus atractivos y cualidades ante el otro.
     - En la estética y en la ética, que implican aspectos complementarios que hace posible abrirse a la vida con una impresión gratificante de belleza, nobleza y virtud. Cada sexo se siente responsable de la felicidad ajena, del placer fisiológico y sobre todo de la riqueza superior y espiritual. La vinculación intersexual por el amor culmina con la acogida por amor de los seres nuevos que brotan de la fecundidad que se agradece y desea como don de Dios.
     - Y también en la espiritual, que abre la puerta a la sobrenatural. Al encontrar en el cónyuge un portador de gracia divina, se nutre la propia vida sobrenatural y se genera un amplio abanico de dones místicos, que hacen del matrimonio un estado de vida gratificante y santificante.

   1.3. El plan de Dios

   El ejercicio de la sexualidad y la conquista de la fecundidad implican en el ser humano la solidaridad con el ser de distinto sexo que Dios ha puesto a su lado. La íntima vinculación del concepto de sexualidad con el de dignidad humana lleva a la valoración adecuada de la fidelidad y estabilidad de la unión entre varón y mujer, a la cual llamamos "matrimonio".
   Por eso en el plan divino, los vínculos matrimoniales son ecos de su creatividad eterna. Y en el lenguaje cristiano, tales vínculos son reflejo del amor divino a los hombres, concretado en el amor de Cristo a su Iglesia.
   Matrimonio es pues mucho más que "pareja", término con el que muchos hoy rebajan la grandeza del enlace matrimonial. Quienes no lo descubren prefieren emplear eufemismos por temor a las implicaciones éticas y espirituales que el concepto de matrimonio conlleva.
   La unión matrimonial adquiere su grandeza al ser expresión del plan creacional de Dios sobre los hombres.
      - Este plan entre de lleno en la obra de la Creación del mundo habitado por hombres inteligentes. Es querido desde el comienzo por Dios, Autor de la naturaleza. El mismo Dios hizo al hombre varón y mujer para que se unieran corporal y espiritualmente y resultaran fecundos y creadores de nuevos hombres que poblaran la tierra.
   Al margen del mito que recoge el Génesis, lo importante es ver al ser huma­no en la estrecha conexión con los demás seres vivos, minerales, plantas y animales. El es la cumbre de la escala evolutiva promovida por el Autor de la naturaleza.
     - Es un plan que tiene una dimensión sobrenatural. A diferencia de las demás criaturas, Dios ha creado al hombre en nivel sobrenatural. Le ha hecho portador de la gracia sobrenatural que le hace hijo suyo y llamado a la felicidad eterna.
   Por voluntad del mismo Dios, el matrimonio se convierte en cauce de santificación, de acercamiento a Dios, de elevación sobrenatural, al ser signo sensible del amor de Cristo a la Iglesia. Dios, en cuanto nos regala su Revelación, nos comunica que el Matrimonio es don sobrenatural y no sólo hecho natural. Lo convierte en colaboración con su plan creador, salvador y santificador, al servirse de él como plataforma fecundante de otros seres que del matrimonio nace, también con vocación de vida sobrenatural.
   Los esposos cristianos colaboran con Dios en la tarea maravillosa de formar nuevos seres para la vida natural y para la sobrenatural, para la existencia y para la gracia, ya que los hombres que engendran son, ante todo y sobre todo, hijos de Dios.

  1.4. Respuesta del hombre

   El hombre inteligente y moralmente sano, comprometido o no en el estado matrimonial, debe contemplar en el plan de Dios una obra mere­cedora de respeto, adhesión y agradecimiento.
   Sabe ver el matrimonio como expresión del amor humano. En cuanto reflejo del divino, ese amor es una riqueza digna de ser conquistada, si responde a la voluntad divina para quien la mira en lontananza o en cercanía.
   Des­de la ternura de los novios hasta la entrega conyugal de los despo­sados, todo es hermoso y delicado en la expresión intersexual del amor. Por eso el hombre debe buscar sus dimensiones trascendentes y no quedarse en elementos naturales para entender su realidad.
   Sólo desde la madurez humana y espiritual, se puede mirar el matrimonio donación y entrega al otro y no como conquista, contrato o adquisición.
   El hombre que sabe juzgar con esa grandeza espiritual y humana, intuye que nada obligado puede haber en el amor, para que pueda ser realmente tal: ni coacciones de tradiciones, ni engaños de conveniencias, ni opresión de creencias, ni chantaje de intereses materiales.
   Las hermosas palabras que San Juan Crisóstomo (344-407), Patriarca de Constantinopla, sugiere decir a los jóvenes esposos, pueden reflejar el peRmanente sentido cristiano del matrimonio: "Te he tomado en mis brazos, te amo y te prefiero a mi vida. Puesto que la vida presen­te no es nada, mi deseo más ardiente es pasarla contigo de tal manera que estemos seguros de no separar­nos en la vida eterna... Pongo tu amor por encima de todo; y nada me dolerá tanto como no tener los mismos pensamientos que tú consigue­s". (A Ef. 20. 8)

   2. Sacramentalidad del matrimonio

    El matrimonio es sacramento, que equivale a decir que es signo sensible de la gracia, porque Cristo lo ha querido así. A través de él, otorga su gra­cia para vivir en plenitud la unión conyugal, no sólo en lo que se refiere a la paternidad y maternidad, sino ante todo en lo que significa de acción santificadora de la vivencia del amor humano.
    En este sentido, el matrimonio no es un acto pasajero que Dios bendice: el compromiso; es más bien un estado que comienza en el acto del mutuo consenti­miento y se prolonga toda la vida en la convivencia y en el amor.  A lo largo de esa vida la gracia matrimonial desciende copiosa.
   La unión conyugal consentida es el eje del sacramento, el signo sensible. Lo que conduce a ella: amor, compromiso, acep­tación, noviazgo; y, sobre todo, lo que continúa: convivencia marital, paternidad y maternidad, fidelidad, es reflejo de la unión de Cristo y de la Iglesia.
   Por eso el sacramento, como signo sensible, es un acto temporal. Pero la vida nacida el sacramento, como cauce de gracia, es un estado que se prolonga mientras viven los dos contrayentes.
   Para que sea sacramento, la unión ha de ser voluntaria entre los protagonistas. Por lo tanto invalidan el sacramento las coacciones, los engaños o la inmadurez para optar. Es una unión amorosa, de modo que cualquier otro motivo, interés o condición que no sea el amor, perturba y, incluso, anula la misma identidad del matrimonio.
   Es unión equivalente y recíproca, en la que ninguno de los dos contrayentes tiene primacía, al margen de costumbres antiguas o incluso de leyes discriminadoras. Tanto el esposo como la esposa se dan y se reciben mutuamente, en igualdad de derechos y de deberes.
   Y es unión abierta, no sólo íntima. No hay sacramento sin testigos, es decir sin apertura, sin significatividad eclesial. Por eso la Iglesia establece la norma de que el compromiso matrimonial se formule en la comunidad, con el testigo autorizado, que es el párroco o sacerdote delegado, y con los otros testigos, que son los padrinos y demás asistentes al enlace.
   Condición de sacramentalidad es la madurez suficiente de las personas, para que el consentimiento sea libre y comprobable. El entorno familiar y los consejos pueden ser influyentes y cauces para una reflexión prudente. Pero el compromiso es inalienable y la responsabilidad intransferible a nadie.
    El matrimonio es verdadero y propio sacramento instituido por Cristo. Jesús restauró el matrimonio como unidad monogámica e indisoluble con sus enseñanzas; y proclamó la dignidad de cada miembro que lo contrae (Mt. 19. 3). Pero además lo instituyó como cauce de gracia santificante, como sacramento para todos sus seguidores.

       2.1. Doctrina eclesial

La Iglesia, siguiendo su enseñanza, entiende que entre los cristianos no puede haber verdadero matrimonio que no sea sacramento. Por lo tanto, para ella la unión conyugal extrasacramental entre cristianos es simple concubinato. Respeta las costumbres de otros grupos y culturas; pero no puede admitir cualquier tradición o norma religiosa que infravalore a la mujer: poligamia o poliginia, compraventa de esposas, repudio, aunque hayan existido con frecuencia.
   Las exigencias del matrimonio cristiano son las mismas que las del matrimonio natural: unidad, libertad, igualdad, dignidad, indisolubilidad, fidelidad. Son rasgos reclamados por la misma dignidad humana. Pero en el matrimonio cristiano esas cualidades naturales adquieren categoría de deberes religiosos en virtud de la palabra sagrada y de la dignidad del sacramento.
   El matrImonio radica en el consentimiento de los esposos manifestado entre personas libres y maduras, consentimiento que ningún poder humano: ley, costumbre, interés social, puede imponer. Ese consentimiento es el acto de la voluntad libre por el que el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable.
   Pueden contraer matrimonio todos aquellos que son capaces ese consentimiento como acto humano pleno. Deben contraerlo sólo quienes se sienten llamados por Dios a ese estado.
   El Matrimonio de los católicos, aunque sólo uno de los dos contrayentes esté bautizado, se rige no sólo por el derecho natural que viene de Dios creador del hombre, sino también por la ley de la Iglesia, que recoge la Palabra de Dios Revelada. Si se aleja en lo esencial de esa ley de la Iglesia, deja de ser sacra­mento para limitarse a ser arreglo social entre personal libres. (cc. 1055 a 1060)

