Nacionalismo
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        Se ha identificado con frecuencia nacionalismo y patriotismo y se ha considerado como tal el sentido de independencia de una región geográfica, de una persona utópica, de un grupo agresivo, en los que actúan más los sentimientos irracionales y exaltados, que se pusieron de moda en los tiempos del romanti­cismo decimonónico, que las razones serenas, los valores nobles y la solidaridad con todos los hombres de un país, un estado o una patria.
    Las naciones, los reinos, los países, los estados, han ido evolucionando con el paso de los siglos. El patriotismo es una virtud que fomenta la adhesión de cada persona con el lugar, la cultura, la lengua y sobre todo la sociedad humana en la que ha nacido y a la que pertenece su tronco familiar. Como tal es una virtud, un deber y una riqueza que debe ser cultivada.
   Pero puede desembocar en una irracional postura intransigente con los discrepantes, agresiva contra las minorías, xenófoba con los procedentes de otros lugares, pueblos o culturas. En ese caso deja de ser virtud y se convierte en opre­sión, manipulación, grave pecado contra la dignidad humana y contra la justicia. Entonces no puede llamarse patriotismo (amor a la patria), sino patrioterismo (engaño, opresión y atropello).
    El mensaje cristiano no tiene otra cosa que decir al respecto que defender la caridad para con el prójimo, la solidaridad entre los grupos humanos y entre las personas y la prioridad de la justicia sobre los intereses afectivos o las opciones sociales. Sólo si hay respeto a todas las opiniones, sentimientos y opciones y si se salvan los derechos de los de­más los nacionalismo pueden ser justos.
   En la sociedad intercomunicada y globalizada de los tiempos presentes no es sensato cualquier nacionalismo excluyente y cerrado, que suele ser violento y ciego. Incluso suele confundir patrioteris­mo con patriotismo y actuar en consecuencia, más por obsesiones afectivas que por serenas, nobles  e inteligentes opciones sociales. La causa está con frecuencia en aferrarse a recuerdos históricos para ignorar las realidades humanas presentes o en manipular la realidad objetiva de la Historia para fabricar mitos que soporten afanes de dominio y expansión de determinadas opciones políticas, económica y, en ocasiones, religiosas o raciales.
    Los genocidios, los movimientos terroristas, el racismo y la xenofobia,  suelen asociarse a actitudes patrioteras, que incluso rechazan a los nacidos en un lugar por no ser una determinada raza, religión o idio­ma, apoyando nacionalismos excluyentes y olvidando que los pueblos por lo general han sido resultado de acumulación de grupos desplazados. Sacrificar la realidad de los grupos humanos presentes por utopías racistas es  opuesto al Evangelio que proclama el amor al hermano cercano y es incompatible con la segregación, el clasismo o la violencia de cualquier tipo.
    No resulta tolerable apoyar­se en motivaciones religiosas para oprimir a quienes no piensan como interesa a los promotores de ideologías tendenciosas y que casi siempre se basan en intenciones económicas, políticas o raciales inconfesables y disfrazadas. Aunque en determinados ambientes sea difícil razonar a la luz del Evangelio sobre estos movimientos, el educador cristiano debe recordar el sentido auténtico del mensaje de Jesús: la fraternidad universal por encima de los intereses terrenos, la compatibilidad de todas las posturas con una vida pacífica, tolerante y pluralista y la superioridad de la caridad evangélica sobre cualquier actitud aldeana y tribal.
   Cierta capacidad de comprensión histórica de hechos irreversibles (emigraciones, colonizaciones, guerras) debe ayudar a entender muchos hechos presentes, pues su olvido o negación origina violencia y opresiones para las mayorías o minorías que no se ajusen a utopías opuestas a la razón y a la caridad.