CARIDAD
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   Es la virtud esencial del cristiano. La que le lleva a amar a Dios sobre todas las cosas y a los hombres por Dios. Se la llama en la ascética cris­tiana “teologal”, por tener a Dios por objeto y también por origen; pues, en cuanto virtud misteriosa, es infundida por Dios en el alma de una forma sobrenatural.
   La voluntad del hombre es, según el modo de hablar de los teólogos tomistas, la sede en la que radica esta virtud. Hoy se tiende más a hacer toda la personalidad el soporte consciente y libre del amor, y no una facultad o aspecto.
   La palabra bíblica sobre el amor cris­tiano es lo que más clarifica su presenta­ción para quien intenta descubrir su naturaleza y sus exigencias.
   En el Antiguo Testamento aparece el amor de Dios al hombre cuando le crea a su imagen y semejanza (Gn. 1,26). Y luego, a lo largo de la Histo­ria de la salvación, se repite constantemente el reclamo a amar a Dios y el deber de amar al prójimo
   La caridad es presentada como deber del hombre: "Amarás a Yaveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu poder" (Deut. 6, 5) y "Amarás al prójimo como a ti mismo (Lev. 19,18) Incluso también en el Antiguo Testa­mento se manda amar al enemigo: "Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer" (Prov. 25. 21)
   Con la llegada de la Nueva Alian­za, el sentido del amor llega a su perfección: "Dios es amor" (1 Jn. 4.18). Y por eso se dice: "El amor de Dios ha sido derrama­do en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom. 5.5.)
  El nuevo Testamento se rige por el único mandamiento de Jesús, el manda­miento del amor (Mt. 22. 35-38) "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a este es ama­rás al prójimo como a ti mismo". Y sobre todo su mensaje final: "Un precepto nuevo os doy que os améis unos a otros como yo os he ama­do. En esto conoce­rán que sois mis discí­pulos".(Jn 13. 34)
   San Pablo tiene tal vez el texto más hermo­so de todo el nuevo Testamento sobre la caridad como virtud: 1 Cor. 13. En el se dice como es: paciente, sufrida, desin­te­resada... generosa, sufrida, bien pen­sada. Y sobre todo perma­nente y fiel: "Ahora perma­necen estas tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad; pero la más excelen­te de todas es la caridad".
   La historia cristiana y sus testigos siempre fueron conscien­tes de lo que es el mensaje de Jesús sobre el amor.
   San Juan Crisóstomo, San Cirilo de Alejandría, San Agustín, todos los Padres Antiguos, así lo enten­dieron. Y siempre explicaron el amor referido a Dios, al prójimo y a uno mismo:


 
1. Para con Dios

  Es el alma de la caridad. Se identifica con la gracia divina. Se habla del amor puro en referencia a unión con Dios en este mundo y sobre todo por toda la eternidad.
   La caridad habitual, o estado perma­nente de amor divino, es ne­cesaria para la salvación con necesidad de medio. Se deduce de la identidad entre gracia santificante y esta­do de caridad. Si al­guien ama más a otro ser que a Dios, no está en gracia. Otra cosa es que la expresión de ese amor luego esté llena de imperfecciones por los afectos terrenos que impide que ese amor sea puro, real, ope­rativo en la vida.

   La caridad, como estado actual, es necesa­ria como medio de salva­ción para los que tienen uso de razón. Toda virtud está desti­nada a producir actos, de a­cuerdo con la libertad humana que hace uso de esa virtud responsablemente. Pero la caridad, virtud suprema, regalada por Dios mismo, produce como primer acto la unión con Dios. Esta disposi­ción sólo es posi­ble del todo por un don divi­no. Por eso identifi­camos caridad virtud y gracia santifica­doras.
   Pero  el hombre puede y debe hacer lo posible por poner de su parte lo que le corresponde. Frecuentemen­te debe actualizar esa actitud en la vida. Sobre todo expresarlo en peli­gro de muerte.
   El primer mandamiento divino consis­te precisamente en el amor a Dios: Deut. 6.5; Mt. 22, 37; Lc. 10.27.  El termino amarás implica conciencia de deber y debe ser ac­tuali­zado lo que ese termina­do representa con frecuencia. No bas­ta decirlo ocasional­mente.
   Las expresiones evangélicas "con todo tu corazón, y con toda tu al­ma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas", expresan la plenitud y la intensi­dad. No es la exclusi­vi­dad, pues es amor compa­tible con el justo y debido amor a las cria­turas. Pero debe ser superior in­cluso al amor al padre o a la madre (Mt. 10, 37). Si ese amor no se da, no hay vida, sino que "el hombre permanece en la muerte" (1 Jn. 3.14) y el plan de Dios queda frus­trado.
   Por eso el amor a Dios es "el ma­yor y el primero de los man­damien­tos" (Mt. 22. 38) y Jesús recuerda que al final todos serán examina­dos del amor real mostra­do a los hombres (Mt. 23.34)

