CATOLICIDAD
        [264]

 
   
 

 

 

   Catolicidad, que significa "universalidad" (kata, abajo; y olos, todo, en griego), es la capa­cidad de abarcar a todo el mundo. La Iglesia se llama católica por su uni­ver­salidad espacial y temporal, es decir, por su capacidad para difundirse por el orbe y tender a esa difusión a lo largo de los siglos. Hay que distinguir entre la catolicidad radical, es decir, la intención, el deseo y el derecho de esa extensión, y la catolicidad real, esto es la difusión efectiva por toda la tierra.
 

  La primera fue desde el principio una vocación distintiva de la Iglesia. Fue enviada a todo el mundo y dotada de capa­cidad para conseguirlo. Es lo que constituye la catolicidad, como doctrina de la Iglesia sobre sí misma y que ex­presa en sus Símbolos o credos desde el siglo III.  Y la segunda, como es natural, no pudo alcanzarse hasta pasado un período largo de desarrollo histórico. Hoy es comprobable, aun cuando no afecta "sociológicamente" más que a una sexta parte de la humanidad. La catolicidad actual es un hecho en el mundo y lo ha sido en los siglos pasados desde la Edad Media. No todos los pueblos son católicos, pero en todos los pueblos hay católicos en mayor o menor número. Aunque la Iglesia católica históricamente se ha situado en el mundo occidental con mayor significación estadística que en Oriente, siempre ha tendido a enviar sus mensajes y evangelizadores a todo el universo.
    El número de católicos puede crecer o disminuir, sin que para nada se altere la propiedad radical de la catolicidad. Los compromisos y actitudes de los que se llaman católicos pueden ser más o menos firmes o frágiles, pero se mueven en un contexto en el que la cultura sociológicamente católica se muestra como efecto de la misión universal de la Iglesia, si bien la pertenencia eclesial de muchos es más convención que convicción.
 

     Tampoco perturba el hecho de la cato­licidad el secularismo creciente que domina la sociedad actual desde media­dos del siglo XIX y hace a muchos bauti­zados fríamente marginales en su cohe­rencia y fidelidad religiosa.

    1. Conceptos y términos

    Para que se verifique el concepto de catolicidad, basta la radical. Esta, por voluntad de Cristo, ha de irse ampliando incesantemente.  El ideal al que tiene que aspirar la Iglesia es a la catolicidad real. Según la sentencia, bien fundada, de la mayor parte de los teólogos, la catolicidad moral o radical y la real han de ser si­mul­táneas, en lo posible.
    Después de cierto período de desarrollo desde la fundación, la Iglesia tiene que sentirse presente en todo el mundo. Pero que siempre haya de ser así es algo que no puede defenderse como absolutamente seguro. Como pueblo vivo y social en este mundo, la Iglesia puede tener períodos de progreso y de regresión
   La catolicidad presupone la unidad de fe, de culto, de autoridad y de misión. Que la Iglesia fundada por Cristo es católica por su naturaleza es una verdad de fe, si entendemos el mensaje o mandato misional del Señor (Mt. 18. 18).
 
   1.1. Significado de catolicidad

   Cuando la Iglesia se confiesa ­católica en el Símbolo apostólico: "Creo... en la santa Iglesia católica" (Denz. 6, 86 y 1686), no contempla hechos históricos ni estadísticas sociológicas. Sólo se atiene a la raíz de su misión destinada a todos los pueblos, culturas y razas. Expresa su persuasión de que es esa misión es voluntad divina y que para cumplirla siempre tendrá la asistencia providencial de su parte. Por eso la Iglesia no tiene miedo al futuro.
   La amplia extensión del mensaje evangélico a lo largo de los siglos, tal como lo presentó la Iglesia, es un hecho consolador. Pero la Iglesia mira más aun al mundo que no conoce a Cristo que al que pertenece ya a su seno. Quiere llegar a todos con la oferta de sus anuncios. Los que todavía desconocen a Cristo y no han asumido su mensaje son para ella un desafío y hace lo posible, con la palabra y el testimonio, por llegar a ellos con amor y espíritu de servicio.


