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           Proceso  continuo de mejora y de actualización de una persona en el ejercicio de su  profesión o en el desarrollo de sus deberes sociales o personales. Es voluntaria  o involuntaria, según de donde proceda la decisión de realizarla. 
    Esa formación permanente es necesidad  perpetua de los hombres y se ha dado en todos los tiempos por el afán natural  de mejora que late en la naturaleza. Pero se hace más acuciante en los tiempos  actuales en los que los cambios rápidos, la continua aparición de factores, instrumentos  y relaciones nuevas y en lo que el progreso se manifiesta acelerado y  convulsivo son los rasgos de la vida moderna. 
    En los campos sociológicos y psicológicos en  los que se mueve el educador, incluido el relacionado con los aspectos religiosos,  la formación permanente se considera como una condición imprescindible para  una labor eficaz. Las ideas, las metodologías, los lenguajes de los educandos,  las influencias ambientales ejercen notables influencias en la conciencia y la  inteligencia del niño y del joven. Si ellas son causa de continua oscilación,  el educador debe mantenerse vigilante y para ello estar informado y formado con  capacidades de discernimiento ético y religioso suficiente, sobre todo si se  advierte que no todo cambio es bueno. 
    Pero  este servicio moral y espiritual no se puede prestar a los educandos sin la  constante actualización y formación. Por eso los encuentros y diálogos, las  lecturas selectas, los cursos o cursillos especializados, pueden despertar el  apetito formativo. Pueden abrir las puertas para una formación que no termina  nunca en las profesiones actuales, sobre todo cuando se trata de campos  religiosos y morales, donde el mensaje y la virtud no cambian, pero sí el  ropaje y el lenguaje en que se envuelven estos valores. 
        
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