PARUSIA
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   Aludimos con este término a la venida segunda del Señor, creencia que desde los primeros tiempos cristianos ha estado clavada en el corazón de la Iglesia y constituye el manantial de la esperanza de los seguidores del Evangelio.
   La realidad del retorno es indudable dogmáticamente. Al fin del mundo, Cristo, rodeado de majestad, vendrá de nuevo para juzgar a los hombres.
   El Símbolo apostólico confiesa: "Y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos". De manera parecida se expresan los símbolos posteriores, haciéndose eco de los testimonios evangélicos. El Señor subió a los cielos, pero prometió con claridad su regreso: "Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Todopoderoso venir sobre las nubes." (Mc. 14. 62 y Mt. 26. 64). Y la palabra que quedó flotando entre los seguidores, que le vieron alejarse en la Ascensión, no dejó lugar a duda: "Ese Jesús, que acaba de subir de vuestro lado al cielo, vendrá como lo habéis visto marcharse."
   El símbolo niceno­constantinopolitano añade "cum gloria", con majestad y brillo, al igual que los demás símbolos o declaraciones de la fe cristiana, que recogen expresiones similares. (Denz. 40, 86, 54, 287, 429)

    1. Realidad de la venida

   Jesús predijo varias veces su se­gunda venida (parusia) al fin de los tiempos: "El Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y enton­ces dará a cada uno según sus obras." (Mt 16. 27;  Mc. 8, 38; Lc. 9. 26). Y lo aclaró con detalles, que en sus oyentes debían recordar, sin duda, y despertar resonancias proféticas: "Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo, y se lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con poder y majestad grande." (Mt. 24. 30; Mc. 13. 26; Lc. 21. 27)
   Ese estandarte aludido no puede ser otro, según frecuente comentario de los Padres y escritores de los primeros tiempos, que la cruz en la que entregó su vida, acto supremo de su misión de Redentor.
   La repetida frase de "venir sobre las nubes del cielo" tiene evidente sabor profético. Implica majestad, misterio, supremacía y ruptura con las realidades de este mundo.
   Basta recoger y comparar textos proféticos: Is. 13. 10; Dn. 7. 13-14; Zac. 12. 10-14, para advertir que Jesús refleja con sus alusiones oráculos conocidos por sus oyentes.
   Son numerosas las visiones de los videntes antiguos que sitúan su atención, y su referencia al poder divino, en el ámbito etéreo y majestuoso del firmamento. Es la señal del triunfo final, como reflejan los oráculos: Dan. 7. 13; y como dicen los evangelistas en repetidas ocasiones, haciéndose eco de esos anuncios de los Profetas: Mt. 25. 31; 26. 64; Lc. 17. 24 y 26; Jn. 6. 39; Hech. 1. 11.
   Los seguidores de Jesús insistieron en esa esperanza escatológica. Ella fue el soporte de su fe kerigmática inicial. Ellos entendieron al principio que era inminente la venida del Reino del Señor, sin acertar a diferenciar bien entre el reino terrenal y el otro "reino profético" que Jesús anunciaba. Luego se dieron cuenta de que el Señor vendría, pero no de forma inminente y se lanzaron por el mundo a anunciar esa esperanza.
   San Pablo precisaba a los que creían inminente la venida del Señor, que no era tan pronta. En la primera carta conocida que salió de su pluma dice: "Esto os decimos como palabra del Señor: que nosotros, los vivos, los que quedamos para la venida del Señor, no nos anticiparemos a los que se durmieron; pues el mismo Señor, a una orden, a la voz del arcángel, al sonido de la trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero; después nosotros, los vivos, los que quedamos, junto con ellos, seremos arrebatados en las nubes, al encuentro del Señor en los aires, y así estaremos siempre con el Señor." (1 Tes. 4. 15-17).
    El fin de esa segunda venida del Señor se presenta con triple referencia: resucitar, juzgar, sancionar. Es la idea que van desarrollando los primeros cristianos y se refleja en los textos apostólicos del Nuevo Testamento (1 Cor. 1. 8; 1 Tes. 3. 13; 5. 23; 2 Petr. 1. 16; 1 Jn. 2. 28; Sant. 5. 7; Jd. 14)
    Los escritores no bíblicos se asociaron a esa esperanza, enlazados con los escritores bíblicos. Desde el primer catecismo cristiano conocido, la Didajé, posiblemente del año 80 o 90, que habla de la venida del Señor: "El mundo verá venir al Señor sobre las nubes del cielo". (16. 8), hasta la escatología más completa de los Padres teólogos del siglo IV, la idea eje se mantiene inconmovible: El Señor Jesús vendrá.
   Hasta qué punto esa esperanza se identificaba con una venida física y espectacular o respondía a una visión más simbólica, significativa, incluso mítica, es algo que permanece en el misterio.  Pero, que existió en los primeros cristianos la idea de la venida última y que se esperaba no muy lejana hoy parece evidente.

