CIELO
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   La esencia del cielo, en el sentido religioso de premio, es la contempla­ción de Dios por toda la eternidad. Es un concepto que transciende el de gloria, olimpo, paraíso, edén, cosmos, firmamento, universo.
   Cuando hablamos en lenguaje cristiano de cielo, aludimos al estado de las almas de los justos que han recibido, en el instante de la muerte, el don del encuentro amoroso con Dios.
   Esas almas de los justos, libres de toda culpa y pena de pecado, entran directamente en la visión divina, en la bienaventuranza eterna. Las que tienen alguna mancha, pena o culpa, deben purificarse antes en el Purgatorio. Las de aquellos que hayan libremente elegido alejarse de Dios por el pecado de muer­te, se ven privadas para siem­pre de seme­jante felici­dad. Así de simple es el enun­ciado sobre el premio que recibirán los que hayan amado de Dios.
   Sin embargo, la explicación de lo que es el cielo y de todas las expresiones y concepciones antropomórficas que acompañan a este mensaje de la misericordia divina no resultan siempre tan claras y fáciles de entender.

  1. La esencia del cielo

   El cielo no es, ni puede ser, un lugar físico, en donde se goza al estilo de la tierra. No es un ámbito similar al espacio cósmico, ya que fuera de la realidad astronómica, el tiempo y el espacio carecen de entidad real. No podemos identificar el cielo con una referencia material, por bella o pura que la supon­gamos. Es más bien un estado de per­fecta felicidad sobrenatural, una situación de intimidad con el Ser Supremo, un arcano inexplicable, pero real, en donde la criatura se halla unida al Creador en el orden de su naturaleza, y en donde el hombre santificado por la gracia se adentra en el misterio divino de forma misteriosa, incomprensible e indefinible.
   Lo único que podemos decir del cielo, en cuanto realidad sobrenatural, es que consiste en ver a Dios "tal cual es" y que esa visión de Dios origina una felicidad maravillosa. Por eso, para entender lo que es el cielo, tendríamos que comprender lo que hay detrás de ese "tal cual es"; y Dios es incomprensible.
   Es el perfecto amor a Dios, que de esa unión con Dios resulta, lo que pro­duce la felicidad eterna y lo que constituye un estado de bienaventuranza.
    Sólo en referen­cia a esa visión beati­fica (lumen gloriae) podemos entender el concepto de "encuentro con Dios", que es algo alejado de toda analogía mundanal, por bella y gratificante que la consideremos; y es algo superior al amor humano, entendido como lo que es en este mundo: la adhe­sión afectiva a un ser preferido.
   En el Credo se afirma como dogma la realidad de la "vida eterna". Y se expre­sa con esta fe la certeza de un estado gratificante y gozoso, que sigue a la muerte de quien vive unido a Dios.
   La expresión más frecuente para entender lo que es esa visión entitativa fue siempre la de "contemplar a Dios cara a cara", repetida en la Iglesia desde la Constitución dogmática "Benedictus Deus" de Benedicto XII, de 1336. En ella se explica el cielo como "visión de la divi­na esencia de forma inmediata y abierta, clara y sin velos: es visión que produce felicidad inmensa, quietud maravillosa, alegría incontenible, eterno descanso." (Denz. 530, 693, 696).

   2. El cielo en la Biblia

   La idea de otra vida "gloriosa" se va perfilando paulatinamente en la Palabra de Dios, a medida que se desarrolla la terminología y los conceptos abstractos en la Historia de Israel.
   Se inicia en los conceptos físicos babi­lónicos que aparecen en el Génesis: "Al principio creó Dios el cielo y la tierra." (Gen. 1.1). Y se entiende como "lugar" en el que mora Dios.
   Se completa con la posterior idea más sublime del Nuevo Testamento, que se abre en diversas expresiones: "la Casa de mi Padre" (Mc. 16.19), "la Mo­rada de los ángeles" (A­poc. 8.2), el "Trono de Dios" (Apoc. 7.9), la "Derecha del Padre" (Mc. 16.19), la "Vida eterna" (2 Cor. 5.1), el "Reino de Dios." (Lc. 15.18 y 21)

   2.1. En el Antiguo Testamento


 
 