   En este sentido, el catolicismo no es compatible con el irenismo o el pacifismo religioso, si es que se asocia a cierto indiferentismo o relativismo espiritual o doctrinal. No emplea procedimientos proselitistas agresivos, como en otros tiempos pudo hacerlo, pero no ceja en su tarea de anuncio, de oferta y de persua­sión.
   No todas las doctrinas ni todos los modos de enten­der el Evange­lio son correctos y responden a la voluntad de Cristo. La Iglesia cree poseer el recto, el "ortodoxo", y el "evangélico", el “conforme con el Señor". Tiene el deber de llevar la verdad a todos los hombres, por medios pacíficos y sin impaciencias ni impertinencias: Pero debe hacerlo la transparencia y la urgencia que la misma verdad reclama.

 

   1.2. Hecho de la catolicidad

   La catolicidad no está tanto en conse­guir aumentos numéricos incesantes, cuanto en intentar­lo eficazmente bajo la persuasión de que es voluntad de Jesús que su mensaje salvador llegue a todos los hombres. La catolicidad no depen­de de cuantificaciones. Hoy los católicos son más numerosos que los ortodo­xos y los grupos pro­tes­tantes o las comunidades anglicanas. Pero pudie­ran no serlo un día, del mismo modo que fueron minoritarios en los primeros tiempos. La catolicidad sería la misma con muchos millones de adeptos o en situación de persecución y clandestinidad.

   1.3. Valor de la catolicidad

   Desde la consumación del Cisma de Oriente, con la excomunión de Focio por Nicolás I, el año 863, y la mutua excomu­nión de Roma y Constantinopla entre el Patriarca Miguel Cerulario y el Papa León IX el año 1054, la separación de Oriente de Roma se hizo permanente y se intensificó el uso del término "católico" para definir sólo al grupo fiel a Roma. Se impuso entre los orientales la pretensión de verdad, que eso significa “ortodoxia” (ortos, recto y doxa, doctrina) y entre los "romanos" se acrecentó el sentido de la universalidad, incrementando por las exploraciones coloniales de los Si­glos XV y XVI por los países europeos, sobre todo Portugal y España, de mayo­ría católica.
   Nuevo refuerzo de la exclusividad del término "católico" supuso el movimiento reformista del siglo XVI. Sus protagonistas se autodeno­minaron "evangéli­cos", aunque en Occi­dente se les llamó protestantes por su "protesta" o reivin­dicación expuesta en forma de "protestatio" en la II Dieta Imperial de Spira de 1529.
   La extensión del "catolicismo" en las monarquías del Sur: Portugal, España, Francia, tanto en las metrópolis como en sus amplias posesiones coloniales, y la consolidación del "protestantismo" en las monarquías del norte: Alemania, Holanda, Suecia, Dinamarca y luego Inglaterra y Escocia, afianzaron la denominación que se hizo descriptiva desde el siglo XVIII.

   2. Bases bíblicas
 
   La Iglesia es Católica porque el mis­mo Jesús, su Fundador, la dotó de esta semilla de universalidad y la envió a proclamar su mensaje de salvación por todo el mundo: "Soy yo el que os he elegido  y destinado para vayáis y deis fruto abundante y durade­ro." (Jn. 15. 16)

   2.1. En el Antiguo Testamento

   Ya en el Antiguo Testamento hay repetidas referencias a la amplitud del Reino mesiánico, que se anuncia por los Profetas y se presenta con vocación de universalidad. Con todo es un preanun­cio velado pues sigue explícitamente referido al Pueblo elegido de Israel.
   Pero diversos anuncios ecuménicos son especialmente llamativos. Tal es la ben­dición de Abrahán: "En tu simiente serán bendecidos todos los pueblos de la tierra." (Gen. 22. 18).
   Esas referencias se mantienen en todos los Patriarcas: Gen. 12. 3; 18, 18; 26. 4; 28. 14. Se expresan en plegarias, como en los Salmos: Salm. 2. 5; 21. 28; 71. 8-11; 85. 9.
    Se describen con claridad en los Profetas, sobre todo en Isaías: Is. 2. 2; 11. 40; 45. 22; 49. 6; 55. 4-5; 56. 3-8; 66. 19-21. O también en los demás: Ez. 17, 22-24; Dan. 2. 35; Mal. 1. 11.

