Masturbación
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       Acción sexual autoestimuladora, cuya interpretación moral depende de la causalidad de donde procede, del grado de voluntariedad y libertad de la misma y del nivel madurativo de la persona que la práctica.  En principio, en la acción masturbatoria hay que diferenciar lo que es propiamente sensorialidad y lo que es sexualidad. El primer concepto depende de la sensibilidad perceptiva y de la tendencia hedónica del cuerpo, que se vincula especialmente a regiones genitales del organismo. El segundo concepto implica estimulación directa de las capacidades reproductoras y sus estímulos anímicos: fantasía, instintos, experiencias, y no sólo los órganos geni­tales.
   Superadas determinadas actitudes represivas y prejuicios de tiempos pasados y de su actitudes maniqueas, la moralidad del primer aspecto (la sensorialidad) debe ser juzgada serenamente como se hace con cualquier otro acontecimiento senso­rial corporal. Así hay que mirar la fre­cuente masturbación infantil, procedente del placer y de la curiosidad que el niño experimenta manipulando sus zonas erógenas.
   La estricta estimulación genital, en cuanto tal (sexualidad) sólo puede acontecer cuando la madurez fisiológica (estructuras nerviosas genitales) y sobre todo psicológicas (fantasías, intereses, experiencias) dispone y desencadena el instinto reproductor y las satisfacciones que su realización provocan.
   Es dudosa la interpretación pansexualista que hace el psicoanálisis freudiano de todos los hechos y de todas las propensiones hedónicas del individuo. Por lo tanto es dudoso que se pueda identificar la manipulación genital de los niños (etapas oral, anal y fálica) con estricta masturbación. Ni siquiera a partir de los 5 años (etapa de latencia) se podría hablar de nada que tenga que ver con el instinto reproductor y la peculiar sensibilidad que le estimula.
   Educativamente, y en lo catequístico hay que ajustarse a ello, conviene evitar por igual la polarización y la trivialización de los hechos masturbatorios, cuando se advierten o cuando se previenen en la etapa formativa de la persona. Ni es bueno anatematizarlos obsesivamente, provocando un incremento de atención o de interés en los mismos; ni es prudente menospreciarlos, como si de otros hechos fisiológicos se tratara. La naturalidad ayuda a evitar ambos extremos y a educar la sensibilidad ética.
   El mejor procedimiento es enmarcarlos en una prudente actuación pedagógica que tenga que ver con el cultivo de la intimidad y del pudor, con la alabanza a la dignidad del cuerpo y a la elegancia, con la invitación a la austeridad y al autocontrol como valores superiores del hombre y, cuando el caso llegue, con el rechazo de la pereza y del hedonismo caprichoso como una forma de comportamiento con el propio cuerpo. No es fácil esto en ambientes erotizados y en culturas audiovisuales, en las que la actividad genital se convierte en estímulo mercantil o en obsesión colectiva que roza lo psicopatológico.
   Y desde el punto de vista cristiano, no se debe eliminar el criterio creacional de la sexualidad, que exige el sometimiento del placer genital a los objetivos inteligentes del ser humano: que es racional, libre y espiritual y es el único ser capaz de superar los mecanismos instintivos con ideales superiores como el amor, el respeto, el goce estético.
   Los aspectos morales de la masturbación no son fáciles de dilucidar con criterios idénticos o equivalentes para todos. Si no es correcto criminalizar toda acción masturbatoria, menos lo es el ignorar lo que tiene de incumplimiento moral su práctica, al menos a la luz del mensaje cristiano clarificado por la Tradición y por el Magisterio, que siempre la rechazaron en las personas maduras y la valoraron como desajuste ético. (Ver Sexualidad)