 

 

   

 

  2.2. Prueba de Escritura

   Dios quiso que el Matrimonio fuera un cauce de la gracia. A través de toda la Escritura, pero sobre todo de la plenitud de la Revelación traída por Jesús, Hijo de Dios encarnado, expresó cómo debe ser el matrimonio. Encontramos sus palabras en los textos evangélicos y en las cartas de los Apóstoles.
   Como no podía se de otra forma, los texto del nuevo Testamento hablan con frecuencia de la unión familiar. Jesús aludió con frecuencia a cuestiones que le planteaban con relación al matrimonio. Hasta 56 veces se alude a los casados en los escritos del Nuevo Testamento: amor de esposos, divorcio, infidelidad, paternidad, etc.
   San Pablo recuerda repetidamente el carácter religioso del compromiso del esposo y de la esposa: 1. Cor. 7. 8; 1. Tim. 4. 3 y 5.11; Hebr. 13.4, etc. Exige que se contraiga "en presencia del Señor" (1 Cor. 7. 39) y recuerda su indisolubilidad como precepto del Señor mismo (1 Cor. 7. 10). La elevada dignidad y santidad del matrimonio cristiano se funda, según San Pablo, en ser símbolo de la unión de Cristo con su Iglesia. "Gran misterio es éste, mas lo digo con respecto a Cristo y su Iglesia." (Ef. 5. 2)

   2.3. Ecos en la Tradición

   Los antiguos Padres con­sideraron el matrimonio como vínculo sagrado. Ya San Ignacio de Antioquía (+ 107) decía al comienzo del siglo II que "conviene que el novio y la novia contraigan matrimonio con anuencia del Obispo, a fin de que sea conforme al Señor y no conforme a la concupiscencia." (Pol. 5. 2) Un siglo más tarde Tertuliano aludía al carácter eclesial y santificador del matrimonio:"¿Cómo podríamos describir la dicha de un matrimonio contraído ante la  Iglesia, confirmado por la oblación, sellado por la bendición, proclamado por los ángeles y ratificado por el Padre celestial?" (Ad uxorem II.6)
  Y S. Agustín desarrolló una extensa doctrina sobre el matrimonio, como cami­no de santificación para los cristianos. En diversidad de escritos ("Del bien conyugal", "De las nupcias y de la concupiscencia", "De las costumbres de la Iglesia" y "Contra los maniqueos", etc.) insiste en la doctrina evangélica aplicada a los esponsales y a sus consecuencias, sobre todo con sus reflexiones sobre los tres bienes matrimoniales: la prole, la fidelidad conyugal, el ser signo de la unión entre Cristo y la Iglesia.

      3. Institución por Cristo

 Por voluntad explícita de Jesús, la unión entre el varón y la mujer que responde a un compromiso consciente de signo religioso es un sacramento de la gracia divina. Ese sacramento se identifica con el valor testimonial que tiene el amor humano entre los bautizados del amor que Cristo tiene a su Iglesia y del amor inmenso con el que la Iglesia res­ponde a Cristo.
    No es necesario centrar el momento de la institución del sacramento en la presencia de Cristo en las Bodas de Cana y en referencia al primer milagro allí hecho por el Señor (Jn. 2. 1-11), pero no cabe duda que fue aquel un gesto singular y significativo, tal como lo comentó la mayor parte de los Padres y escritores antiguos.
   Debemos recordar otras referen­cias evangélicas de gran valor. Defendió su estabilidad contra la costumbre de repudiar a la mujer: "Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés despedir a vuestra mujeres; pero al principio no fue así. Yo os declaro que cualquiera que se separa de su mujer y se casa con otra, comete adulterio... Y si la mujer separada se casa con otro, también comete adulterio". (Mt. 19.8-9) y Mc. 10. 6-9)
   Resaltó la primera voluntad divina de la unidad plena entre los esposos: "Al princi­pio Dios los hizo hombre y mujer y por esta razón dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá con su mujer y ambos llegarán a ser uno. De modo que ya no serán dos, sino uno. Por tanto, lo que Dios ha unido no debe separarlo el hombre". (Mc. 10 7-8)

   3.1. Riesgos y dificultades

   Jesús no ocultó que el matrimonio podía tener dificultades para la fidelidad y la unidad querida por Dios (monogamia, pureza de intención, dedicación en el amor) y dejó en claro la posibilidad de otros estados o caminos en la vida de sus seguidores.
   Reconoció ante los asombrados discípulos que el matrimonio, vivido en la plenitud, puede parecer difícil por sus exigencias de entrega plena y mutua entre los esposos, sobre todo por su indisolubilidad. Los mismos Apóstoles le dijeron: "Si tal es la condición del hombrecon respeto a su mujer, vale más no casarse. Y Jesús les respondió: Pero no todos lo entienden así, sino aquellos a quienes Dios da esta inteligencia. Hay hombres que nacen incapa­citados para el matrimonio. Otros son mutilados por la malicia de los hombres. Algunos se limitan a sí mismos para estar más dis­poni­bles para el Reino de los cielos. El que sea capaz de hacer eso último que lo haga". (Mt. 19. 10-12).

Este mismo sentimiento o temor ex­presan a veces muchas personas que contemplan el matrimonio con insuficiente actitud ética y que no han descubierto la belleza moral y espiritual del amor pleno. Pero la doctrina matrimonial de la Iglesia a lo largo de los siglos ha sido clara y exigente, siempre reflejo de la misma enseñanza de Jesús      

  LEYES DE LA IGLESIA SOBRE IMPEDIMENTOS MATRIMONIALES.C.D.C. Libro IV Título VI

CAPÍTULO III
De los impedimentos dirimentes en particular

C. 1083  §  1.   No puede contraer matrimonio válido el varón antes de los dieciséis años cumplidos, ni la mujer antes de los catorce, también cumplidos.
   Puede la Conferencia Episcopal establecer una edad superior para la celebración lícita del matrimonio.

C. 10841  § 1. La impotencia antecedente y perpetua para realizar el acto conyugal, tanto por parte hombre como de la mujer, ya absoluta ya relativa, hace nulo el matrimonio por su misma naturaleza.
      & 2. Si el impedimento de impotencia es dudoso, con duda de derecho o de hecho, no se debe impedir el matrimonio ni, mientras persista la duda, declararlo nulo.
      & 3. La esterilidad no prohíbe ni dirime el matrimonio sin perjuicio de lo que se prescribe en el can. 1098.

 C. 1085. § 1. Atenta inválidamente el matrimonio quien está ligado por el vínculo de un matrimonio anterior, aunque no haya sido consumado.
     $ 2 Aun cuando el matrimonio anterior sea nulo o haya sido haya sido disuelto por cualquier causa, no por eso es lícito contraer otro antes de que conste legítimamente y con certeza la nulidad o disolución del precedente.

  C. 1087. Atenta inválidamente el matrimonio quien ha recibido las Ordenes Sagradas.  Atenta inválidamente el matrimonio quien está ligado por voto público perpetuo de castidad.

  C. 1088. No puede haber matrimonio entre un hombre y una mujer raptada, o al menos retenida con miras a contraer matrimonio con ella, a no ser que luego la mujer, separada del raptor y en lugar seguro y libre, elija voluntariamente el matrimonio.

C. 1090 $ 1. Quien con el fin de contraer matrimonio con una  determinada  persona,  causa muerte del cónyuge de ésta o de su propio cónyuge atenta inválidamente ese matrimonio.
      § 2. También atentan inválidamente el matrimonio entre si quienes con una cooperación mutua, física o moral, causaron la muerte del cónyuge.

 C. 1091  En línea recta de consanguinidad, es nulo el matrimonio entre todos los ascendientes y descendientes, tanto legítimos como naturales.
      § 2. En línea colateral, es nulo hasta el cuarto grado inclusive.
      § 3. El impedimento de consanguinidad no se multiplica.
      & 4. Nunca debe permitirse el matrimonio cuando subsiste alguna duda sobre si las partes son consanguíneas en algún grado de línea recta o en segundo grado de línea colateral.

C. 1092. La afinidad en línea recta dirime el matrimonio en cualquier grado.

C. 1093. El impedimento de pública honestidad surge del matrimonio inválido después de instaurada la vida en común, o del concubinato notorio o público: y dirime el matrimonio en el primer grado de línea recta entre el varón y las consanguíneas cíe la mujer y viceversa.

 C. 1094.  Pueden contraer válidamente matrimonio entre sí quienes están unidos por parentesco legal proveniente de la adopción, en línea recta o en segundo grado de línea colateral.