   2.2. En el Nuevo Testamento

   Cristo manifestó su deseo de que su Iglesia fuera uni­versal y abrazara todos los pueblos. Rompió de alguna forma el enclaustramiento del judaísmo del templo: "Mujer, créeme, está llegando la hora, mejor dicho ha llegado ya, en que ni en ese monte ni en Jerusalén, sino en todo lugar, se adorará al Padre en espíritu y en verdad." (Jn. 4. 21)
   El sabía que su mensaje estaba destinado a todo el universo: "Será predicado este Evangelio del Reino de Dios en todo el mundo." (Mt. 24, 14).
   Y se lo dijo hasta el último momento a sus seguidores: "Estaba escrito que en su nombre se anunciara a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la conver­sión y el perdón de los pecados." (Lc. 24. 47)
   Lo quiso con tal claridad que hizo el mundo entero destino de sus Apósto­les o enviados: "Id y enseñad a todos los pueblos". (Mt. 28. 18 y Mc. 16. 15).  Los discípulos fueron conscientes de ello y fueron sus testigos universales: "Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaría y hasta los extremos de la tierra." (Hech. 1, 8).

    La comunidad primitiva de Jerusalén comenzó la tarea de irradiación y pronto se difundió por el territorio cercano a Jerusalén (Judea y Samaría y Galilea). Pero llegó un momento en que fueron tantos en toda Palestina que se extendieron por las colonias judías de todo el Mediterráneo, que eran numerosas. Llegaron también a Antioquía, la capital de la Provincia romana de Oriente. Allí fue donde precisamente comenzaron a llamarse cristianos los seguidores del Nazareno. (Hech. 11. 26)

   Tenemos la referencia de los recorri­dos católicos de Pablo, el convertido, (Hech. 13 a 28). Pero quedan desconocidos los itinerarios de los demás Apóstoles, que llegaron desde Efeso a donde fue Juan, hasta Egipto a donde según la tradición fue Mateo; desde la India, a donde llegó Tomás según las creencias locales hasta el “finis te­rrae”, entonces en la zona citerior de Iberia, a donde debió llegar Santiago, el boanerges (hijo del trueno), según cree la tradición. El mismo Pedro entró en el corazón del Imperio, la Roma imperial, como desafío de catolicidad y signo de esperanza.


    Es evidente que la expansión apostóli­ca fue un rasgo decisivo en la configura­ción de la Iglesia y un signo indiscutible y sacramental de los planes de Dios. El Apóstol Pablo ensalzó esta difusión con alegría, a medida que fue dándose cuenta de lo que ella significaba: "Por toda la tierra se difundió su voz [la de los mensajeros del Evangelio] y hasta los confines del orbe su pregón." (Rom. 10. 18). Y anunció que un día, cuando el numero de gentiles predestinados por Dios hubiera cubierto el cupo, también habría sitio en la Iglesia para los herede­ros de Israel, que rechazaron antes la sal­vación que se les brindaba, pero que también se convertirían para ser objetos de misericordia. (Rom. 11. 25).
    Como buen Israelita S. Pablo se pre­guntaba: "Pero, ¿es que Dios ha repudiado a su pueblo elegido? De ningún modo, que yo también soy israelita, descendiente de Abrahám... La verdad es que Dios ha elegido un resto... pues no todo Israel ha conseguido lo buscado. Lo han logrado los elegidos por Dios para la salvación... Incluso tengo que afirmar que la ruina de unos ha servido para que las demás naciones puedan salvar­se." (Rom. 11. 1-11)

   3. Conciencia eclesial

   El título de "Iglesia católica" fue em­pleado ya en tiempos primitivos. El primero que lo usó parece que  fue San Ignacio de Antioquía: "Donde está Jesús, allí está la Iglesia católica." (Smyrn. 8. 2). Cuatro veces se usa en el Martyrium Polycarpi: tres de ellas con la misma significación de "Iglesia extendida por el mundo”; la otra como "llamada a exten­der la recta doctrina, la ortodoxa." (16. 2)
   Desde fines del siglo II, el término se hizo común: Canon de Muratori, Tertulia­no, San Cipriano, S. Epifanio, Símbolo de Nicea.  San Cirilo de Jerusalén explica en sus Catequesis Bautismales que "Iglesia católica" "es el nombre propio de la santa Iglesia, madre de todos nosotros y esposa de nuestro Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios." (Cat. 18, 26)
   Interpreta la catolicidad de la Iglesia, no como extensión, sino como posesión de una doctrina para todo el mundo, que condu­ce a todos los hombres a Dios para recibir el perdón de los peca­dos, pues Cristo se lo ha man­dado (Cat. 18. 23).
   San Agustín prefiere ver en el término "católico" la extensión territorial de la Iglesia. (Epist. 93.7 y 23). Alude con frecuencia a las Escrituras para procla­mar que la verdad de la Iglesia tiene que extenderse al Universo ente­ro. (Epist. 185, 1; Serm. 46)