 

   2. El modo de la venida

   La descripción de la venida del Señor fue entendida siempre como gesto profético y apocalíptico, más que como espectáculo físico. Con respecto a los pormenores de esa venida, desde los primeros tiempos cristianos se han contrapuesto las interpretaciones metafóricas y las creencias más naturales y realistas.
   El común denominador de tales creencias es la majestad ostensiva de esa llegada de Jesús. La terminología hay que buscarla en la literatura profética y en el género apocalíptico que, sin duda, existía con profusión en escritos de los siglos I y II, sobre todo en las zonas orientales del Imperio romano.
    El torrente de pormenores se superpone en los textos evangélicos. Es Mateo el que más resalta la espectacularidad de la venida: "No quedará piedra sobre piedra..." (Mt 24. 1.2). "Muchos dirán: "soy el Mesías"; y engañarán a los demás..." (Mt. 24. 5). "Habrá hambre y terremotos... y entregarán a muchos a la tortura..." (Mt. 24. 8). "El ídolo abominable, anunciado por Daniel, se instalará en el lugar santo... (Mt. 24. 15). "Entonces vendrá, como el relámpago que sale de Oriente hacia Occidente, el Hijo del Hombre" (Mt. 24. 27).
   Pero no es sólo Mateo el que recoge estos datos, sino que los otros Sinópticos coinciden en las mismas advertencias: "Verán venir al Hijo del hombre entre nubes, con gran poder y gloria." (Mc. 13. 24-26 y Lc. 21.27)

 

 

   

 

   3. Las señales de la venida

   Recogiendo todos los datos que tenemos en los Sinópticos, se perfila un mapa interesante de señales sobre la venida del Señor. Con frecuencia se han señalado esos rasgos como prueba de que la venida no parecería entonces tan inmediata.

    3.1. Evangelio para el mundo

   La predicación del Evangelio por todo el mundo parece el hecho más significativo en la mente de los evangelistas. El cumplimiento del mandato: "Id y predicad a todas las naciones" (Mc. 16. 15) debió quedar muy grabado en la mente de los Apóstoles. Y evidentemente esa predicación no pareció poder hacerse de forma fácil.
   Con los medios de comunicación que ellos conocieron y emplearon, no era cuestión de pocos años. Sin embargo ellos deberían llevar el mensaje hasta el final del mundo. El mismo Señor les avisó de que algunos de sus hechos se predicarían por "todo el mundo". Tal fue la unción de la Magdalena, que adelantó su embalsamamiento y suscitó la crítica de los avariciosos que andaban cerca de la bolsa de Jesús. (Jn. 12. 7)
   En otras ocasiones Jesús mismo afirmó que su mensaje habría de llegar muy lejos y antes de que El volviera a los suyos: "Será predicado este evangelio (o noticia) del Reino en todo el mundo, siendo testimonio para todas las naciones; entonces vendrá el fin." (Mt. 24. 14; Mc. 13, 10). Esta frase no parece significar que el fin esté inmediato, sino que el mensaje se extenderá por todo el mundo y que habrá tiempo para ello.

