CREDO
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    Credo en general significa literalmente "creo", es decir "mi expresión de fe". Es, por lo tanto, el conjunto de ideas, verdades, misterios, creen­cias o doctrinas que una persona acepta y profesa.

   1. Significado

   En la terminología cristiana, alude desde los primeros tiempos a la fórmula que recoge ordenadamente los enunciados de los principales dogmas.
   Puede aplicarse, por extensión, a la misma fe religiosa de los creyentes. En­tonces se presenta como casi sinónimo de creen­cias básicas de la Iglesia.
   Y en general el término "credo" se ha convertido en lista de creencias asumidas por los proséli­tos de una religión, sistema o doctrina cualquiera.
   Pero, en senti­do más estricto, implica cierto orden, índice progresivo o sumario sintético de los principales dogmas, principios o artículos de fe que profesa una comunidad creyente.

   2. Evolución del término

   El alcance histórico del término "credo" ha estado prioritariamente asociado a la fe cristiana, más que a otras confesiones religiosas, desde los primeros siglos.
   Explícitamente ya en el siglo III, se aludió con el término a los diversos modos de expresar la fe que tenían las comunidades primitivas, no siempre coincidentes en determinados matices o expresiones. A veces, la misma formulación del "credo" llegó a provocar disensiones y polémicas teológicas.
   Por eso fue frecuente el intento de dilucidar el modo de "confesar", de proclamar, la fe y se multiplicaron reuniones, sínodos o concilios, en los que se reunieron obispos, pastores, teólogos, con la intención de clarificar las expresiones.
   Las polémicas permitieron la clarificación de las doctrinas y, con la claridad en lo que se creía, se llegó a la nitidez en los modos de formular las verdades. Así se fue discerniendo los que eran verdaderas (católicas) de lo que se filtraba como enseñanzas heréticas o erróneas.
   Las iglesias latinas prefirieron emplear el término griego de "Símbolo", que etimológicamente significa signo o emblema de lo que se profesa. Como tal se habló a lo largo de la Edad Media y se sigue empleando hoy cuando se alude a la lista de verdades básicas en las que se cree.
   En el siglo XVI, los protestantes prefirieron usar el término "confesión" (Confesión de Augsburgo (Junio de 1530), Confesión de las cuatro ciudades imperiales, Confesión Helvética, para no atarse a la forma tradicional de expresar las creencias básicas.

   3. Historia del Credo

   En los textos evangélicos se intuye ya alguna forma de definición clara de lo que se profesa. Se alude en ocasiones a los modos de predicación trinitaria, "Id y predicad a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo". (Mt. 18. 19).
   Y se parece entender en esas referencias que los oyentes y convertidos se hacen capaces, por la predicación, de asumir y aceptar la tal predicación

   3.1. Ya en la Escritura.

   San Pablo hablaba también a los Romanos de una "regla de doctrina", que expresara el seguimiento de la fe para salir del pecado (Rom. 6. 17). Y declara la necesidad de creer de corazón y "confesar la fe con la palabras y las obras para salvarse." (Rom. 10. 10) En diversidad de alusiones entreve la necesidad de poder decir lo que se cree (Ef. 120-23, Filip. 2. 5-11, 1. Tim. 6.13, Col. 1. 21-22, etc.)
   En los Hechos de los Apóstoles se narra, aunque hay duda de si el texto pertenece al documento original o es una interpolación o glosa posterior que aparece en muchos manuscritos antiguos, la petición del diácono Felipe al eunuco que quiere bautizarse. Ante su demanda de si cree, el texto antiguo recoge la expresión: "Creo que Jesús es el Hijo de Dios, y es el Mesías" (Hech. 10. 17). Aunque no sea estrictamente bíblico este fragmento, su antigüedad es indiscutible. Puede remontarse al siglo III, incluso a finales del II.
   Era natural ya en la primitiva Iglesia, la de los Apóstoles, que se precisara alguna fórmula para poder expresar las propias creencias, máxime teniendo en cuenta la procedencia judía de los primeros creyentes y la abundancia de formulaciones del Antiguo Testamento.