CAPÍTULO IV. Del consentimiento matrimonial

C. 1095. Son incapaces de contraer matrimonio:
       1° quienes carecen de suficiente uso de razón
       2° quienes tienen un grave defecto de discreción de juicio acerca de los derechos y deberes esenciales del matrimonio que mutuamente se han de dar y aceptar;
       3º quienes no pueden asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por causas de naturaleza psíquica

 C. 1096. § 1. Para que pueda haber consentimiento matrimonial, es necesario que los contrayentes no ignoren al menos que el matrimonio es un consorcio permanente entre un varón y una mujer, ordenado a procreación de la prole mediante una cierta cooperación sexual

3.2. El amor como raíz.

   El amor de los esposos es exigente además de gratificante; pero es también por sí mismo santificador, desde la compenetración corporal hasta la intimidad afectiva, moral y espiritual. Todo lo que el matrimonio es, representa y simboliza la entrega misma de Jesús a la humanidad, especialmente a la comunidad de sus seguidores.
   Nada hay que no sea hermoso, santificador y elegante en el ejercicio recto de la sexualidad matrimonial. Gracias a ella se realizan en plenitud las personas, se desarrollan las comunidades y se prolonga la vida en el mundo y en la Iglesia.
   Si a veces no se miró como algo noble, debido a las influencias maniqueas o gnósticas, o si algunos movimientos falsamente espirituales infravaloraron ese amor conyugal por pensar que era más material que espiritual por ser "también" corporal, la Iglesia volvió pronto los ojos a los planes divinos y resaltó insistentemente su dignidad.
   Por eso, el mensaje cristiano insta a todos, a los jóvenes y a los adultos, a formarse en el verdadero amor, para que no se dejen manipular por criterios o sentimientos eróticos o pragmáticos, que deterioran con frecuencia la imagen del amor en determinados ambientes, lenguajes o costumbres sociales.
   Pide a los esposos, que ya lo son o que se preparan a serlo, que dignifiquen su sexualidad a la luz de la fe. Resalta la visión, no mística ni utópica sino evan­gélica, de la intimi­dad conyugal.

   4. Finalidad del matrimonio

   Durante mucho tiempo la doctrina de la Iglesia cristiana, a la luz de las exigencias naturales y bajo la influencia de la época patrística, pareció sostener que la procreación era el único fin del matri­mo­nio. La sexualidad se miraba como tolerado recurso para conservar la especie humana; y, desde esa conservación, se juzgaba su moralidad y se elabo­raba la mística matrimonial.
   Los tiempos recientes, más humanistas y personalistas, han abierto la mente a otras dimensiones antropo­lógicas de la conyugalidad, de la sexualidad, de la afectividad y de la sociabilidad familiar. Hoy se tiende a considerar que la primera finalidad del matrimonio es la realización personal de los contrayentes.
   Se mira más a la persona que a la sociedad, al hombre en concreto más que de la humanidad en abstracto. Se valora el matrimonio como plenitud en el desarrollo madurativo, en la donación, en la fecundidad como opción de vida, y no tanto en la capacidad procreadora.
   La generación y educación de la prole se presenta más bien como consecuencia de ese fin primario del amor. Y por lo tanto es fin natural primario, consecuente y no originante, de la expresión del amor. Hay hijos porque hay amor, no viceversa.
   No es correcto decir que la procreación es el fin secundario del matrimonio; pero tampoco lo es considerar fin secundario la ayuda mutua y la satisfacción moralmente ordenada del apetito sexual, como tantas veces se ha sostenido por parte de los teólogos cristianos.
   La ley positiva de la Iglesia, heredera de tradiciones milenarias, se desenvuelve, como es natural, en exigencias más precisas y jurídicas que psicológicas y pastorales. Pero el espíritu recogido en los documentos del Concilio Vaticano II reclama creciente atención a la dimensión moral y espiritual de la convivencia conyugal: "El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole...  Pero el matrimonio no ha sido instituido sólo para la procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requiere que también el amor mutuo de los esposos se manifieste, progrese y madure ordenadamente." (Gaud. et spes. 50)
    El mismo Concilio recuerda que Dios hizo a la pareja humana para "crecer y henchir la tierra," (Gen 1. 28) y que el mismo Señor reclamó la presencia de Eva, por lo inconveniente de la soledad de Adán: "No es bueno que esté solo. Hagámosle una ayuda semejante a él (Gn. 2. 18)

   La compañía del otro sexo es pues necesidad natural en el ser humano y por eso también S. Pablo recordaba la bondad de la compañía, expresando con realismo antropológico que: "a causa de la fornicación (o más bien para evitarla), debe tener cada uno su mujer y cada una debe tener su marido". (1. Cor. 7. 2)
   Por lo tanto, en clave evangélica, el fin del matrimonio es ante todo la santificación mutua de los esposos por la gracia matrimonial que se consigue en el amor. La primera razón de la unión conyugal y la primera fuerza de su permanencia es el amor entre los esposos. Ese amor cristianamente se convierte en signo del amor entre Jesús y su Iglesia.
   Como consecuencia del amor auténtico, es condición de bondad en el Matrimonio la apertura a la vida mediante los hijos que, inteligente y libremente, decidan asumir los esposos y quiere Dios concederles. Las demás razones de tipo afectivo, moral, psicoló­gico, social y hasta corporal, resultan sólo complementarias y no justifican de forma independiente el compromiso sacramental.

Las Bodas de Cana

 

 
 

   5. Condiciones y propiedades

   En función de esa dignidad y finalidad del matrimonio, tendre­mos que recordar algunas de sus principales cualidades y condiciones de grandeza.
   La vinculación o compromiso libre de los contrayentes es condición del enlace auténtico entre los esposos. Implica que sólo hay "vivencia matrimonial cristiana" cuando se ha contraído el compromiso o vínculo matrimonial. Se llama fornicación a la acción sexual sin tal compromiso; y se denomina meretricio o prostitución a la que se busca o tolera por intereses económicos o materiales y no por verdadero y maduro amor.
   Tres rasgos son básicos en el matrimonio cristiano, desde una perspectiva natural, pero también revelacional, tal como se expresó por el mismo Jesús: unidad, indisolubilidad, fidelidad.

   5.1. Unidad

   La unidad es la singularidad de miembros de diverso sexo. Por imperativo natural, pero también por voluntad del mismo Jesús que quiso restaurar la misma ley natural, el Matrimonio sólo se puede realizar con unidad de cónyuge: un varón y una mujer.
   En el relato bíblico de la creación del hombre y de la mujer esa unidad quedó perfectamente reflejada: Dios instituyó el matrimonio sólo como unión monógama (Gen. 1. 28 y 2. 24), sin que puedan entenderse de ninguna otra forma.
   Cuando este texto se redactaba, la cultura oriental, babilónica, persa, hitita, asiria y siria, egipcia e incluso grecorromana, se había apartado del primitivo ideal (Gn. 4. 16) y practi­caba la poliginia como derecho social reconocido.
   Fuera de la referencia monogámica inicial del Génesis, el resto de textos bíblicos refleja la familia patriarcal poligámica (Abraham, Isaac, Jacob, Saúl, David, etc.), en la que la fecundidad es la máxima bendición divina: "Tu descendencia será numerosa, como las estrellas del cielo y las arenas de la playa." (Gn. 22.17). Incluso se halla reconocida por la ley divina (Deut. 21. 15) como señal de abundante fecundidad. También se hallaba reforzada por la facilidad del despido o repu­dio legal de la mujer y de la inexistencia de libertad en la mujer. (Mt. 19. 8-9)
   Cristo volvió a restaurar el matrimonio en toda su pureza primitiva: "Al principio no fue así... De manera que ya no son dos, sino una sola carne.  Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre." (Gen. 2. 24; Mt. 16. 6). Incluso añadió exigencias más precisas, restrictivas y contundentes: el casarse de nuevo después de haber repudiado a la mujer (o dejado al marido) lo considera adulterio (Mt. 19.8-9). El deseo de otra mujer (o de otro varón), fuera del cónyuge, lo declara adulterio (Mt. 5. 27-28).
   Los cristianos fueron conscientes de esta restauración y defendieron siem­pre el matrimonio monogámico, indisoluble y equivalente para los dos miembros que lo contraen. Desde la doctrina de San Pablo (Rom. 7. 3; 1 Cor. 7. 2; Ef. 5. 3) hasta el Derecho canónico actual de la Iglesia (cc. 1055 y 1057) no hubo la más mínima vacilación al respecto.
   Por lo tanto toda situación polígama es radicalmente inmoral, sea socialmente aceptable (tener varias esposas equivalentes en un ambiente mahometano, por ejemplo), o bien se disfrace de determinados usos sociales inaceptables (tener varias esposas de diferente nivel, la principal y las concubinas).
   Los principios monogámicos son aplicables, evidentemente, a cualquier uso o abuso poliándrico, menos frecuente en la Historia, salvo en algunos grupos primitivos apoyados en el matriarcado.
   Todas las confesiones cristianas han sido unánimes en este terreno. Por eso, no dejan de resultar sorprendentes y aberrantes las formas matrimoniales de algunas sectas, como la de los Mormones (fundados por J. Smith 1830 en Ohio, USA), quie­nes admiten como natural la poliginia, aunque no la poliandria, a pesar de surgir en una cultura occiden­tal que tiende a equiparar la dignidad de la mujer y la del varón.
   Del mismo modo, resultan peregrinos los argumentos morales de Lutero, en base a textos del Antiguo Testamento, para justificar demagógicamente el doble matrimonio del landgrave Felipe de Hessen. Fue lo que hizo recordar al  Concilio de Trento que está prohibido a los cristia­nos por la misma ley divina el tener al mismo tiempo varias esposas. (Denz. 972)
   La oposición cristiana a la poligamia no se extiende a las nuevas nupcias, o poligamia sucesiva, que siempre se vio amparada por la opinión favorable de la Iglesia (segundas o posteriores nupcias), en el caso de que uno de los cónyuges fallezca o que el matrimonio anterior sea declara­do nulo.
   Es cierto que determinados Padres y escritores antiguos consideraron más perfecto el estado de viudez, aludiendo a la fidelidad al primer amor; pero la mayor perfección no implicó que se condenara el nuevo matrimonio, existiera o no prole en el matrimonio anterior.