   2. Para el prójimo

   Se discute en la ascética si el segundo objeto del amor debe ser prioritariamen­te uno mismo o el prójimo. Las dos postu­ras serían válidas, siempre que se respe­te todo lo relativo a la importancia del objeto y a la supeditación al amor divi­no, que es lo prime­ro.
   En un amor normal y natural, "la cari­dad bien entendida empieza por uno mis­mo". Pero con actitudes heroicas, "mu­chas veces es posible el preferir al próji­mo sobre sí mismo”.
   En lo referente al prójimo hay que dife­renciar objetos y momen­tos. Por lo que mira a las personas, las más alle­gadas son las primeras a quienes se debe amor. En igual­dad de condicio­nes esta­mos obli­ga­dos a amar pre­feren­temente a los que nos han amado: pa­dres, amigos, bienhe­cho­res.
   Aunque la caridad fraterna, en­tendida al modo cristiano, tiene que abar­car a todos los hijos de Dios en el cielo, en la tierra y en el purgatorio, el amor no impli­ca igual intensidad para con todos. Es natural, y sobrena­tural, que los más cercanos sean los más mere­cedores del amor de las personas.
   En cuanto a los objetos, es evi­dente que los bienes espirituales deben ser preferidos sobre los materiales; y que los morales es­tán por encima de los mera­mente corporales.
   Las formas prácticas y concretas de expresar el deber del amor al prójimo son muy varias: aportacio­nes, consejos, correcciones fra­ter­nas y otras.
   El apostolado o servicios moral y espi­ritual es la mejor manifes­ta­ción de amor al prójimo, pues le ofrece un bien que es ayudarle a conocer y amar a Dios.
   El amor al prójimo es un distin­tivo singular del mensaje cristia­no, por vo­luntad explícita de Je­sús. El fiel cumpli­miento del "nuevo manda­miento" es el criterio del verda­dero disci­pula­do cristia­no (Jn. 13. 34). En con­for­midad con ese distintivo, ha­bremos de ser juzgados al final de la vida (Mt. 25.34). En ese amor esta toda la Ley y los profe­tas. (2 Jn. 3.10)
   Todo el que ve en sus semejan­tes la presencia divina y no sus limi­ta­ciones o rasgos humanos, no pue­de res­tringir su amor a los hombres, pues es capaz de ver en ellos a Dios. Incluso hasta a los enemigos (Mt. 5. 23) es debido el amor en el espíritu cris­tiano del Evangelio.

   3. Para uno mismo

    Es deber el amarse a sí mismo, en cuanto cada uno somos un objeto del amor divino.
    Los seres libres hemos recibido dones como la vida y situaciones como la luz de la fe. Somos depósi­tos del amor de Dios al margen del sexo, de la raza, de la cultu­ra, de la situación social. Y de­be­mos amar lo que Dios ama, inclui­dos noso­tros mis­mos.
    El que no se ama a sí mismo falla en algo esencial. Acaso se deba a que ignora o niega su propia digni­dad de Hijo de Dios. Por eso carece de una disposición que naturalmen­te brota de la autoestima: primero de la natural conformidad con las propias cualidades; y también de la espiritual,  que implica tranquilidad en la propia conciencia de ser cria­tura divina, seguridad de estar santificado por la elec­ción de Dios y satisfacción por haber sido objeto de sus ­gracias y de sus predilecciones.

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4. La negación del amor

  En las tres dimensiones adverti­das podemos faltar al amor y por eso hemos de examinar la concien­cia con miras a restaurar el orden espiritual interior, si en algo se ha fgallado.