   3.2. Tiempos catecumenales

   La forma catecumenal de preparar a los creyentes que se iban progresivamente instalando en las comunidades cristianas así lo exigían. Eran cada vez más frecuentes las adhesiones de los conversos procedentes de modelos religiosos ajenos por completo al judaísmo. Con frecuencia eran portadores de una cultura griega muy dada a las formulaciones clarificadoras. Y esperaban que el mensaje cristiano se pudiera definir con modos expresivos claros y permanentes.
   Así aparece en los primeros escritos no inspirados que conservamos, por ejemplo en la "Didajé o Doctrina de los doce apóstoles", del final del siglo I (7.2 y 9.5)
   La necesidad de la clarificación doctrinal llega a su cumbre en los co­mienzos del siglo IV en casi todas las comunidades Oriente y de Occidente. Los procesos de formación de los que llegan al cristianismo se van haciendo cada vez más explícitos, como se advierte en documentos al estilo de los siguientes:
     - Didascalia, c. 250;
     - Tertulia­no, en sus cuatro fórmulas de fe (De prescrip. c. 13);
     - Cánones de Hipólito, c. 220;
     - S. Cirilo de Jerusalén, Cat. 5. 12;
     - San. Agustín, Sermón 214, etc.
  "Maestro del símbolo que prepara la fe" (Doctor Symboli ac fides) llamaba Rufino de Aquileia, en el siglo IV, al diácono encargado de los catecúmenos.
   Las fórmulas claras y ordenadas de la doctrina que el postulante al bautismo debe aprender, aceptar, profundizar y transformar en vida cristiana, se convier­ten en el guión de la formación del pen­samiento. Es, al mismo tiempo, la guía práctica de las virtudes y el cauce de la adhesión a las plegarias se presentan en la comunidad en la que se ingresa.

   3.3. Base trinitaria

   San Agustín, en el siglo V, relata cómo se recitaba ya el Credo trinitario ante las demandas del Obispo que bautizaba al catecúmeno con triple inmersión y exigía "creer en Dios Padre, en Jesucristo, Hijo único de Dios, en el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia, en el perdón de los pecados y en la resurrección de la carne" (Confesiones. 8. 2)
   La fórmula trinitaria fue esencial en la formulación del Símbolo desde los primeros tiempos. Fue con toda seguridad una fórmula redactada e inspirada en las mismas palabras de Cristo (Mat. 28. 19) y desde el principio tal confesión fue reclamada por los seguidores de Jesús a los nuevos conversos. (Hech 2. 38 y 19. 3)
   Y la vinculación con la liturgia bautismal quedó patente en todas las comunidades, en cuanto se introducía en el rito de iniciación la confesión clara que expresara la libre adhesión a lo que confesaba la comunidad que recibía al neófito.

 

4. Los tipos de credos

   Entre las muchas fórmulas que se difun­dieron en las diversas cristiandades, la tradición católica ha considerado modélicas y referenciales las de cuatro símbolos o credos:
  - el de los Apóstoles, que es la profe­sión más antigua de la fe que se usó en la Iglesia;
  - el del Concilio Nicea (325);
  - el complemento del Concilio de Constantinopla (381);
  - el de san Atanasio.

   4.1. El credo romano

   Fue una de las primeras fór­mulas de fe que se extendieron por las cris­tiandades de Occidente. Se le llamó también "Credo de los Apóstoles" desde el siglo IV. Esta expresión "Símbolo de los Apóstoles" aparece por primera vez en la carta del Concilio de Milán (390) al Papa Ciricio. Desde ese momento, se hace usual la expresión, entendién­dose con ella el Credo romano.