   3.2. Conversión de los judíos
    
   Fue idea que rondó la mente de los Apóstoles que, al fin y al cabo, eran judíos de raza y de corazón y lamentaban la incredulidad de su pueblo. Se debió hacer más viva a medida que el Israel elegido en otro tiempo se mostró cada vez más alejado del Evangelio y persiguió a los que lo seguían.
   S. Pablo mostró claramente el dolor de la obstinación de sus hermanos de raza en palabras entrañables: “¿Es que Dios ha rechazado a su pueblo? De ninguna manera, que yo soy israelita... Ha quedado un resto... Y con su caída ha llegado la salvación a los paganos." (Rom. 11. 1-7 y 11. 25-32). Y alude a ese "misterio" tan lacerante para él: "El endurecimiento Israel no es definitivo. Durará hasta que se conviertan los paganos. Luego, todo Israel se salvará, porque ellos siguen siendo muy ama­dos por Dios, pues los dones de Dios son irrevocables..." (Rom. 11. 25-37)
   La segunda venida del Mesías acontecerá, pues, cuan­do el pueblo de Israel se incline hacia Cristo y reconozca que es el Señor. Entonces habrá llegado el tiempo de la nueva venida. No deja esta interpretación de ofrecer determinadas dificultades exegéticas. Por una parte recoge remi­niscencias proféticas de salvación al estilo antiguo, con expresiones mesiánicas de profetas como Malaquías: "Mirad, que yo mandaré a Elías, el profeta, antes de que venga el día de Yahvé, grande y terrible; y entonces se reconciliarán padres e hijos, de manera que, cuando yo venga, no se exterminará la tierra entera." (Mal. 3. 22-23)
   Por otra, el judaísmo había entendido este pasaje como una segunda venida corporal de Elías (Eccli. 48. 10).

   La fecha de su venida estaba en su mente asociada al comienzo de la era mesiánica, dando la idea de que Elías era el precur­sor del Mesías (Jn. 1. 21; Mt. 16. 14). Sin embargo, los escritores cristianos primitivos lo entendieron del final de los tiempos y del mundo.
   Miraron ese augurio como el emblema del regreso de los judíos al buen camino y la señal del fin de los tiempos.
   Jesús mismo aludió a esa significación y clarificó el sentido de tal expectativa sobre la venida de Elías. Desvió la atención desde un personaje del pasado hacia otro del presente. "Os digo que Elías ya vino y no le reconocieron; antes bien, hicieron con él lo que quisieron." (Mt. 17. 12; Mc. 9. 13). Por lo tanto indicaba que el signo de un profeta del pasado debía ser reemplazado en la mente de la gente por la palabra de uno que decía de sí mismo: "Yo soy la voz del que clama en el desierto: preparad los caminos del Señor." (Jn. 1. 23)

   3.3. Apostasía de la fe

   Jesús predijo que antes del fin del mundo sucedería una apostasía general. Avisó que aparecerían falsos profetas, que lograrían engañar a muchos ingenuos (Mt. 24. 4). Y previno a sus discípulos para que se dispusieran en actitud defensiva. San Pablo aseguró que, antes de la venida del Señor, tendría lugar "la apostasía de la gente" (2 Tes. 2. 3)
   Los comentarios de los Padres y escritores antiguos abundaron en la idea de que el Evangelio habría de predicarse a todo el mundo, pero que muchos lo menospreciarían y se alejarían por completo del bien y de la verdad. El mundo es traidor y fácilmen­te abandona el buen camino, seducido por el mal.
   La queja de Jesús: "¿Pensáis que cuando venga el Hijo del hombre va a encontrar fe sobre la tierra?" (Lc. 18. 8) pesó mucho en la conciencia evangelizadora de sus primeros seguidores.