   4.1. Contra el amor a Dios
 
   Pecamos por acción o disposición contra la caridad si pre­feri­mos algunas otra cosa por en­cima de El: posesiones, placeres, criaturas, etc.
   Pero también se peca por omisión, por indiferencia, si no se da la de­bi­da im­por­tancia a la supremacía divina, al cum­plimiento de su vo­luntad, al respeto a sus mandamientos, al aprovechamiento de los medios de comunicación que Dios pone en nuestras manos.
   Se suele llamar "acedia" al fas­tidio o tristeza ante la difi­cul­tad de los bienes espirituales y me­dios para conseguirlos y, por lo tanto, al abandono de la amis­tad divina por "distanciamiento" de la rela­ción con él.
   Además de la indiferencia, de la indo­lencia espiritual y del egoís­mo, existe la posibilidad de llegar al peor de los pecado que el ser huma­no puede cometer, que es el "odio a Dios".

  4.2. Contra el amor al prójimo

  Se puede pecar cuando no se fomen­tan los sentimientos de acogida y adhesión que el bien del prójimo requiere. Contra el amor al prójimo se puede pecar por omisión, cuando no se ofrecen las muestras, los servi­cios y las relacio­nes a las que estamos obligados.
  Y también se puede faltar por exagera­ción en ese amor, si es que impide cumplir con los propios deberes para con Dios o para con­sigo mismo; o cuando las mues­tras y los vínculos se muestras despro­porcionados en función ­de las per­sonas y de las situaciones.
  El odio al prójimo, la malevolen­cia, la agresividad, el desprecio, la enemistad, incluso la abomi­na­ción o rechazo formal y persisten­te de alguien que es prójimo, por desgracia son actitudes, más que actos, muy frecuente entre los hombres. Algunas de disposiciones como la envidia, o tristeza del bien aje­no; la ira o la violencia en el trato son destructivas del amor al prójimo.
  Especial agresión al prójimo es el es­cándalo, que es la incitación al mal que se hace a quien no es capaz de defender por sí mismo. Puede ser activo y directo, si se busca el peca­do ajeno; y puede ser indirecto, si se da mal ejem­plo o con la propia acción u omisión se promueve el mal.

  4.3. Contra el amor a sí mismo

  Se puede faltar por exageración en ese amor o autopredilección, si todo lo de­más se margina por no mirarse más que a sí mismo (narcisismo, egolatría). Esa actitud de egoísmo implica una vuelta de las facultades superio­res e inferiores hacia los pro­pios beneficios.
   En ocasiones puede darse el pecado de la falta de amor suficiente a sí mismo, como en el caso de quien fo­menta actitudes de autodesprecio o autodestrucción que pueden lle­gar hasta el suicidio o el abandono total. Habrá que diferenciar bien lo que en esa carencia de amor haya de pa­tolo­gía, que es involuntaria, y lo que es realmen­te acti­tud fría y cons­ciente de infravaloración, siempre posible pero poco fre­cuente

 

  5. Catequesis de la caridad.

   Debe ser el centro de toda cate­quesis, pues es el alma del mensaje cristiano. Lo primero de toda formación es abrir el camino al amor a Dios. Amar a Dios es desearle honor, glo­ria y el cumpli­miento de su volun­tad en el mundo.
  - Hay que enseñar el amor más con obras que con palabras. Es decir, si no se traduce en obras, los me­ros senti­mientos no llegan a cla­rificar lo que de verdad es la ca­ri­dad cristiana.
  -  La salvación personal debe pre­ferir­se a todo lo demás. Nada jus­tifica el perder la propia con­ciencia. y no es verdadero amor lo que no respeta este principio
  - La caridad profunda, radical, teológi­ca, no es fácilmente ase­quible a una perso­nalidad no for­mada, como es el caso del niño o de las personas demasiado senso­riales o carentes de cierta capacidad de abs­tracción.
  - Es importante acomodarse a las situa­ciones y no ofrecer mensajes, por subli­mes que sean, que no pueden ser enten­didos y asumidos por una persona o un catequizando. Por eso hay que ir despa­cio cuando se trata del amor divi­no.
  - Los niños pequeños entienden mejor que nada el amor a sí mismos. Los ado­lescentes y jóvenes encuen­tran en la di­námica del amor pro­yectivo (amigos, pa­reja, famili­ares) el campo preferente del amor. Las personas ya maduras, forma­das, profundas y reflexivas, y sobre todo espirituales, llegan a captar el men­saje del amor a Dios.
  - Por eso conviene tener cierta pacie­ncia y ofrecer el amor sobre todo con ejemplos y no con conside­raciones. Aquí viene bien el valor de los testigos del Evangelio, es decir de las figuras que todo lo dieron por amar a los demás y de quienes hicie­ron del amor a Dios su razón de ser en la vida.    (Ver Virtudes; ver Caridad