   4.1.1. Originalidad

   El primer documento que declara tal origen es el "Comentario al Símbolo de los Apóstoles", de Rufino de Aquileia, hacia el año 400 ó 410.
  Más tarde propagan esta opinión San Jerónimo en siglo V, San León Papa en VI y San Isidoro en el siglo VII entre otros.
  En la Edad Media se con­solida la creencia ya gene­ralizada y se atribuye una frase o sentencia a cada uno de los doce antes de separarse, afirmando su intención de redactar una confesión de fe consensuada, organizada trinitariamente y com­pletada con la referencia a la Igle­sia, al perdón del pecado y a la resurrección.
  Incluso se llega a considerar el credo tan inspirado como la misma Escritura Sagrada, por el origen apostólico de cada verdad proclamada y por la supuesta acción del Espíritu Santo sobre ellos.
  Las diversas opiniones del orden apostólico insinuado confirman el carácter legendario de esta atribución. El orden preferido parece que fue el del canon eucarístico de Roma: Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago, Simón, Judas, y de nuevo Tomás.
  A pensar de la improbabilidad de la procedencia apostólica, no quita valor a la venerable fórmula, la cual es anterior al siglo IV con seguridad.
  El tipo de redacción de las sentencias, la condición lapidaria de las frases, la ausencia de conceptos añadidos a lo esencial, hacen sospechar a muchos expertos que su antigüedad puede re­montarse a media­dos del siglo II. San Justino y San Ireneo, de ese siglo, hacen alusiones a fórmulas de fe que reflejan una similitud casi perfecta.
   Lo que resulta indudable es que, si se mira al contenido de los enuncia­dos, el "Cre­do de los Apóstoles" reproduce las esen­cias apostólicas más claras y perfectas.
   Es también indiscutible su marca­do significado catecumental; es decir, sirvió de guía para clarificar la fe hasta entonces carismáti­ca y emotiva de los seguidores inmediatos de los Apóstoles; y respondió a la necesidad de una orientación más conceptual y cultural en la expresión de las creencias básicas de los creyentes posteriores.
   Del mismo modo, el origen romano de la formulación de este credo parece evidente, así como su extensión casi exclusiva en las Iglesias occidentales. Al menos, no es citado por ninguno de los escritores de las Iglesias de Oriente prácticamente hasta el siglo IX.

   4.1.2. El texto primitivo

   Resulta interesante contrastar la pure­za, sencillez y radicalidad de las senten­cias que configuran lo esencial del símbolo apostólico. A pesar de algunas añadiduras que se detectaron en determinados documentos o autores a lo largo de los tiempos, el eje esencial de este símbolo se ha mantenido intangible a lo largo de los siglos.
   El proceso lógico, y trinitario, de esa formulación queda patente en su configuración inmutable hasta nuestros días. Se convertirá más adelante en la guía de las explicaciones doctrinales de la Iglesia.
   La fidelidad al texto romano primitivo que aparece en autores del siglo III, sor­prende al compararlo con las leves variaciones (se ponen aquí entre [...]) que hoy todavía se emplean.

  1. Creo en Dios Padre todopoderoso [crea­dor del cielo y de la tierra].
  2. Y en Jesucristo, Hijo Unico suyo [Nuestro Señor],
  3. Que [fue concebido] del Espíri­tu Santo y nació de María, la Virgen.
  4. Bajo Poncio Pilatos fue crucificado, muerto y sepultado [y descendió a los infiernos].
  5. Al tercer día resucitó de entre los muertos.
  6. Subió a los cielos.
  7. Está sentado a la derecha del [Dios] Padre [todopoderoso].
  8. De allí ha de venir a juzgar a vivos y a muertos.
  9. [Creo] en el Espíritu Santo.
 10. En la Santa Iglesia [católica y en la comunión de los santos].
 11. En el perdón de los pecadores.
 12. Y en la resurrección de la carne [y en la vida eterna].

   Esas variaciones a las doce senten­cias o doctrinas del texto primitivo fueron introducidas a lo largo ya de los primeros siglos. Pero es de notar que se añadieron en forma de aposiciones o explicaciones, como dando a entender el deseo de precisar o aclarar algún punto ambiguo o menos entendido.