   3.4. Aparición del Anticristo

   Esa apostasía, o abandono de la fe, aparece con frecuencia relacionada de alguna manera con las fuerzas del mal, personalizadas en un misterioso personaje denominado "el contrario a Cristo", el Anticristo. Ese "enemigo" se describe como un "satanás" (adversario), un "demonio" (genio), un "príncipe de las tinieblas" poderoso, obstinado y destructor. A veces parece intuirse cierto sentido metafórico alusivo a las fuerzas del mal. Otras veces se pre­senta como un personaje real, singular y concreto, que viene al mundo en actitud de lucha y con preten­sión e victoria.
    San Pablo dice claramente a los Tesalonicenses: "Antes ha de venir la apostasía, ha de manifestarse el hombre de iniquidad, el hijo de la perdición, que se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse Dios a sí mismo." (2 Tes. 2. 3).
   Sea personal y físico o sea representación simbólica del mal, queda claro que, antes de la venida última del Señor, ese misterioso personaje se hará presente en la tierra y se adueñará de la mente de muchos seguidores de Cristo.
   Se presentará con el poder de Satanás (del adversario, del enemigo). Obrará milagros portentosos que arrastrarán a los hombres a la apostasía de la verdad. Hará lo posible por "precipitarlos en la injusticia y la iniquidad". (2 Tes. 2. 11)
   Pero Jesús, en su venida, triunfará, como no podría ser por menos, tratándose del Hijo de Dios: "Lo destruirá con el aliento de su boca." (2. Tes. 2. 8).
   La idea de "anticristo" la emplea por vez primera el autor de las cartas llamadas de Juan (1 Jn. 2. 15 y 22; 4. 3; 2 Jn. 2. 7). Estas fueron escritas años después de las cartas a los Tesalonicenses: pero la terminología y el contexto simbólico de esos escritos hacen más fácil la idea del citado personaje. En S. Pablo se personaliza la figura. En los escritos joánicos se llama "anticristos" a todos los falsos maestros que enseñan con el espíritu del Anticristo.
   La idea pasaría a otros escritores, como el autor de la Didajé, que también aludió con esa expresión al "seductor del mundo." (cap. 16. 4)
   No es fácil aceptar que la idea del "anticristo" se refería en la mente de los primeros cristianos a alguno de los grandes perseguidores del Evangelio: Nerón, Calígula, Claudio... tal vez Domiciano. Y es difícil saber de dónde procedió la imagen magnificada de ese personaje destructor, aunque hubo mitos similares en tradiciones y mitologías procedentes de Persia, Egipto o Babilonia.

Los Padres posteriores siguieron cultivando su sentido simbólico de adversario, incluso con algún estudio muy personalizado sobre su identidad, como la primera monografía sobre esta figura atribuida a S. Hipólito de Roma

 
 

 

    3.5. Grandes calamidades

   Se encuentran entre los avisos de Jesús la predicción de guerras, hambres, terremotos, convulsiones, calamidades y persecuciones contra sus discípulos: "Entonces os entregarán a los tormentos y os matarán; y seréis abominados de todos los pueblos a causa de mi nombre" (Mt. 24. 9).  Las imágenes catastróficas tienen el más genuino sabor de los oráculos proféticos: Is. 13. 10; 34. 4-3; Dan. 2. 28-29 y 9.29; Os. 9.20. etc. La convulsiones se presentan como físicas y cósmicas, pero también sociales y morales. Destrozarán el nuevo pueblo elegido.
   Pero se intuye subterráneamente que no lograrán destruir el Reino del bien, pues "aquellos días se abreviarán por amor a los elegidos”. (Mt. 24. 22) No serán más que señales de la venida del Señor y signos de que "la libertad está cerca... Entonces verán al Hijo del hombre." (Lc. 21. 28).

