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En principio, alusión a las apariciones o manifestación de Jesús después de su Resurrección. Pero se hace referencia también con tal expresión a diferentes formas como figuras celestes (ángeles, santos, María, el mismo Jesús) se comunican con los hombres y se les hacen presentes de forma personal y original.
Las apariciones celestes no entran en el esquema dogmático de la fe y no afectan en nada sustancial al misterio cristiano. Son creencias personales o de grupo. Son posibles por parte de Dios y por parte de los hombres. La historia de la Iglesia está llena de creencias al respecto y multitud de santos o cristianos excelentes han dejado testimonios múltiples de tales contactos con las figuras sobrenaturales.
Sin embargo, la Iglesia nada publica ni proclama sobre estos hechos posibles, salvo su juicio autorizado de que en muchas de ellas no hay nada que se oponga a la fe y a las buenas costumbres y que los cristianos son libres de admitirlas o rechazarlas, de aceptar su mensaje o quedar indiferentes ante él.
En las diversas comunicaciones divinas a los seres humanos, no hay ningún mensaje dogmático, según la enseñanza tradicional de la Iglesia. Son hechos de piedad personal o grupal que pueden ser muy beneficiosos para la vida cristiana, pero que nada añaden al mensaje evangélico ni a la piedad esencial del creyente que los conoce.
En la ascética tradicional, y sobre todo en la vida mística de los cristianos, es habitual el aceptar la posibilidad y la autenticidad de muchas de esas comunicaciones divinas. No son solamente las que admiran las más importantes, sino las que se ajustan más al Evangelio.
Muchas pueden ser atribuidas a la credulidad de tiempos antiguos, cuando las leyendas y la ingenuidad era frecuente en la sociedad y surgían creencias sobre ayudas divinas que hoy se pierden en la oscuridad del pasado (El Pilar, Covadonga, Santiago...). Otras más recientes resultan admirables por su mensaje de piedad y por los efectos saludables en la vida cristiana de los fieles (Lourdes, Fátima, Guadalupe, Sdo. Corazón de Montmartre, La Salette).
En la catequesis hay que saber asumir posturas de equilibrio y proporción en relación a estos hechos y creencias religiosas. Tan desafortunado es la ingenua aceptación de todo lo que parece sobrenatural y celeste como inoportuna es la negación frontal de todo acontecimiento que tenga que ver con lo divino.
La autoridad de la Iglesia, al respetar creencias y testimonios o al autorizar el culto y la devoción que acompañan a muchas imágenes, santuarios, lugares o recuerdos, simplemente se limita a reconocer su compatibilidad con la doctrina y la moral cristiana. Y deja lo demás, creer o no creer, aceptar o rechazar, a la particular opinión de cada cristiano.
En catequista debe seguir el mismo criterio, aunque debe acomodarse a la piedad popular de cada lugar y tiempos con sentido abierto y con juicio correcto. Debe respetar la religiosidad de las personas, sobre todo sencillas como son los niños y la gente no culta. Pero debe evitar el énfasis crédulo diferenciando bien la distancia que hay entre el Evangelio de Jesús y las creencias pasajeras y secundarias.
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