   4.1.3. Añadidura del "filioque"

   La más significativa de esas aposiciones fue la que hace alusión a la doble procedencia del Espíritu Santo, del Padre y del Hijo (filioque), una vez que se superaron las vacilaciones sobre su identidad divina.
   La palabra "filioque" (que procede también del Hijo) fue reacción ante las diversas herejías pneumatológicas. Intenta resaltar el origen divino del Espíritu y su identidad trinitaria.
   Hacia el 410, el Sínodo de Seleucia ya explicitaba la necesidad de reconocer que el Espíritu Santo es divino, como lo es El Padre y lo es el Hijo. Diversos Sínodos del siglo V fueron pronto asumiendo explícitamente este reconocimiento: Concilio II de Toledo, del 447 y el III de Toledo en el 589, por ejemplo. Las declaraciones de este últi­mo parece que fueron notablemente influyentes en las iglesias de la Galia y de Germania.
   Más impermeables a las influencias se mantuvieron las iglesias del Oriente, en donde la añadidura "filioque" no se hizo presente en sus fórmulas dogmáticas y originó aversiones con el Occidente.
   Los delegados de Constantino Coprónimo manifestaron su oposición a la añadidura en el Concilio de Gentilly en el 767. En Germania, Carlomagno reclamó su inser­ción en el Símbolo por parte del Sínodo de Aquisgrán en el 809 y envió dos Obispos a Roma para que el Papa León III sancionara tal inclusión. El Sumo Pontífice se limitó a aprobar el dogma de la doble procesión del Espíritu Santo, pero no la innovación litúrgica de incluir el término en el Símbolo, tal vez para no disgustar a las iglesias griegas que se oponían a tal innovación litúrgica. Con todo toleró que los germanos introdujeran la expresión en el canto del Sím­bolo en la liturgia.
   A partir del siglo IX, la inclusión de la doble procesión del Espíritu Santo ya constaba en la mayor parte de las igle­sias de Occidente e incluso en algunas de Oriente. Esa variación provocó entre estas últi­mas algu­nas disensiones, que preanunciaban la separación que habría de producirse con Focio, el año 858, cuando el Papa Nicolás I rechazó las pretensiones heréticas de este patriarca de Constantinopla (desde el 858) y que fue luego condenado en el IV Concilio de Constanti­nopla en el 869.
   Las disensiones con las Iglesias orientales no terminaron y la procesión del Espíritu Santo fue uno de los elementos de discordia, a pesar de las transigencias y negociaciones que se fueron prolongando a lo largo de varios siglos. Así, por ejemplo, los papas Inocencio IV y Alejandro IV, en 1254, para alcanzar la unión con la Iglesia griega, dispensaron a los griegos de explicitar en el Símbolo la palabra Filioque.
   Prácticamente fue el II Concilio de Lyon (274) el que legitimó y reconoció definitivamente la inserción de este término en el Símbolo. Los delgados griegos aceptaron entonces la doble procedencia y pareció superarse provisionalmente la disidencia. Gregorio X y el Concilio se contentaron en exigir a los griegos la fe en el dogma sin exigirles la profe­sión en el Símbolo.
   La conducta observada por Eugenio IV en el Concilio de Florencia de 1439 reavivó la aversión de los griegos, que harían a partir de entonces caso omiso del precepto de acoger el dogma y rechazaron ya desde entonces la formulación occidental.

   4.1.4. Influencia

   Todas las fórmulas occidentales que fueron surgiendo a lo largo de los siglos están calcadas con admirable fidelidad sobre el Símbolo romano.
   Su perspectiva trinitaria y su proyección cristológica, eclesiológica y escatológica, fueron moldes en que se configuraron las demás expresiones. Por eso se le consideraría siempre como un molde ideal de la doctrina.
   No cabe duda de que el redactor del Símbolo romano, o la comunidad en la que se gestó, se inspiraron en la enseñanza oral más que en la escrita.
   Es claro que se refleja en el texto la misma atmósfera que respiraron los evangelistas. Hace alusión, como ellos, a la figura viva del Mesías: de su paso por la tierra: nacimien­to virgi­nal, sufri­miento, crucifi­xión, sepultura y su exaltación. La idea capital es su existencia indiscutible y real. Proclama a Jesús como ver­dadero hom­bre, que tiene una madre en la tierra, pero que es Hijo de Dios.
  El texto armoniza la fe en un hombre real, en el que se esconde el Verbo de Dios. Y se presenta como resonancia de la confesión de Pedro que recoge el texto evan­gélico: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo. (Mt. 16.18)

 

  


 
 

 

 

   

 

 

 

 4.1.5. Conservación del texto

   En el siglo IV se hallan dos textos del Símbolo de Roma, griego el uno y latino el otro.
      *  El griego se conserva en una carta escrita hacia el año 337 ó 338 por Marcelo, obispo de Ancira, al papa Julio I, para defenderse de la acusación de arrianismo. Se conserva citada por San Epifanio (Con­tra Herejes 72).
       * El latino se halla en el comentario de Rufino de Aquileya (hacia el 410) sobre el Símbolo de los Apóstoles. Es probable que el original sea el griego y el latino no fuera más que una mera traducción.
   El texto tradicionalmente transmitido (textus receptus) procede, pues de Ro­ma, pero se fue difundiendo por todas las Iglesias de Occidente, desde las africanas a las de Galia, Germania e Hispania.
   Es bueno recordar también que en todas las Iglesias se añadieron antes o después algunas matizaciones. Con todo se mantuvo siempre el texto original con asombrosa fidelidad, prueba del respeto que mereció desde su origen.
   Las variantes son meras añadiduras explicativas, quedando siempre el mismo número de artículos y la misma orientación expresiva, breve, simple, lapidaria, radical y trinitaria.
 