   5.2. Indisolubilidad

   La indisolubilidad es la propiedad del matrimonio de no poder romperse, en cuanto al compromiso o vínculo, si éste ha sido pleno y definitivo, tal como lo dijo el mismo Jesús. (Mt. 9. 6)
   El divorcio y el repudio se oponen al plan divino y nunca la Iglesia puede concederlo por la misma institución del sacramento por parte de Cristo. Lo que sí reconoce a veces a sus fieles es la nulidad de un matrimonio, si hay pruebas de que no fue un acto pleno y consciente: por falta de madurez, como en los contraídos sin edad o instrucción suficiente; por falta de libertad, si ha existido coacción; por falta de conocimiento, si ha habido error de persona o engaño en la intención.
   Desde otro punto de vista, también consiente, con motivos justos, la separación de vida ("de mesa y lecho"), por ejemplo cuando la convivencia matrimonial resulta insostenible por el carácter de uno de ellos y otras circunstan­cias; o cuando se quiere llevar vida más perfecta de oración o de apostolado, con el consentimiento mutuo de los cón­yu­ges.
   En la Teología católica se habla de una indisolubilidad radical o intrínseca al matrimonio; y de la extrínseca o circunstancial, con el fin de explicar algunas formas de separación que en la Iglesia históricamente se reconocieron.

   5.2.1. Indisolubilidad radical

   La doctrina católica es tajante y clara respecto a la indisolubilidad del matrimo­nio: por sí mismo es indisoluble.
   El Derecho Canónico declara con claridad: "El matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa, fuera de la muerte." (c. 1141)
   La razón de esta contundencia de la Iglesia es la voluntad manifiesta de Cristo, que, preguntado sobre si era lícito al hombre repudiar a su mujer, respondió con el recuerdo bíblico: "Lo que Dios unió no lo separe el hombre." (Mt. 16. 6) Y dio la consigna: "El que se separa de su mujer y se casa con otra, comete adulterio... Y la mujer separada que se casa con otro, comete adulterio". (Mt. 19. 8-9). Con ello Jesús rectificó la Ley de Moisés: "Si un hom­bre se casa con una mujer y luego encuentra en ella algo desagradable, la dará un libelo de repudio y la devolverá a su familia." (Deut. 24­.1).
   Con ello Jesús no hizo otra cosa que seguir la línea de completar a Moisés, completando la ley de Moisés, conforme había hecho en otras ocasiones. Las cinco superaciones de "habéis oído que se dijo... yo os digo más" (Mt. 5.27-47) que constan en el Evangelio, se hallan en esta dinámica de "Nuevo Testamento, superador del Viejo".
   Y la razón que Jesús invocaba para expre­sar su capacidad de completar o rectificar los usos mosaicos esta­ba en su conciencia profética: "Aquí hay uno que es más que Moisés" (Mt. 11.13; Mt. 5. 17; 1. Jn 1. 17). El se sabía "señor del sábado" (Mt. 12. 8; Mc. 2. 28; Lc. 6. 5) y se consideraba incluso "anterior a Abraham." (Jn. 8. 58)
    El texto evangélico explicita dos aspectos claves en lo relativo a la indisolubilidad matrimonial:

   5.2.1.1. Aspecto de la tolerancia

   Jesús clarificó que el uso legal del divorcio, al igual que el de la poligamia, era una "tolerancia" mosaica: "Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así." (Mt 16. 8).
   Y declaró que El, con su autoridad, daba por terminada esa tolerancia y restablecía la indisolubilidad matrimonial: "Yo os digo que el que se separa y se casa con otra es adúltero." (Mt. 19.8)
   San Pablo lo entendió perfectamente y expresó con claridad que "es precepto del Señor para los casados el que la mujer no se separe del marido ni el marido repudie a su mujer. Y si una de las partes se separa de la otra, no se puede volver a casar" (1 Cor. 7. 10). Es adúlte­ra la mujer que, en vida del marido, se casa con otro (Rom. 7. 3); sólo la muerte del marido deja libre a la mujer para nuevas nupcias (Rom. 7. 4) La exégesis bíblica no deja lugar a dudas sobre indisolubilidad matrimonial.
    El concilio de Trento resaltó el valor indisoluble del vínculo conyugal, incluso en caso de herejía, por dificultades en la convivencia o por ausencia malévola de un cónyuge (Denz. 975). Recordó que, ni en caso de adulterio, se puede romper el vínculo matrimonial en sí mismo, inter­pretando así el discutido texto llamado "cláusula de la fornicacion" (De­nz. 977).
    Pero salió también al paso de las costumbres introducidas en la Ortodoxia griega, la cual toleró desde antiguo en caso de adulterio probado la disolución del vínculo, fundándose en Mt. 5. 32 y en Mt. 16.9 y en opiniones de algunos de los antiguos Padres griegos.

     5.2.1.2. Cláusula de la fornicación

En Mt. 5. 31-32, se indica: "Si alguno despide a su mujer, a no ser en caso de "pecado sexual", y se casa con otra, es adultero... Las variadas traducciones del término original griego de "forneia", literalmente "fornicatio", pero en sentido más amplio "infidelidad, adulterio, meretricio, unión ilegítima", han hecho de este texto un centro de discusiones y origen de diversidad de opiniones. Al margen de los problemas de auten­ticidad y originalidad que presenta esta cláusula, deja abierto un resquicio a la ruptura, discordantemente comentado por los escritores de todos los tiempos.
   Las interpretaciones han cubierto un amplio abanico bastante multiforme: desde la rígida interpretación de que, en caso de acción sexual extramarital en la mujer (no en el varón), se permite sin más el repudio de ella (no de él), hasta la más moderada de que, en ese caso de producirse ruptura por tal motivo, sólo afectará a la separación "de mesa y lecho" y sólo eso: el vínculo sigue indisoluble para la autoridad humana, si el matrimonio es pleno en compromiso (rato) y en realización (consumado).
   Este texto, que difícil de interpretar, debe ser contemplado desde la doble regla de la exégesis bíblica: su relación con otros textos y la perspectiva histórica de la tradición, sobre todo primitiva, que desemboca en las decisiones jerárquicas (de Concilios o de los Pa­pas).
   Algunos Padres antiguos como S. Basilio (Ep. 188) o S. Epifanio (Haer. 59. 4), entendieron el texto de Mt. 5. 32, influidos por la legislación civil y acepta­ron que el marido (no la mujer) puede proceder a la disolución del matrimonio y volver casarse si la mujer cometiere adulterio. Otros, como San Agustín, fue­ron defensores de la indisolubilidad incluso en caso de adulterio, aceptando la sim­ple separación, no desvinculación.
   En lo que se refiere a la interpretación católica, quedó decidido dogmáticamente en el Concilio de Trento: no se puede entender el texto en el sentido de posible ruptura del vínculo en caso de "fornicatio". Además, no se debe entender sólo de la dimensión religiosa revelada y sacramental, sino que la indisolubilidad hay que verla como una exigencia natural. Esto significa que cualquier matrimonio cristiano o no cris­tiano es "naturalmente" indisoluble.
   Esta aclara­ción, expresada por Pío XI en la Encícli­ca "Casti connubii", del 31 de Diciembre de 1930 (Denz. 2234 y 2235), sigue todavía en discusión, incluso por parte católica. Las posturas dependen de la óptica más o menos liberal de quienes las defienden y promueven.

   5.2.2. Disolubilidad extrínseca.

   Con todo, ese anuncio de posible excepción, en boca de Jesús ha dado origen a dos situaciones coyunturales que hacen, al menos en la práctica, soluble el mismo vínculo. Por muy excepcionales que se las considere, reflejan el poder de la Iglesia en dos circunstancias: ante el llama­do "privilegio paulino", que se apoya en una referencia de S. Pablo; y el por algunos llamado "privilegio petrino", que alude a la autoridad del Papa, sucesor de S. Pedro, para promover un bien mayor.
   Lo común en ambos casos es la realidad de la ruptura del vínculo. Y presupone la aceptación de la autoridad ecle­sial por motivos concretos de fe o de bien espiritual, con referencia explicita a la autoridad eclesial que proviene de Cristo.