  

 


 


 
 
 

 

 

   

 

 

4. Catolicidad y pertenencia.

   La catolicidad implica aspirar a que todos los hombres se conviertan en miembros de la Iglesia. Y miembros de la Iglesia son los que han recibido el sacra­mento del Bautismo y no se han separa­do de la fe y de la comunión con la co­munidad cristiana. En relación a la catoli­cidad de la Iglesia, se plantea el proble­ma de quiénes y cuántos son estricta­mente los miembros de la Iglesia.

   4.1. Catolicidad restrictiva.

   No han faltado en la Iglesia actitudes exigentes y restrictivas que la han visto como una sociedad sólo de bautizados en la comunión eclesial, sin aceptar expresiones ambiguas de pertenencia eclesial a perso­nas no vinculadas formal y jurídi­camente con la comunidad.
   Pío XII, en su encíclica Mystici Corporis, hizo la siguiente declaración: "Entre los miembros de la Iglesia sólo se han de considerar tales aquellos que recibieron las aguas regeneradoras del bautismo y profesan la verdadera fe, y no se han separado para su desgracia de la contex­tura del Cuerpo Místico ni han sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimos delitos" (Denz. 2286).
   En una interpretación literal y exigente de este criterio, quedarían fuera de la Iglesia todos los ortodoxos, los evan­géli­cos, los refor­mados, los que han incurri­do en penas de excomunión, los catecúme­nos que no han recibido el bautismo y los pecadores públicos.
   Y esto debido a que, para ser de la Iglesia, es preciso haber recibido váli­damente el Bautismo y vivir conforme a él; profe­sar la fe verdadera; hallarse unido a la comuni­dad de la Iglesia. Los miembros de la Iglesia, y por lo tanto su ámbito católico, son más bien limitados.

    4.2. Catolicidad comprensiva
 
    Hay interpretaciones más amplias, liberales y pluralistas, que hacen a todos los que aman al Señor verdaderos se­guidores de su cruz y miembros de una Iglesia que se procla­ma "universal", católica y cristiana, y más "cuerpo místico" que "sociedad" terrena.
   Alu­den a textos evangélicos diversos, como el que recoge las palabras de Jesús: "Los que no están contra vosotros están con voso­tros." (Lc. 9.50). Y sugieren que esa "iglesia" se encuentra allí donde se ama a Jesús y no sólo donde se obedece a la autoridad y a las normas. En este sentido, la dimensión de la catolicidad toma una dirección más ex­pansiva y espiritual. La Iglesia está  donde se hallan los que aman a Jesús, no donde se hallan los que cumplen la ley, aun­que tal ley sea el Código de Derecho Canónico. Defienden una catoli­cidad más pasto­ral y evangélica que formal y jurídica.
   El Bautismo se convierte sólo en la confir­mación, no tanto en la condición, de esa pertenencia eclesial. Por encima del signo sensible, se pone la actitud del corazón: caridad fraterna, amor a Dios, buenas obras, actitudes firmes en la vida: "No el que dice Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre" (Mt. 7.21)

  Hay muchos hombres que por las cir­cunstancias no han tenido posibilidad de entrar en las estructuras formales de la Iglesia, pero cumplen con el mensaje evangélico: adoran a Dios, le ofrecen tributos, aman al prójimo, son justos y honestos, fieles y respetuosos, altruistas y pacíficos. De una o de otra manera les ha llegado el mensaje de Salvador. Se les debe considerar miembros de la Iglesia, a la que pueden ir conociendo con más o menos precisión o claridad y en cuya vida de amor participan.
   Según las enseñanzas cristia­nas, el Bautismo es condición de entrada en el Reino de Dios (Jn. 3. 5) y llave para conseguir la eterna salvación (Mc. 16. 16). Pero unos lo reciben antes y otros después, según su conciencia, las circunstancias de su entorno, su forma­ción y la luz que ilumina su men­te. Pero, aunque algunos no lo hayan recibi­do en forma de agua, lo tienen en forma de amor y de deseo. Es el caso de los cate­cúme­nos, de los hombres buenos y justos en ambientes paganos, de los que viven en ambientes cristianos sin bautizarse por la indiferencia, que no malicia, de sus padres
   Conviene también recordar que hay personas honradas, que a veces rehu­yen o rechazan las estructu­ras eclesiales terre­nas y jurídi­cas, por identificar iglesia y claro y por con­fundir la realidad de los "hombres de Iglesia" con la "Iglesia de los hombres".
   No se pretende con esto ignorar o poner en duda la necesidad del Bautis­mo para estar de lleno en la Iglesia católica, sino recordar que la es la Igle­sia la defi­ne sus leyes y no las leyes las que defi­nen la Iglesia.