   4.2. El credo niceno

   Además del Símbolo de los Apóstoles, otros Símbolo han sido usados y respetados en las diversas Iglesias.
   En muchos lugares se denominó también "apostólico" al que recitamos todavía hoy en la Eucaristía y cuya formulación fue preparada, en sus sentencias principales, en el Concilio de Nicea.

   4.2.1. Origen.

   Este símbolo tiene su procedencia en las fórmulas discutidas y redactadas por los tres centenares de Padre reunidos en el Concilio de Nicea (325). Se dispusieron con la intención de clarificar la doctrina sobre Cristo, Hijo de Dios y sobre la dimensión trinitaria de la fe cristiana.
   Por lo demás, y en contra de una tradición antigua que atribuyó la parte del Espíritu Santo al concilio de Constantino­pla (381), el texto probablemente sufrió algunas leves variaciones en determinados momentos o cristiandades.
   Aunque más tardía que el apostólico, su redacción y estructura es equivalente al primer símbolo. Lo que se intentó fue clarificar algunos aspectos con expresiones insistentes sobre lo que negaban algunos obispos o monjes. Claramente se consiguió el objetivo.
   En Roma parece fue adoptado por la lglesia bajo Justiniano; se halla aludido ya en algunos Concilios posteriores, por ejemplo, en uno de Galicia (España), en los últimos decenios del siglo V.
   De hecho el Símbolo tiene dos partes claramente delimitadas, por lo que se le suele considerar como dos símbolo que posteriormente se simplifican en las celebraciones litúrgicas.
   La parte primera, la que se refiere a Cristo, fue redactada en medio de las discusiones del Concilio en 325. Por eso se le llamó a veces "confe­sión de los 318 Padres". Su centro de atención está en la proclamación de la divinidad de Cristo, en clara alusión al combate que en Nicea se tuvo con los arrianos y en el que San Atanasio, entonces joven e inteligente diácono al servicio de su Obispo Alejandro, resaltó como clarividente campeón de la ortodoxia.

   4.2. Rasgo constantinopolita­no
 
   Es la segunda parte, la que se centra en las expresiones relativas al Espíritu Santo, la que en la tradición se atribuyó a Constantinopla, en donde se celebró un Concilio con unos 600 Obispos el año 381. Esta opi­nión no parece garantizada.
   A pesar de ello sí es seguro que en este encuentro se trató fuerte­mente de las enseñanzas de los adversarios a la divinidad de la Tercer Persona trinitaria. No consta que fuera asumida ninguna fórmula prefijada, pero sí que se clarificó la doctrina sobre la Tercera Persona trinitaria.
   Uno de los asistentes, el Obispo de Constantinopla Macedonio (desde el 360), sostenía que el Espíritu Santo era una sustancia subordinada al Padre y al Hijo y que no pasaba de ser una criatura semejante a los ángeles.
   Contra él y sus partidarios procla­mó el Concilio la afirmación de la verdadera fe.
   Por eso se le atribuyó al Concilio la redacción de las frases: "y (creemos) que el Espíritu Santo, es Señor y vivificador, que procede del Padre, que es adorado y glorificado con el Padre y el Hijo, y que ha hablado por los profetas."
   Con todo, es dudoso que la formulación fuera tan explícita. Algunos de los grandes escritores que se hallaron presentes en el Concilio, como es el caso de San Gregorio Nacianceno, no menciona tal hecho y sólo comenta la fórmula de Nicea.
   Por lo demás, existen estrechas conexiones, incluso literales, con textos que los catecúmenos debían aprender y asumir en algunas otras cristiandades. Tal es el caso de las afirmaciones de San Epifanio, en su escrito "Ancoratus" en 374, siete años antes del Concilio de Constantinopla. Y también son similares a las fórmulas bau­tismales que aparecen en las catequesis usadas en la Iglesia de Jerusalén, atribuidas a S. Cirilo (315-386), compuestas bastantes años antes del encuentro de Constantino­pla, tal vez hacia el año 353, siendo el futuro Obispo de Jerusalén simple sacerdote encargado de los catecúmenos.
   Parece casi seguro que en Constantinopla no se discutió la cuestión de las fórmulas relativas al Espíritu Santo, sino que los reunidos se limitaron a acoger y reconocer las usadas en diversas cristiandades de donde provenían.