   5.2.2.1. Privilegio paulino

   Este concepto alude a la posibilidad expresada por S. Pablo (1 Cor. 7. 12-16) de que, si alguien se convierte y su cónyuge no cristiano acepta vivir con él en paz, deben separarse. Deben seguir unidos por el amor, si se logra armonía, pues el cristiano santifica al no cristiano. Pero "si el no cristiano quiere separarse que se separe, porque el cristiano o la cristiana en ese caso ya no están vinculados."
   El principio es claro y sin discusión, basado en que la vida en la fe está por encima de la vida en el matrimonio, y la propia paz está por encima de la discrepancia en opciones religiosas.
   Con todo no fue siempre igualmente interpretada esta norma paulina para cuando un hombre o una mujer reciben el bautismo y el cónyuge no acepta ya la convivencia por este motivo de ese hecho de fe.
   Escritores antiguos hubo que entendieron el hecho como evidente supremacía de la fe por encima del vínculo matrimonial generador de la convivencia. La defensa de la propia fe en el bautizado y la oposición del no bautizado a la misma fe suponen la disolución del vínculo. Pero otros, como S. Agustín, aludieron que sólo se debía aludir a la separación de convivencia mientras durara la discre­pancia, pero no a la ruptura del matrimo­nio en sí mismo. Pero la mayor parte de los escritores se fue inclinando a una interpretación más tajante: a la ruptura del mismo matrimo­nio y a la posibilidad de nuevo enlace nupcial.
   La Iglesia se inclinó definitivamente por esta interpretación más radical y ofreció la explicación más sistemática y razonada en la Carta "Gaudeamus in Dominio" de Inocencio III, en 1201 (Denz. 405). En ella se declaró la interpre­tación que es habitual en el mun­do católi­co desde finales de la Edad Media y se recoge en el actual Derecho Canónico. (cc. 1143-1155): imposible convivencia por causa de la conersión, peligro para el convertido, aceptación de otras nupcias, respeto a otros deberes habidos como los derivados de la existencia de hijos y los derechos de justicia de la parte no convertida.

   5.2.2.2. Poder primacial

   Mejor llamado "de autoridad pontificia", que "privilegio", como algunos lo denominaron, es un planteamiento disciplinar que reclamó un estudio doctrinal, cuando en tiempos medievales algunos Pontífices reconocieron ruptura de vínculo en el matrimonio contraído de palabra, pero no consumado por cohabitación marital.
   En el matrimonio "rato y consumado" la Iglesia nunca se declaró con autoridad para romper el vínculo. En el matrimonio rato y no consumado, por un motivo razonable, la Iglesia se consideró con autoridad para "deshacer la palabra dada", si el deseo de una de las partes así lo demanda, aun cuando la otra se oponga y niegue su aprobación.
   Un motivo para esta "desvinculación" sería el deseo de llevar una vida más perfecta, como el ingreso en el monacato o en la vida religiosa, o tal vez la dedicación apostólica comprometida.
   Esta práctica apenas si hoy se puede entender en las culturas desarrolladas en donde los compromisos se disponen con tiempo y se realizan con autonomía de decisión. Pero en tiempos antiguos, en que la inferioridad de opción de la mujer era manifiesta o las convenciones sociales implicaban demasiado a los entornos familiares a costa de la libertad de las personas, resultaba natural.
   Fue el Papa Alejandro III (1159-1181) el que claramente precisó esta "doctrina de la libertad" en la Carta "Ex publico instrumento". Declaró que, antes de la consumación del matrimonio, uno de los cónyuges podría entrar en religión, incluso contra la voluntad del otro. La importancia otorgada entonces a la "posesión carnal" de la mujer, como síntoma de plenitud matrimonial, motivaba posturas de este tipo, así como la situación social en que la mujer era llevada al matrimo­nio o al monasterio al margen de su voluntad libre. (Denz. 395-397)
   La autoridad pontificia en esta desvinculación se hizo extensiva a otros aspectos o ámbitos que no fueran el ingreso en el claustro. Tal fue el caso de matri­monios concertados en edades prematuras por presiones o convenciones socia­les o también de matrimonios políticos incluidos en pactos de Estado. En algunos ambientes, aspectos económicos relacionados con las dotes de los contrayentes implicaban pactos matrimoniales complejos, que más que expresiones de con­senti­miento entre personas resultaban apalabramiento entre grupos interesados.
   Desde el siglo XV, con  Antonino de Florencia (+ 1459) y Juan de Torquemada (+ 1468) entre otros, la defensa de esta doctrina fue habitual. Desde Benedicto XIV (1740-1758), con la Declaración "Matrimonia", del 4 de Noviembre de 1741, la doctrina se hizo oficial en la Iglesia y la práctica, cuando hubo precisión de aplicarla, resultó habitual.
   El Derecho actual de la Iglesia determina que "el matrimonio no consumado entre bautizados, o entre parte bautiza­da y no bautizada, puede ser disuelto por causa justa por el Romano Pontífice, a petición de ambas parte o de una de ella, aunque la otra parte se oponga.” (C.D.C. c. 1142)"

   5.3. Fidelidad

  La fidelidad es la permanencia en el amor sin oscilación o ruptura del mismo. Es la exclusividad y total entrega al propio cónyuge, sin complementos ni afectivos ni sexuales de otro tipo. Es adulte­rio la actividad sexual con otra persona que no sea el cónyuge: es desorden, abuso, injusticia y violación de la palabra dada.
   Ni que decir tiene que, contra algunas costumbres o criterios sociales frecuen­tes, tan detestable es el adulterio del esposo como el de la esposa, por ser ambos atentados a la justicia, a la sinceridad y al honor. La fidelidad alude a la estabilidad y exclusividad en la entrega amorosa, no sólo en los hechos, sino también en deseos y en intenciones.
   En el mensaje evangélico se declara con claridad: "Habéis oído que se os dijo que no cometerás adulterio... Yo os digo más: quien mira a una mujer con deseos hacia ella, ya adultera en su corazón.” (Mt. 5. 27-28)
   Sin la fidelidad en el amor, no se pue­de vivir el matrimonio en su pleni­tud sacramental, pues no se revive y se refleja el amor de Cristo a la Iglesia y de la Iglesia a Cristo, que fue total y "hasta la muerte".
   Es importante enseñar a los contrayentes, antes del enlace sacramental, y a los ya esposos, después del compromiso, a vivir la plenitud matrimonial con la comunidad de vida, con la continua for­mación en el amor, con la actitud altruista que la madurez humana exige. Esto nunca se consigue del todo, pero lograrlo de modo suficiente es condición de felici­dad.
   Además, el continuo descubrimiento de las dimensiones éticas, estéti­cas y espirituales de la misma sexualidad, hacen al hombre seguro ante sí mismo y testigo de los valores superiores ante los demás, cosa que impli­ca ver en el amor mucho más que las meras satis­fac­ciones sensoriales y la posesión de los bienes que la convivencia implican.

 

 

  

 

   

   6. Signo sacramental.

   El signo sensible del sacramento con­siste en la expresión pública del consentimiento ante la comunidad cris­tiana y ante los testigos designado por la ley de la Iglesia.
   Por eso el matrimonio sacramental es algo muy diferente al simple compromiso o contrato conyugal. El sacramento pertenece al orden de la gracia y el compromiso responde a la demanda de la naturaleza.

   6.1. Hecho natural

   Si el hombre es libre para hacer cualquier contrato con otro ser humano, incluso un contrato conyugal, amparado y regulado por todas las legislaciones vigentes en el ámbito civil y social y en el que los términos acordados sólo dependen de quie­nes lo formulan, en el contrato matrimonial hay dos limitaciones: una natural y otra sobrenatural.
   La natural viene dada por la misma esencia y finalidad del contrato matrimo­nial: conyugalidad, intimidad, posible fecundidad. Su base es la razón. Su objeto la convivencia intersexual. Con él, el ser huma­no, varón o mujer, ofrece parte de su libertad al conyuge (entrega, exclusividad, fidelidad) y acepta lo mismo del otro.
   Y por su naturaleza, tal compromiso implica también a los otros seres humanos que pueden surgir de la unión conyugal. No es un contrato como otro cualquiera, que se establece o se disuelve de común acuerdo sin más.
   La sobrenatural proviene de la identidad de sacramento del mismo matrimonio, que es más que aun acuerdo natural. Es un hecho de fe y de gracia y su identidad sólo se define por la revelación (la Palabra de Jesús) y según la enseñanza de la Iglesia (leyes canónicas). Este contrato es, por voluntad de Cristo, sacramento. Ello quiere decir que es vehículo de gracia y origen de vínculo indisoluble querido por Dios.
   Diversos Pontífices recientes: Pío IX, León XIII y Pío XI (Denz. 1854, 1640, 1766, 1773, 2237), ante las tendencias a secularizar el matrimonio y reducirlo a contrato civil entre partes, recordaron y actualizaron la tradicional doctrina cristiana de que, en el matrimonio entre bautizados, el sacramento es inseparable del contrato o com­promi­so.
   Por tan­to, todo matrimonio entre cristianos es, en sí y por sí mismo, sacramento y debe ser realizado conforme a las exigencias evangélicas, pues no otra cosa son las leyes de la Iglesia.
   Los cristianos respetan y comprenden cualquier unión matrimonial entre los no cristianos, siempre que sea compatible con la dignidad humana, por ejemplo con la libertad e igualdad de la mujer.
   Pero, ante los ojos de los creyentes, no pasa de mero concubinato cualquier unión entre bautizados que no responda a esas leyes eclesiales.