 

 

5. Los ausentes de la Iglesia

   Es idea dominante en la tradición cristiana de que aquellos que se separan de la fe y de la comunión de la Iglesia ce­san de ser miembros suyos. A pesar de esa idea general, no es segura tal precisión discutible y parcial. Hay una per­tenencia radi­cal, jurídica, teológi­ca; y hay una pertenencia menos disciplinar y más espiritual.
   Cuando un cismático, un hereje o un pecador público lo son por malicia y con con­ciencia de la distancia que ponen entre ellos y Cristo, la situación es dife­rente de cuando llegan a tales situaciones arrastrados por la ignorancia o la debilidad. A estos últimos no se les debe declarar excluidos, o rechazados, de la Iglesia. Cristo se encarnó por ellos también y ellos no han rechazado a Cristo.
   San Pablo deseaba que se evitase el trato con los que pertinazmente se empeñaba en el mal, para alejar el escándalo y la corrupción. (Tit. 3, 10). Pero era consciente de que Cristo había venido para salvar a todos, incluso a los que se em­peñaban en alejarse del bien y a todos ofrecía el Espíritu Santo, si sólo estaban bautizados con el bautismo de Juan. (Hech. 19.1-5)

   5.1. Diversas actitudes
  
   En la Iglesia, las actitudes han varia­do en este terreno. Unas veces han sido más rigurosas y en otros momentos han parecido más condes­cendientes. Tertu­liano decía: "Los here­jes no tienen participación en nuestra doctrina, y el ser priva­dos de la comu­nión eclesiástica atestigua en todo caso que están fuera de la misma." (De Bapt. 15).
   Otros Pa­dres y escritores antiguos se­guían esa explica­ción con cierto rigorismo. San Agustín indicaba que el hereje es miem­bro seccionado del cuerpo y deja de ser de él. (Serm. 267. 4). Y llega a proclamar: "Ni los herejes ni los cis­máti­cos pertenecen a la Iglesia católi­ca." (De fide et symb. 10. 21).
    Pero las actitudes y los planteamientos no son tan contundentes cuando de las personas honestas se trata. Al me­nos no es fácil asumir que la Iglesia tiene un cuer­po y un alma tan biológicos como el hombre real y es difícil entender que se pue­da pertenecer al alma eclesial por las buenas intenciones, pero no al cuerpo por las limitaciones que vienen de la disci­plina pasajera.
    Los criterios y expresiones más libera­les son más conformes con el concepto de catolicidad eclesial, sobre todo en un mundo como el ac­tual. El que el pluralismo, el ecume­nis­mo y la diversidad de la cultura moderna reclaman una revisión de los criterios de pertenencia y una diferenciación sufi­ciente entre el misterio eclesial del men­saje de Jesús, destinado y abierto a todos los hombres y los lenguajes teoló­gicos (jurídicos, canónicos, sociales, tradicionales) que pueden ser objetivamente valiosos, pero pastoralmente ineficaces.
   Y no hay que olvidar que Jesús es un Señor mise­ricordiosos que está por encima de la Ley, del Templo y de Moi­sés. Es Señor del sábado judío y del domin­go cristiano también.
   Tal vez sea el mejor criterio pedagógi­co y catequístico para los tiempos actua­les, sobre todo si tenemos en cuenta que el Concilio Vaticano II declaraba: "El mismo Cristo llama a la Iglesia peregri­nante hacia una perenne reforma, ­de la que la misma Iglesia, en cuanto Institución terrena y humana, tiene siem­pre necesidad; hasta el punto de que, si algu­nas cosas fueron menos cuidadosamente observadas bien por circunstancias especiales, bien por la disciplina eclesiástica o por las formas de exponer la doctrina, que debe con cuidado distinguirse de lo que es depósito de la fe, se restauren oportu­na y debidamen­te."   (Unitatis reditegratio 6)