 La idea del cielo, como referencia a la divinidad o como destino de la humani­dad, se desarrolla en el Anti­guo Testamento de forma sugestiva como eco de las culturas del entorno. Predomina la idea de firma­men­to, de espacio superior, de cosmos. Allí habitan los dio­ses paga­nos de los babilonios y de los egipcios.
   Para los autores sagrados, es lugar en el que los ángeles reciben a los jus­tos para recompensar sus buenas obras. La idea de la supervi­vencia en los primeros tiempos es difusa y ambi­gua. Se cree que las almas bajan al morir a los infier­nos (sheol), donde llevan una exis­ten­cia silencio­sa, pasiva, sombría y triste.
   La suerte de los justos es mejor que la de los impíos. Más no se define nin­guna situación agradable y trascendente. Con el tiempo, se desarrolla la idea de que el cielo es el "Trono de Dios": Is. 66.1; Ecclo 5.1; Salm. 2.4; Salm. 11.5. Job. 22.11) Y se hace del cielo "lugar donde habitan los ánge­les": Salm 89. 6; Dan 7.10; Job. 1.6.
   La confianza de que Dios recompensa con el cielo a los justos que cumplen su vo­luntad comienza a entreverse en el Antiguo Testamento en los libros más recientes. El salmista expresa ya la espe­ranza de que Dios liberte su alma del poder del abismo y le dé una recompensa en la eternidad: Salm. 49. 16; 73. 26). Pero no tiene claro dónde ni cómo.
   Sin embargo, escritos como el de Daniel afirmarán ya que el cuerpo resu­citará para vida eterna o para eterna ver­güen­za y confusión (Dan. 12. 2). Y los Macabeos expresarán con claridad la idea de que los mártires resucitarán y recibirán la recompensa en forma de triun­fo personal y del pueblo al que pertenecen. Aparece ya la certeza de la resurreción y la esperanza en la vida eterna (2 Mac. 6. 26; 7. 29 y 36).
    El libro de la Sabiduría, último escrito de los 46 del Antiguo Testamento, des­cribe la felicidad y la paz de las almas de los justos que descansan en las manos del Señor Yaweh y viven cerca de Dios en forma triunfante. (Sab. 3. 1; 5. 16). No clarifica la eternidad ni la sobre­naturali­dad, pero intuye que su situación es misteriosamente excelente, al menos en referencia a los malvados.

   2.2.  El Nuevo Testamento

   Los textos y referencias atribuidos a Jesús por los evangelistas cambian la perspectiva celeste. Cuando Jesús habla en parábolas, alude a la felicidad del cielo bajo la imagen de un banquete de bodas (Mt. 25. 10; Mt. 22. 1-5; Lc. 14. 15-17) o de un "lugar de tesoros" (Mt. 6. 20; Lc. 12. 33). Jesús habla de bienaventuranza y de "vida eterna" a lo que Dios tiene reser­va­do para los fieles: Mt. 18. 8; Mt. 18. 29; Mt. 25. 46; Jn. 3. 15; Jn. 5. 24; 6. 35-59; 10. 28; 12. 25; 17. 2. Y alude al lugar donde los ángeles con­tem­plan el rostro de Dios Padre:  Mt. 18. 10; Mc. 12. 25; Mc. 13. 32.
   Expresa que esa "vida eterna es co­nocerte a Ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo." (Jn. 17. 3). 
   A los limpios de corazón les promete que verán a Dios: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios". (Mt. 5. 8; Lc. 12.33). Y ver a Dios es, de alguna forma, estar dentro de Dios: Mt. 16.19 Lc. 19-38, dando a entender que cielo y Dios se unifican.
   San Pablo perfilará ya una clara y sugestiva concepción sobre la realidad del cielo. Insiste en el carácter misterioso de la bienaventuranza futura (2 Cor. 12. 2); pero declara su magnificencia: "Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha prepa­rado para los que le aman" (1 Cor. 2. 6; 2. Cor. 12. 4). Indica que los justos reciben como recompensa la vida eterna: (Rom. 2. 7; 6. 22) y "una gloria que no tiene proporción con los padecimientos de este mundo." (Rom. 8. 18).
   En vez del conocimiento imperfecto de Dios que poseemos aquí en esta vida, allí veremos a Dios inmediatamente (1 Cor. 13. 12; 2 Cor. 5. 7) y los seguidores se mantendrán "sentados junto a Cristo Señor" (Ef. 2.6.)
   Los textos de San Juan recogen la idea más mística y fundamental de la fe en Jesús, Mesías, Hijo de Dios, como equivalente al gozo eterno: Jn. 3. 16 y 36; 20. 31; 1 Jn. 5. 13. Y proclama la más explícita afirmación evangélica de lo que es el cielo: "conocer a sólo Dios verdadero y a Jesucristo, el envia­do" (Jn 17.2). La visión inmediata de Dios nos hace semejantes a Dios. "Seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es." (1 Jn. 3. 2).
   El Apocalipsis describe la dicha de los justos como efecto de la com­pañía de Dios y del Cordero, esto es, de Cristo glori­ficado. (Apoc. 7. 9-17; 21. 3-7)