   6.2. El consentimiento sacramental

   El signo sensible, el sacramento, radica en la expresión externa del consentimiento, de modo que no es suficiente la intención, el hecho de la cohabitación o la concertación oculta o secreta.
   La vinculación sacramental reclama la formulación abierta e implica el testimonio de la comunidad, a través de sus testigos autoriza­dos. No será signo válido el consentimiento en ausencia de testigos que, según la normativa de la Igle­sia, son el sacerdote (obispo o párro­co) con cura de almas, o su delegado autorizado, y los otros testigos, los cuales son sufi­cientes, si el sacerdote no puede hacerse presente en un plazo de tiempo prudencial (el plazo exige el dere­cho canónico, c. 1116 & 2).
   La bendición sacerdotal, los interrogatorios y declaraciones, las exhortaciones y los otros ritos litúrgicos, no pertenecen a la esen­cia del sacramento, si bien configuran las hermosas y expresivas maneras de hacer pública la unión.
   Lo radicalmente constitutivo del enla­ce matrimonial es el consenti­miento. Por eso se requiere clara señal de entrega y de aceptación mutua por parte de cada cónyuge, con palabras (sí quiero) o con signos de consentimiento.
   No existe en el sacramento estricta­mente "materia y forma", hablando en terminología escolástica. Algunos teólo­gos quisieron ver en los derechos y deberes del matrimonio algo similar: el ejercicio sexual, ius in corpus, como materia; y la aceptación mutua del mis­mo derecho, como forma.
   Melchor Cano (+ 1560) ponía la materia en el contrato matrimonial y la forma en la bendición del sacerdote. Entre los galicanos se considera que el sacramento está constituido por la bendición sacerdotal y miran el contrato matrimonial como presupuesto del sacramento. En la teología ortodoxa griega predomina la opinión de que el contrato y el sacra­mento del matrimonio son realidades diferentes. El sacramento se constituye, según ellos, por el consentimiento de los esposos y miran como forma la oración y bendición del sacerdote.

 

   7. Los efectos del sacramento

El sacramento del matrimonio es una fuente de gracias divinas y de efectos sobrenaturales para los creyentes que lo contraen, bajo el impulso natural del amor, pero con la óptica espiritual de dar testimonio del amor divino.

   7.1. La gracia santificante

   Los cristianos que reciben este sacramento se enriquecen con una amistad divina mayor y con riqueza sobrenatural de más elevación. Como sacramento de vivos, el matrimonio requiere ser recibido en gracia de Dios y, por lo tanto, es previa la conversión penitencial y la renuncia al pecado si ese estado no existiera.
   La gracia se incrementa, pues, en el sacramento y con ella se reciben con mayor abundancia los dones del Espíritu Santo y las virtudes sobrenaturales, regalos divinos que acompañan al au­mento de ese don celeste.
   Al ser una acción compartida, la peculiaridad de esta gracia tiene también cierto sentido de bien solidario e individuo y une sobrenaturalmente a quienes se benefician de ella, haciendo a los espo­sos más conscientes de su unión en el Cuerpo Místico de Cristo
   Como miembros de la Iglesia, van a necesitar más esa riqueza sobrenatural para cumplir con los deberes de su nuevo estado y con los reclamos de la comunidad de fe a la que pertenecen.
   Con la gracia santificante se les concede también el derecho a las gracias actuales, necesarias para cumplir los deberes conyugales y paternales: convivencia, ejemplaridad, fecundidad, procreación, educación de los hijos.
   En algunas épocas antiguas, esta valoración de la gracia "conyugal" quedó eclipsada por cierta impresión de que el matrimonio era una "tolerancia" con la "bajeza" de los instintos sexuales y ante el ardor de la carne. Así, por ejemplo, los discípulos de Abelardo: Armando, Pedro Lombardo, Pedro Cantor, entre otros, pensaron que el sacramento del matrimonio era un reme­dio contra el mal instinto y por eso no podía conferir gra­cia. Santo Tomás combatió semejante opinión y resaltó el carácter de medio sobrenatural del sacramento matrimonial, ensalzando la dignidad sobrenatural de la conyugalidad. (Summa contra Gent. IV. 78)

   7.2. El vínculo conyugal

   Además de la gracia, el sacramento genera un vínculo o atadu­ra moral y religiosa, que une los espo­sos durante toda su vida en indisoluble comunidad de vida. S. Agustín comparó ese vínculo sagrado con el carácter del bautismo, que nunca se borra ni aun después de la muerte. Del mismo modo, los cónyuges quedan unidos para siempre por un signo religioso, que es el sacramento. (De nuptiis et concupiscen­cia I. 10. 2)
   Sin embargo, el matrimonio no es tan eterno como el carácter bautismal. Se termina con la muerte de uno de los conyuges y se puede repetir con las mismas características, dones y exigencias en veces posteriores, siendo tan perfectos sacramentalmente los posteriores como el primero. (Rom. 7. 2; 1 Cor. 7. 8 y 39; 1 Tim. 5. 14)

   7.3. La gracia matrimonial

   El Matrimonio es don de Dios y Cristo lo quiso como tal. Además de motivo de alegría humana y divina, es fuente de una gracia singular para convertir en sobrenatural la mutua entrega natural.
   Como sacramento, es cauce importante de ayudas divinas particulares para dar sentido santificador al hecho de la convivencia conyugal, a fin de vivir el amor humano de forma creadora.
   Esa gracia sacramental hace del amor mutuo un cauce de santi­ficación personal y compartida con el cónyuge, dispo­ne la vida de cada esposo para ser compatible con la santidad y  para ser reflejo del amor de Dios, ante los hijos sobre todo; y abre a los demás creyentes el testimonio de la fecundidad.
   Hasta se puede pensar que se suavizan las dificultades normales de la convivencia, logrando incrementar los aspec­tos positivos en el orden espiritual. En el nivel psicológico, como es natural, nada aporta esa gracia si las personas libre­mente no cooperan con ella.
    Además el Matrimonio, vivido como proyecto y como vocación, hace posible el compartir con otros la propia riqueza espiritual y humana. Se purifica la afectividad y se difunde la paz de que se disfruta, se abre la persona a nuevas perspectivas de servicio eclesial y de donación social y se comparte con todos la felici­dad.
   Lo importante es que el Matrimonio no se empo­brezca con actitudes restrictivas, limita­das o frustrantes, como en el caso de considerarlo como restricción de la libertad o simple ocasión de placer genital. Quien sólo viera esto denotaría una pobreza ética cercana al trastorno psicopático.

   8. Ministros y sujetos
 
   Los contrayentes se administran mutuamente el sacramento del matrimonio. No hay más ministros que los mismos cristianos que se enlazan matrimonialmente.
   Y bueno será que los contrayentes se preparen para hacerse conscien­tes de esa dignidad ministerial, purificando con suficiente instrucción sus terminologías y captando su protagonismo en el orden cristiano, como habitualmente lo descubren pronto en el orden social.
   Como la esencia del sacramento del matrimonio consiste exclusivamente en el contrato matrimonial, los dos contrayentes son ministros y sujetos al mismo tiempo de este sacramento. Cualquier forma o tradición social que pretenda dar prima­cía al varón sobre la mujer se aparta de la realidad sacramental, aunque se halle en uso en algunas culturas o haya sido tradicional en la historia.
   El sacerdote, que como representante de la Iglesia, asiste, testifica y bendice el matrimonio, perno no administra. No es ministro sino testigo. Ratifica el consentimiento mutuo de los esposos y bendice el matrimonio como ministro especial de la Iglesia.
   Por eso, en la liturgia actual de la Iglesia latina, acoge en la iglesia a los novios, sondea sus disposiciones, bendice los signos de la alianza y recoge las palabras de consentimiento.
   Pero su función no es necesaria, pues puede existir el sa­cramento sin su presencia. Sin embargo sí es ministro de las acciones religiosas que acompañan: plegarias, eucaristía, bendiciones, etc.

   8.1. Validez

   Con todo es importante entender que, como sacramento cristiano y para que sea válido como tal, con sacerdote testigo o sin sacerdote testigo, tienen que darse unas condiciones impuestas por la Iglesia, que es quien tiene autoridad para admi­nistrar los sacramentos y clari­ficar sus exigencias.
   Ella pues, posee el poder y el deber de regular el matrimonio, aunque los ministros sean los contrayentes.
   La Iglesia tiene normas; unas son tan condicionantes que, si no se cumplen, no hay sacramento. Son los "impedimentos dirimentes" o condiciones de validez. Están expresados en el Código de Derecho Canónico (Cc. 1073 a 1094) o Ley de la Iglesia.
   Hay otras normas que son obligato­rias, pero su incumplimiento hacen el matrimonio ilícito (ilegal) pero válido. La Igle­sia por justo motivo puede dispensar de su cumplimiento o existencia.
   Los principales impedimentos dirimen­tes, o invali­dantes del matrimonio si no existen, son los siguientes:
      - El bautismo. Es evidentemente que si los contrayentes no son cristianos, no existe sacramento, aunque haya com­promiso y amor mutuo.
      - La consanguinidad. No puede haber parentesco natural en línea recta ascendente o descendente y en línea colateral hasta el segundo grado (ser hermanos).
      - La edad. Se precisa tener una edad suficiente, que el Derecho de la Iglesia pone en los 14 años para la mujer y en los 16 para el varón. Las Conferencias episcopales puede retrasar esas edad y las leyes civiles también suelen demorar­la según las costumbres de cada país.
    - La aptitud matrimonial. La incapacidad fisiológica (la impotencia, por ejemplo, no la esterilidad) o psíquica (subnormalidad) de tal nivel que incapaciten para el ejercicio matrimonial impiden un consentimiento claro o suficiente para el compromiso que se adquiere. Con todo los niveles de incapacidad varían mucho y plantean muchos problemas que se deben resolver en clave de aptitud para el amor, que es mucho más decisivo que la aptitud copulatoria.
     - El vínculo sagrado. El haber recibido el Orden sacerdotal o haber emitido Profesión perpetua en Orden monástica de votos solemnes, impiden, si no se obtie­ne dispen­sa especial de la Sede apostólica, el nuevo vínculo matrimonial.
    - El delito específico contra él vínculo. Invalida el matrimonio el crimen contra conyuge propio o del contrayente, cometido para poder dejar libre el camino al nuevo matrimonio.
    - La libertad de consentimiento. Si no hay tal situación por coacción o dolo, por error sobre la persona o ignorancia invencible sobre el compromiso, se invalida el acto de aceptación y el matrimonio no puede ser válido.
    -  La presencia real y personal. Tienen que asistir físicamente o por procurador (matrimonio por poderes) ambos contrayentes. No es reconocida como válida la presencia simulada (por Televisión o internet). Y la presencia por representación sólo es posible si el motivo de la ausencia es grave, si hay mutuo consentimiento y si la urgencia de proceder al matrimonio es evidente.