   4. El tiempo de la venida

   Los hombres desconocen el momento en que Jesús vendrá. Es un secreto y un misterio. Lo importante es estar preparados y en actitud de permanente alerta, que evangélicamente es más "esperanza" que simple "espera". El mismo Evangelio testifica que Jesús lo oculta, porque, como Dios, no desea revelarlo y, como hombre, no llega a ello. Explícitamente lo advierte: "En cuanto al día o a la hora, nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre." (Mc. 13. 32; Mt. 24. 36).
   En otros lugares se parece adivinar que sí lo sabe, pero no entra en su plan el comunicarlo todavía a los discípulos, pues lo importante es "el envío a proclamar la buena nueva" y no ponerse al tanto de secretos. Lo sugiere el mismo Jesús camino del Huerto de los Olivos, donde, según la tradición jerosolimitana, subió al cielo. (Lc. 24.51). En esa despedida Jesús les dijo: "No os toca a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre ha fijado en virtud de su poder soberano" (Hech. 1. 7)
   En la otra tradición, que pone la Ascensión en Galilea (Mt. 28.16 y Mc. 16.19), no se hacen alusiones a estas precisiones.
   Lo que parece claro, al armonizar los diversos textos de los evangelistas, es que Jesús no contaba con que estuviera próxima su nueva venida. Así lo prueban varias expre­siones de sus discursos escatológicos (Mt. 24. 14, 21 Y 31; Lc 21. 24; Lc. 17. 22; Mt. 12. 41).
   Además, en las diversas parábolas en las que simboliza el final del mundo y la segunda venida, se sugiere una larga ausencia del Señor (Mt. 24. 48; 25. 5; 25. 16). "Pasado "mucho tiempo" volvió el amo de aquellos siervos y les tomó cuentas"... (Mt. 13. 24-33). "Ninguno de estos invitados vendrán a probar bocado en la cena." (Lc. 14. 24). "Dejad que crezcan ambos hasta el tiempo de la siega." (Mt. 13.30)
  La idea contraría, la de la inminencia de su llegada, que recoge Mt. 24. 34: "En verdad os digo que no pasará esta generación antes de que todo esto suceda", no es difícil de interpretar como alusión a la destrucción de Jerusalén que, por otra parte, cualquier espíritu perspicaz veía venir, dada la creciente aversión antirromana de los judíos y el incremento progresivo de los fanáticos guerrilleros zelotes o sicarios.
   De igual forma se interpretan otras alusiones a la inmediatez: "Os aseguro que alguno de los presentes no morirá hasta que haber visto el Reino de Dios." (Lc. 9.27), pues precede al relato de la transfiguración.
  El aviso de que "a la hora en que menos penséis, será cuando venga el Hijo del hombre" (Lc. 12. 40) es el más significativo en relación al momento de la venida. Que esa demora fue entendida por los Apóstoles, lo acreditan textos al estilo de las enseñanzas paulinas a los Tesalonicenses: "Cuanto al tiempo y a las circunstancias no hay, hermanos, para qué escribir. Sabéis bien que el día del Señor llegará como el ladrón en la noche". (1 Tes. 5. 1-2).
   Ante esta comunidad de Tesalónica insiste con más claridad en la segunda Carta: 2 Tes. 2. 1, declarando que la venida del Señor tiene que hallarse precedida de diversas señales que tardarán en verse cumpli­das: 2 Tes. 2. 1-3.
   También la Carta de San Pedro alude a esa demora y la justifica aludiendo a la misericordia divina, que siempre da tiem­po a los pecadores para su conversión y posible penitencia. (2 Petr. 3. 9). Recuerda que "ante Dios, mil años son como un solo día..."(2. Petr. 3. 8 y Salm. 90.4­). Y proclama repitiendo la idea de Pablo, que "el día del Señor vendrá como ladrón.": (2 Petr 3. 10)
   A pesar de todas estas consideraciones, la venida del Señor fue con toda claridad una inquietud de los primeros cristianos, como se advierte latente en multitud de referencias: Fil. 4. 5;  Hebr. 10. 37;  Sant. 5. 8; 1 Petr. 4. 7; 1. Jn. 2. 15. Entre ellos resonaba con frecuencia la esperanza de su venida. La proclama aramea "Maranna tha = "Ven, Señor nuestro." (1 Cor. 16. 22; Apoc. 22. 20; Didajé 10. 6) es testimonio del ansia con que suspiraban por la Parusía.