  3. Cielo y Tradición
 
   Los primitivos Padres y escritores volvieron con frecuencia su pensamiento al premio celeste y lo vincularon estrechamente con la compañía de Jesús, que habría de volver para recompensar la fidelidad de sus seguidores.
   San Ambrosio decía. "La vida eterna es estar con Cristo. Donde está Cristo está la vida y allí está el Reino." (Sobre Luc. 10). San Cipriano escribía: ¡Qué gloria y dicha el ser admitido a ver a Dios, a tener el honor de participar en las ale­grías de la salvación y de la luz eterna, en compañía de Jesucristo, el Señor Dios!" (Ep. 56.10)
   Es interesante resaltar cómo se insiste siempre en el carácter de partici­pación en el gozo triunfante de Cristo, más que en la recompensa y provecho de uno mismo. Esa di­mensión manaba espontáneamente del estilo cristocéntrico de la teología patrística.
   San Agustín recogió y sintetizó las diversas enseñanzas y habló con clari­dad de la esencia de la felicidad del cielo. La hace consistir en "la visión inmediata de Dios, grande y supremo." (De Civ. Dei XXII. 29).
   La teología escolástica posterior resaltó el carácter absolutamente sobrenatural de la vida eterna y aludió a la especial iluminación del entendimiento, la llamada luz de gloria (lumen gloriae) transformante, vinculándola a textos como el Salmo 35. 10 o el Apocalipsis 22. 5. Se diferen­ciaron las interpretaciones, según las "escuelas", en el modo de explicar el gozo luminoso de las facultades específicas del hombre a las que dieron tanta importancia.
  Santo Tomás, por ejem­plo, prefería re­sal­tar el don sobre­natural y habitual del entendi­miento, el cual capaci­ta para el acto de la visión de Dios (Summa Th. I-II. 12. 4 Y 5; Denz. 475.)
   Sin embargo, los estilos franciscanos de S. Buenaventura y de Duns Scoto identificaron más la felicidad celestial con el amor (caritas) y el gozo (gaudium, fruitio) del objeto amado: Dios.

  

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4. Propiedades del cielo

   Es fácil entender y aceptar que la doctrina del cielo es más para experi­mentarla que para explicarla teológicamente. Sin embargo, bueno será resal­tar los dos rasgos más explícitos de ese re­galo divino.
 
   4.1. Su eternidad

   La felicidad del cielo durará para siempre, de forma inmutable, estable, irreversible, como todo lo que se piense para después de la muerte. El Papa Benedicto XII lo declaró con claridad: "Una vez que haya comenzado en ellos esa visión intuitiva cara a cara, y ese goce, subsistirán continuamente en ellos esa misma visión y ese mismo goce sin ininterrup­ción ni tedio de nin­guna clase. Durará hasta el juicio final y, desde éste, indefi­nidamente por toda la eterni­dad." (Denz. 530)
   Jesús comparó la recompensa de las buenas obras a los tesoros guardados en el cielo, "donde no se pueden robar por los ladrones ni la polilla los deterio­ra. (Mt. 6. 20; Lc. 12. 33). Quien se ganare ami­gos con la injusta riqueza (mammona) de este mundo, será recibi­do con alegría en las "eter­nas moradas del cielo." (Lc. 16. 6).
   Los justos irán a la "vida eterna": Mt. 25. 46; Mt. 16. 29; Jn. 3. 15. En ella por siempre "verán el rostro de Dios." (Apoc. 7.9; Rom. 2. 7).
   San Pablo habla de la eterna bienaventuranza y emplea la imagen de "coro­na imperecedera, la que no se marchi­ta".(1 Cor. 9. 25). Y San Pedro la llama "coro­na inmarcesible de gloria." (1 Pedro 5. 4). Ambos resaltan el sentido de premio. San Agustín explicaba la eterna duración del cielo y la asociaba con su plenitud y perfección: “¿Cómo podría hablarse de verdadera felicidad si faltase la confianza de la eterna duración?" (De Civ. Dei XII 13.1)