   8.2. Licitud y dignidad

   Otras muchas normas rigen el matrimonio por parte de la Iglesia, que en todo caso pretende salvar la santidad del vín­culo, la dignidad de las personas y la naturaleza del signo sacramental.
   Entre las principales normas eclesiales para que el matrimonio sea lícito, se pueden recordar las siguientes:
    - El consentimiento y la colaboración en la investigación previa sobre posibles inconvenientes (obstáculos), mediante informaciones y proclamas en la comunidad cristiana a la que se pertenece.
   - La aceptación de registros escritos poste­riores al consentimiento por parte de los contrayentes y de los testigos (padrinos), salvo que se autorice por de la autoridad competente un matrimonio reservado, más que secreto, por motivo grave. En este caso la constancia se hace en documento también reservado.
  - El no tener consanguinidad. Las de primer grado, hermanos y ascendientes o descendientes nunca es tolerable. La colateral de tercer o cuarto grado (ser primos) puede ser objeto de dispensa general o parti­cular.
  - El contraer el matrimonio en la comunidad parroquial a que pertenece uno de los contrayentes o en lugar sagrado diferente, si se obtiene autorización para ello.

 

     8.3. La disparidad de cultos

Es objeto de controversia entre teólogos si el matrimonio de una persona bautizada con otra que no lo está es sacramento para la bautizada.
   Cuando uno de los dos no está bautizado, no hay plenitud sacramental, pero la parte católica recibe un apoyo "cuasisacramental" que es muy importante para su vida sobrenatural. Incluso se debe afirmar que sólo el contrayente bautizado es capaz de recibir el sacramento y el contrayente no bautizado es capaz de administrarlo.
    Si una parte está bautizada, pero no es católica (dis­paridad de culto), se precisa autorización del Obispo correspondiente. Sólo la otorga si hay compromiso de educar cristianamente a los hijos que se tuvieren. En este punto la Iglesia asume la primacía de la conciencia de los padres como criterio.
    Cuando dos personas casadas se convierten a la fe cristiana, es posible que el matrimonio puramente natural que en su momento realizaron se eleva a la categoría de sacramento matrimonial, con las gracias sacramentales correspondientes. Tal vez se dé esta elevación al recibir el sacramento del Bautismo o acaso en el primer acto expresivo de su amor mutua después de recibido el sacramento.

   8.4 Sanación matrimonial

   Si un matrimonio ha sido contraído con algunos impedimentos y llegan luego a conocerse, se debe regularizar la situación si es posible hacerlo.
   Se denomina "sanación matrimonial" a la declaración eclesial de validez, que se da, o puede darse, si los impedimentos eran de tal naturaleza que podían dispensarse.

Si eran impedimentos no dispensables, (dirimentes), la sanación no puede existir, por cuanto el matrimonio no puede contraerse.

 
 

  

   9. Potestad de la Iglesia

    La Iglesia posee derecho propio y exclusivo para legislar y juzgar en las cuestiones relativas al matrimonio de los bautizados, en cuanto se trata de un sacramento instituido por Jesús.
   El Concilio de Trento fue el que en los cánones aprobados en la sesión del 11 de Noviembre de 1563 (Denz. 982) proclamó el derecho y el deber de la autoridad de la Iglesia a juzgar y dirimir todas las causas matrimoniales entre cristianos. Esta doctrina eclesial fue renovada por Pío VI en 1782 y por Pío IX, en el Sylla­bus de 1867 (Denz. 1774).
   Ni que decir tiene que esta referencia a la autoridad judicial de la Iglesia en las causas sacramentales se refiere a sus aspectos sacramentales y no a las concomitancias civiles: sociales, económicas o legales, que dependen de la legisla­ción de cada país.
   Por eso la Iglesia dictó normas concretas y precisas sobre el sacramento del matrimonio ya desde los primeros días del cristianismo (1 Cor. cap 7) y fue resolviendo los diversos problemas que se presentaron en algunas cristiandades a lo largo de los siglos.
  Los países cristianos que reconocieron su autoridad en este terreno evitaron legislaciones civiles opuestas a las reli­giosas. Y la misma Iglesia por lo general no se inmiscuyó en la normativa matrimonial que no afectara a la dimensión sacramental: nombre de los hijos y bie­nes de los esposos, tiempos y formas del enlace, efectos hereditarios, etc.

   10. Preparación matrimonial

   Si el Matrimonio es una realidad, un estado y un compromiso tan importante, resulta lógico que las personas que aspiren a vivir esa situación en plenitud se preparen para ella.
  Se llama Noviazgo, o período de descubrimiento de novedades, al tiempo en que dura el acercamiento y al conocimiento entre los que van a ser esposos.
  Comienza por una acercamiento afectivo que hilvana simpatías, preferencias, atractivos naturales. Continua por un conocimiento cada vez más personal e íntimo que llega desde los aspectos corporales hasta los morales e intelectuales. Termina en compromisos firmes, que van desde los proyectos hasta las decisiones irreversibles.
   El noviazgo supone madurez suficiente en quien lo inicia, pues no es un juego ni un entretenimiento. Supone el respeto mutuo, ya que es un proceso que puede avanzar o retroceder, según la concien­cia y las disposiciones de ambos miembros de la pareja y no sólo de uno de ellos.
   El noviazgo, como el matrimonio, afecta por igual al varón y a la mujer. Cual­quier discriminación entre ellos ha de ser rechazada por injusta. Ni la mujer es posesión del marido ni el marido lo es de la mujer.
   Requiere una verdadera intención de educarse para la vida de amor, entendiendo por tal la conquista de valores mucho más profundos que la mera instrucción sexual, orgánica, afectiva, legal o social.
   Cristianamente el noviazgo se presenta, no sólo como tiempo de conocimiento mutuo, sino como un deber de prudencia cristiana ante la naturaleza sagrada del vínculo matrimonial. Por eso los novios deben orientar sus planes formativos también a los aspectos religiosos y sacramentales, los cuales descubiertos con claridad y acepta­dos con libertad llevan el sacramento a su plenitud.

    10.1. Educación en el amor

   Es importante ver el matrimonio como una llamada de Dios al amor mutuo entre personas libres y como el cauce del Creador para la propagación de la vida y la realización de las perso­nas.
   Ni el matrimonio tiene sólo por fin la procreación de abundante prole ni el matrimonio queda sano, si se elimina la natural tendencia a transmitir la vida.
  Es el proyecto compartido entre ambos esposos el que puede dar la clave de la familia que brotará del amor y de la vida matrimonial. El amor egocéntrico y parcial no es pleno amor.
   Los progresos de la biología, de la sociología, de la psicología, incluso la flexibilidad de los criterios morales de signo cristiano que cada vez ha ido resaltando más el valor de la conciencia de los esposos en este terreno, han permitido resaltar que la cantidad de hijos en sí misma no es un bien matrimonial, sino el amor con el que se les engendra, educa y catequiza.
   Los hombres deben usar su inteligencia y su libertad en todas sus acciones, incluso en sus actitudes y actos matrimoniales. Es la conciencia y la razón las que deben primar sobre el instinto en los proyectos familiares.
   Se tiende a llamar paternidad responsable e inteligente al uso de esas facul­tades superiores para superar la mera instintividad biológica. Cuando los esposos eligen tener hijos, usando todos medios que son conformes con la naturaleza y con la vida, no hacen otra cosa que poner su inteligencia y su corazón al servicio del plan divino.
   Esta actitud cristiana, alejada de cualquier postura integrista poblacionista y mucho más de ideas maltusianas y antipoblacionistas, contribuye a resaltar el ideal matrimonial. A veces se incurre en la ofensa matrimonial de considerar lícito cualquier sistema de freno pobla­cional en países de amplia natalidad. Y se alaba como ventajosa la promoción de nacimientos en otros lugares cuya po­blación envejece.
   La moral matrimonial que promueve el cristianismo se halla por encima de intereses o coyunturas pragmáticas o locales. Mira sobre todo a la dignidad de los esposos, a los planes de Dios sobre los hombres que descubrimos en su Palabra revelada y a la misma enseñanza de Jesús.