 

  

 

   

 

  4. Pastoral y Parusia

   La importancia de la Parusia está en su fuerza referencial a Cristo Señor, que vino y va a volver para juzgar a los hombres sobre el amor. El significado hay que buscarlo en las exigencias de vida cristiana.  La Parusía no es un principio o misterio cristiano para suscitar la curiosidad o el termo, sino la esperanza. Es un grito sobre la fugacidad del tiempo y un reclamo sobre la necesidad de vivir bien.
   Quien pretenda ver en ella referencias misteriosas de acontecimientos amedrentadores o avisos sobre un juicio espectacular debe saber que se aleja del sentido cristiano del misterio



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  Para entender este sentido de la Parusía hay que acudir, ante todo, a la asombrosa y emotiva parábola del juicio final. Jesús va a pregun­tar por el amor, es decir por la fidelidad al único manda­miento dado por el Maestro: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado: en esto conocerán que sois mis discípulos." (Jn 13. 33). Cuando juzgue a los suyos les preguntará por el amor: "Cuando venga el Hijo del hombre con toda su gloria y todos sus ángeles, se sentará en su trono... pondrá a las ovejas a una parte y a los cabritos a la otra y dirá a unos. "Venid benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino prometido desde la creación... porque tuve hambre y me disteis de comer... (Mt. 25. 31-46). A los malos les dirá lo contrario.
   Es importante esa dimensión de vida cristiana, ya que se corre el riesgo de interpretar la Parusía como un misterio insondable con resonancias escatológicas más que con exigencias de compromiso y de fidelidad.
   Por eso hay que tener cuidado con no asociar la venida del Señor con ideas milenaristas de acontecimientos luctuosos o con figuras amedrentadoras de castigos y de sorpresas. Las figuras del arte medieval, con el Cristo juez (pantocrator de las fachadas catedralicias románicas) o los montajes maravillosos del arte renacentista o ba­rroco, al estilo del Juicio final de Miguel Angel en la Capilla Sixtina del Vaticano, reflejan la hondura teológica de un Cristo que vino a salvar en la primera venida y vendrá a salvar, no a condenar, también en la segunda.

   5. Catequesis y Parusía

   Es conveniente recordar que la Parusía requiere una buena catequesis centrada en esa figura misericordiosa de Jesús. Es tanto más necesaria cuanto que la piedad tradicional de tiempos pasados resaltó la dimensión judicial de ese misterio cristiano, eclipsando en parte la otra dimensión soteriológica y benevolente.
   Es cierto que una interpretación literal de los textos evangélicos conduce a esa visión. Pero es preciso interpretar esos textos con la regla de la equivalencia.
   Es la regla de la armonía con los demás texto evangélicos: con la parábola del Buen Pastor, con la del buen samaritano o con la del Hijo prodigo. Leer los textos escatológicos del Evangelio después de las parábolas de la misericordia es el mejor criterio catequístico, sobre todo tratándose de niños y adolescentes.
   Esta catequesis debe vincularse con la realidad total de Cristo vivo, Redentor y misericordioso, justo y sabio, salvador.
      - Los cristianos de todo tiempo tuvieron interés en presentar la vida como un camino y no como un ideal. Cristo, que prometió venir al final y se hace presente al terminar la vida de cada cristiano, debe ser contemplado como motivo de consuelo y aliento amoroso y no como causa de temor y temblor.
      - Su acto judicial se debe relacionar más con el cielo como premio que con el infierno como castigo, a pesar de que predomine este segundo aspecto en determinadas formas de piedad y ascesis propensas al rigorismo ético.
      - La fugacidad de la vida peregrina del cristiano se compensará con la eter­nidad del amor misericordioso del Señor al hacerlo presente con su última venida en la salvación.
      - No se debe ocultar la dimensión judicial, pues el "temor del Señor es el comienzo de la sabiduría" (Prov. 1. 7). Pero no se debe exagerar, si se quiere descubrir lo que verdaderamente significa esa venida salvadora de Jesús.
      - En todo caso, se debe pensar que, con su última venida, los cristianos le conocerán y amarán de forma definitiva. Y al fin al cabo, "la vida eterna consiste en conocerte a Ti, sólo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado." (Jn. 17.2)