   4.2. Desigualdad

   Pero también es importante el enten­der que el grado y nivel de la gloria eterna, del cielo merecido, será variable, pues dependerá de los méritos y rique­zas adquiridas en este mundo.
   El Decreto para los Griegos, del Con­ci­lio de Florencia de 1439, de­claraba que las almas de los salvados "descubren claramente al Dios Trino y Uno, tal cual es; pero unos con más perfección que otros, según la diversidad de sus merecimientos." (Denz. 693). Fue idea doctrinal que recogió y refrendó también el Concilio de Trento. (Denz. 842)
   Algunos escritores heterodoxos no entendieron esa desigualdad y reclama­ron que toda gloria tiene que ser igual para todos, pues en Dios no puede haber diferencias. Así lo enseñaba el hereje Jovi­niano (influido por el estoicis­mo) en tiempos de S. Agustín. Mil años después lo postuló, contra todo sentido común, el mismo Lucero, quien considera­ba las diferencias ofensivas para la generosi­dad de Cristo.
   Sin embargo, el mismo Jesús aseguró: "El Hijo del hombre dará a cada uno según sus obras." (Mt. 16. 27). Y San Pablo explícitamente afirmó: "Cada uno reci­birá su recompensa conforme a su trabajo." (1 Cor. 3. 8). Y recalcó la conveniencia de hacer buenas obras para recoger abundantes frutos celestes: "El que escaso siembra, escaso cosecha; y el que siembra con largura, con largura cosechará." (2 Cor. 9. 6 y 1 Cor 15. 41)
   Los comentaristas antiguos resaltaron la enseñanza de Jesús, de que "en la casa de mi Padre hay muchas moradas" (Jn. 14. 2); y entendieron por tales, las diferencias en el modo de habitar en el cielo después de la muerte. Tertuliano decía: "¿Por qué va a haber tan­tas moradas en la casa del Padre, sino por la diversidad de merecimientos?" (Scorp. 6). Y San Agustín consideraba el denario que se entregó por igual a todos los trabajadores de la viña, a pesar de la distinta duración de su trabajo (Mt. 20. 1-16), como una alusión a la vida eterna, para todos eterna en tiempo. Pero afirmaba que las muchas moradas de la casa del Padre (Jn. 14. 2) son los "dis­tintos grados de recompensa que se conceden en una misma vida eterna.., sin que pueda haber envidias en los justos por su condición de tales". (Adv. Jovin. Il 18-34)

 