 

   10.2. Celebración del sacramento

   Tradicionalmente y en todas las culturas, los desposorios han revestido siem­pre carácter festivo y celebrativo.
   La Iglesia también ha visto y ve en la celebración del sacramento matrimonial una acción gozosa que merece la pena solemnizar con los protagonistas, tanto por lo que significa de compromiso reli­gioso, como por la esperanza en el porvenir que todo matrimonio augura.
   Al ser un acto de consagración y compromiso, la Iglesia lo ha rodeado de diversas normas y plegarias litúrgicas.
   - En cuanto a las normas, la Iglesia ha querido siempre cerciorarse de las condiciones de libertad, de consentimiento y de autenticidad.
   - Por lo que se refiere a las plegarias, la Iglesia celebra la liturgia matrimonial con sentido de gozo y acción de gra­cias.
   Por eso suele hoy realizarla en la Eucaristía que la comunidad celebra como regocijo por el consentimiento de los contrayentes.
   Con ese gozo, en el que se hace vivo y como visible el amor de Cristo a la Iglesia y el que la Iglesia siempre profesa con fidelidad al mismo Cristo, el sacra­mento llega a su plenitud.

   10.3. Defensa matrimonial

   Múltiples atentados a la dignidad del Matrimonio se producen en los tiempos recientes: en la frivolidad de los films y repor­tajes televisivos, en la pren­sa y en los intereses económicos de formas comerciales que manipulan los valores de la intimidad, en las costumbres me­nos elegantes que se establecen en las sociedades consumistas.
   Muchas veces se disfrazan de mitos de libertad y de autenticidad. Sin embar­go sólo los necios se dejan engañar por los reclamos de personas que no puede ni conocer de lejos lo que es el amor ni lo que de grandeza humana se esconde detrás de sus armoniosos himnos de alegría.
   Entre algunos atentados de los que los jóvenes tienen que aprender a defen­der­se o protegerse, podemos citar entre nosotros

   10.3.1. Las falsas imá­genes.

   Detrás de la sonrisa reflejada en el ídolo fotografiado en un póster, siem­pre hay que sospe­char un hombre que sufre, goza, llora, espera, teme y vive como los de­más. No hay pensar que su vida de amor es hermosa porque su sonrisa vacía brille entre oropeles en la policromía impresa o en los seriales televisivos. La felicidad en el amor siem­pre tiene un límite: la fidelidad. Y tiene un precio: la intimidad. Lo demás es mentira.

  10.3.2. La homosexualidad.

  Se defien­den a veces otras alterna­tivas a lo que ha hecho la naturaleza, como acontece con los movimientos influyentes que promue­ven otros tipos de amor que rompen las exigencias naturales.  Hablar de matrimonios homosexuales, de parejas de hecho, de comunas pro­miscuas, etc. como alternativa matrimonial, no deja de ser una farsa de mal gusto ante la dignidad del sacramento.
   Quien pretende ser más sabio que la naturaleza, la cual perfiló los dos sexos durante millones de años, está condenado a no gozar nunca de la belleza y de la intimidad. Puede destruir la misma naturaleza en poco tiempo y descubrir tarde el alto precio de su error.

   10.3.3. La liberación sexual.

   Muchas veces se le presenta con palabras falaces de revolución, de libertad, de autenticidad, de destrucción de inhibicio­nes o de barreras, de normas arcaicas o de prejuicios de clase.
   El amor es tan fuerte que ata. Quien no es capaz de dejarse atar por sus reclamos, confunde sensación con amor. Se inhabilita a sí mismo para el amor de la paternidad, de la maternidad, de la feminidad, de la virilidad.
   La trampa del erotismo ambiental afecta a muchas personas que se creen libres por dejarse arrastrar por el libertinaje. Es demasiado noble el amor para que puede reducirse a un envoltorio frágil de sensaciones que, una vez usado, se desprecia y se abandona.

   10.3.4. El divorcio.

   Cuando alguien se niega a vivir la pala­bra de fidelidad que un día se ofre­ció a una persona amada, algo sagrado se rompe en su interior y se destruye en su entorno. Después de la disensión, viene la separación; y se intenta arreglar con la anulación, como si en la vida o en la historia se pudiera volver hacia atrás.
   Se pretende conseguir una pretendida libertad para nuevas aventuras de infidelidad. Se dejan en el camino jirones de la propia dignidad. A veces, sobre todo si los hijos tienen que sufrir los efectos de las disensiones, lo que hay detrás de la separación es falta de valores humanos.
   La infidelidad o el fracaso, que laten en la raíz de todo divorcio, deben ser tratados con respeto como la Iglesia lo hace; pero no deben ser ocultados ante los que deben aprender de los errores o debilidades ajenos para protegerse de caer en su repetición.

  10.4. Realización en el amor

  El matrimonio sólo se puede entender como sacramento, como misterio, del cual Dios en la Escritura Sagrada ha dicho una palabra.
   Por ejemplo, S. Pablo escribía: "Vosotros, los maridos, amad a vuestra mujeres, como Cristo amó a su Igle­sia, que por ella entregó su vida a fin de consagrarla a Dios, purificándola por el agua y por la palabra...
   Se preparó así una Iglesia radiante, sin mancha ni arru­ga ni nada semejante, una Iglesia santa e inmaculada. Este es el modelo según el cual los maridos deben amar a sus mujeres.
   Y por esta razón, dice la Escritura, "dejará el hombre a sus padres y se unirá a su mujer y ambos llegarán a ser como una sola persona" (Ef. 5. 27-32)

 

   

CELEBRACION LITURGICA DEL MATRIMONIO

Entrada.

 Puestos en pie los asistentes, estando los testigos a los lados de los novios, el Celebrante se dirige a ello y dice:
 “Habéis venido aquí, queridos hermanos, para que Dios garantice con su sello vuestra voluntad de contraer Matrimonio ante el ministro de la Iglesia (ante mí como delegado del Obispo para este acto) y ante la comunidad, y fortalezca vuestro amor con su bendición, para que os guardéis siempre mutua fidelidad y podáis cumplir con las demás obligaciones del Matrimonio. Por tanto, ante la comunidad eclesial, os pregunto sobre vuestra intención.

 Escrutinio  

  El que preside interroga acerca de la libertad, la fidelidad y la aceptación y las intenciones sobre la educación de la prole. Cada uno de ellos responde:

 -  N. y N., ¿venís a contraer Matrimonio sin ser coaccionados, libre y voluntariamente?
    R.   Sí, venimos libremente.
 —  ¿Estáis decididos a amaros y respetaros mutuamente, siguiendo e] modo de vida propio del Matrimonio, durante toda la vida?
    R. Sí, estamos decididos.
 (La siguiente pregunta se puede omitir si las circunstancias lo aconsejan, por ejemplo si los novios son edad avanzada)
  - ¿Estáis dispuestos a recibir de Dios responsable y amorosamente los hijos, y a educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?
     R. Sí, estamos dispuestos.

Consentimiento

   El que preside invita a los novios a expresar el consentimiento:
   “Así, pues, ya que queréis contraer santo Matrimonio, unid vuestras manos, y manifestad vuestro consentimiento ante Dios y su Iglesia”.

   Se dan la mano derecha.
    El varón dice:
    Yo, N., te recibo a ti, N., como esposa y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida.
    La mujer dice:
    Yo, N., te recibo a ti, N., como esposo y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la alud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida.
 
   Si parece más oportuno, el que preside puede solicitar el consentimiento de los contrayentes por medio de un interrogatorio.
  En primer lugar interroga al varón: 
   N - ¿Quieres recibir a N., como esposa, y prometes serle ¡el en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarla y respetarla todos los días de tu vida?
   El varón responde: Sí, quiero.
   N. ¿Quieres recibir a N., como esposo, y prometes serle fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud v en la enfermedad y así amarlo todos los días de tu vida?
  Ella responde. “Sí, quiero

Confirmación del consentimiento.

  El que preside recita la siguiente plegaria al recibir el consentimiento de los esposos:
 
   Les dice a los esposos. “El Señor confirme con su bondad este consentimiento vuestro que habéis manifestado ante la Iglesia y os otorgue su copiosa bendición.
Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios que unió a nuestros primeros padres en el paraíso, confirme este consentimiento mutuo que os habéis manifestado ante la Iglesia y, en Cristo, os dé su bendición, de forma que lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre.”
     Bendigamos al Señor.

 Todos responden:  Demos gracias a Dios.
 
 Bendición y entrega de los anillos

 El Señor bendiga estos anillos que vais a entregaros uno al otro en señal de amor y de fidelidad.
 R.   Amén.
 N., recibe esta alianza, en señal de mi amor y fidelidad a ti.
  Si es cristiano puede añadir: En e] nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
 N., recibe esta alianza,
 en señal de mi amor y fidelidad a ti. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

 Bendición y entrega de las arras

  El sacerdote dice:
  Bendice, Señor, estas arras, que N. y N. se entregan,
  y derrama sobre ellos la abundancia de tus bienes.

  El esposo toma las arras y las entrega a la esposa diciendo:
   N., recibe estas arras como prenda de la bendición de Dios y signo de los bienes que vamos a compartir.
   La esposa igualmente toma las arras y se les entrega al esposo diciendo:

   N., recibe estas arras como prenda de la bendición de Dios y signo de los bienes que vamos a compartir