5. Felicidad accidental.

   Un tema que ha ocupado, más que preocupado, a muchos escritores ascéti­cos de todos los tiempos es si en el cielo se pueden tener, además de la felicidad esencial de la visión divina, otros signos de felicidad accidental procedente del conocimiento y amor de personas, bienes o situaciones nacidas en vida y en el mundo.
   La piedad tradicional enseña lo que, por sentido común, es normal: que los justos en la Patria celestial conservarán la inteligencia y gozarán con todo lo que de bueno puedan conocer como realidad de este mundo y en el otro. Pero es inexplicable el modo y el tiempo. Será motivo de felicidad el hallarse en compañía de Cristo Jesús, hombre divi­nizado, y de su Madre María. También lo será el relacionarse con los ángeles y con los santos. Y se sentirá el gozo de volver a reunirse con los seres queridos y con los amigos que se tuvie­ron en el mundo.
   Serán conexiones misteriosas, desde luego muy diferentes de las existentes en este mundo. Pero, por misteriosas e inex­plicables que sean, no pueden ser miradas como meras metáforas.
   Si algún motivo hubiera de pena (pérdida eterna de otros seres queridos), habrá que pensar que el gozo accidental se dará en Dios y, por lo tanto, esas "desgracias" no originarán tristeza, como si de este mundo se tratara, pues se diluirán en la absoluta entrega a la vo­lun­tad y a la justicia divina.
  Incluso, podemos pensar que los san­tos, en el cielo, conocen de alguna for­ma las mismas cosas que les afectaron y acontecieron en la tierra: sus familias, sus obras e instituciones de caridad, sus seres queridos dejados en vida, etc. En Dios las ven y ante Dios inter­ceden para que la bon­dad providencial las cubra con su sombra.
   No dejan de ser explicaciones a la manera humana, sin que en realidad podamos decir mucho más. También es posible que, como ense­ñaron algunos teólogos de la época escolástica, haya variedad de justos en el cielo. En aquella época se hablaba de tres clases de bienaventurados que, además de la felicidad esencial (corona áurea, decían), recibirán una recompen­sa especial (aureola, pensaban) por las victorias conseguidas. Tales son: los que son vírgenes, por su victoria sobre la carne. (Apoc. 14. 4). Los mártires, por su victoria sobre el mundo. (Mt. 5. 11). Y los doctores de la fe, por su victoria sobre el Diablo, padre de la mentira. (Dan. 12. 3; Mt. 5. 19). Así lo comentaba Santo Tomás, que identificaba "aureola" con el gozo por las buenas obras.
   Esos gozos y esos signo de fidelidad son más conclusiones científicas de los pensadores que datos estrictamente e­manados de la Revelación divina, según Sto. Tomás (Suppl. a Summa Th. 96. 1)
   Nada se opone a que esto responda a algún tipo de realidad. Pero de lo no hay duda es de que, en la Patria eterna, las cosas serán algo diferentes de las previsiones, categorías y emblemas de este mundo en el que vivimos.

  6. Catequesis sobre el cielo

  La catequesis sobre el misterio del cielo siempre se debe teñir de connota­ciones de alegría y de esperanza. Es el regalo que Dios tiene preparado para los que le aman.
   - Se debe resaltar el sentido del amor a Dios que durará toda la eternidad, más que el egocéntrico placer de obtener una recompensa agradable. Con todo, cuan­to más pequeño es el catequizando, el carácter de premio debe ser más resal­tado, así como la referencia a la propia persona que va a gozar de él.
   - No es bueno el "sensorializar" dema­siado el sentido de cielo: luces, flores, músicas, comidas, fiestas... La realidad es más trascendente y misteriosa. Hay que ofrecer una "imagen" de cielo que pueda mantenerse con el paso de los a­ños y con el desarrollo de la capacidad de abstracción de las personas.
   - El cielo es, ante todo, compañía perpetua de Dios y plenitud en la alegría de haber cumplido con su voluntad. La mejor forma de presentarlo es apoyarse en los textos de la Escritura, sobretodo lo que hacen referencia a las mismas palabras de Jesús.
   - También es bueno vincularlo con sentido práctico a las realidades cotidia­nas de la vida: sufrimientos, dificultades, momentos difíciles, desgracias, etc. El cielo es el centro de referencia de la esperanza cristiana. Hay que prender hondamente esta idea en los catequizan­dos de todas las edades.
   - La grandeza del cielo resalta más en la mente de los niños y personas no excesivamente maduras en la fe con el contraste de su pérdida o ausencia. Al compararlo con el infierno, es cuando adquiere mejor su sentido último; y se desea con más ardor, al asociarlo a las buenas obras, de las que es el premio. Con frecuencia tales personas entien­den mejor lo que hace sufrir que lo que hace gozar. Temen el castigo, más que ambi­cionan el premio.
   - Buena consigna catequística es el hacer que los mismos catequizandos i­maginen, describan y, poco a poco, comprendan lo que es el cielo.
   El punto de vista del Catecismo de la Iglesia Católica es buen criterio para pare presentar este agradable misterio a todas las edades de la vida: "En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan  cumpliendo con alegría la voluntad de Dios en relación a los demás hombres y a la creación entera. Reinan con Cristo. Y con El, ellos reinarán por los siglos de los siglos. (Apoc. 22.5)." (Nº 1029