   4.3. El símbolo de S. Atana­sio

   En muchos escritores antiguos tuvo enorme influencia, por la claridad trinitaria y la precisión terminológica, el llamado símbolo de San Atanasio (295-373), Padre y Doctor de la Iglesia.
   La atribución a San Atanasio durante mucho tiempo le hizo especialmente influyente. Y, aunque hoy esté fuera de toda duda de que no se debió al gran Obispo de Alejandría, cinco veces desterrado por su oposición a los arrianos, escritor polémico incansable, modelo de ortodoxia, no cabe duda de que fue un Símbolo relevante en la Historia de la Iglesia de los tiempos antiguos e, incluso, recientes.
  El símbolo comienza por la interpelación: "Quien quiera salvarse", de donde le viene su nombre clásico de "Quicumquae". Su lenguaje original fue el latín, no el griego; parece que su redacción fue de la segunda parte del siglo V.
   Posee cuarenta frases rítmicas, hermosamente trabajadas y centradas en la Trinidad divina en la primera parte y en la doble natura­leza de Cristo en la segunda. Posee un tono contundente y, desde luego, antiherético más que litúrgico y catequético. Sin embargo, en muchas cristiandades se recitó a lo largo de la Edad Media en determinadas fiestas solemnes. Influyó en muchos escritores y teólogos a lo largo de los siglos y contribuyó claramente a precisar la terminología trinitaria y cristológica.

 

5. El Credo y la catequesis
 
   La Iglesia ha visto siempre en el sím­bolo, o credo, un objeto central de la catequesis. No es suficientemente considerarlo como un programa o lista de doctrinas o misterios que deben ser explicados a los catequizando.
   Más bien el credo se termina convirtiendo en plegaria fiducial hacia la que converge toda la catequesis.
   Es cierto que la ordenación de la doctrinas ha contribuido a que la catequesis se interese por la ordenación sistemática de las verdades, por el aprendizaje de las fórmulas, por la clarificación de los términos.
   Algo semejante aconteció con los mandamientos y con los sacramentos, que se recogieron en fórmulas clarificadoras de las creencias. Fueron fuente de inspiración catequística, al transformarse en listas ordena­das y progresivas para las diversas exposiciones morales y cultuales de los catequistas de todos los tiempos.
   Por lo que se refiere a la exposición catequística de los misterios y dogmas cristianos, el credo se ha presentado siempre como cauce ordenado para tratar las verdades religiosas ante la mente creyente. Con sus expresiones se definen y organizan las creencias y se expresan de forma clara y compartida.
   Si el credo no se hubiera hecho usual en la Iglesia, habría que reinventarlo por motivos catequísticos.


 

    5.1. Sentido del Credo

  Interesa, pues, resaltar el doble sentido que el credo tiene en la tarea educadora de la fe, en la dos partes que siempre se han considerado en él.
  
    5.1.1. La parte trinitaria

   En el orden lógico o instructivo, la dimensión trinitaria del credo ha impulsado con frecuencia el plan de toda catequesis cristiana.
  *  Se comienza por una mirada al cielo y por un recuerdo hacia el Padre, Creador, Providente y Señor del Univer­so.
  *  La atención al Hijo es consecuencia de la mirada al Padre. Anunciado por los Profetas, concebido, nacido, predicador, sufriente, muerto y resucitado, juez de vivos y muertes que vendrá, fue el centro o eje de la catequesis en su dimensión evangélica. La figura de Jesús, con su mensaje de salvación, centro conceptual del credo, lo es también de la catequesis vital y compromete­do­ra.
  *  Y la culminación de la catequesis se orienta a la perfección con la presentación del Espíritu Santo, con sus dones y su gracia santificadora.

   5.1.2. La parte eclesial

   La segunda parte de las fórmulas de fe, de todo credo, se orientan a otros misterios eclesiales más cercanos, como son la realidad del Cuerpo Místico que formamos los cristianos, la comunión de los seguidores de Jesús, el perdón de los pecados, la esperanza en la resurrección y la seguridad de la vida eterna.
   Esta parte nos hace pensar que nos espera otra vida y que podemos ser perdonados de nuestros pecados.
   Además es digno de resaltar la dimen­sión litúrgica que siempre tuvo el Símbolo para los cristianos. Más que plegaria invocatoria o deprecatoria, se presentó como recitación de las propias certezas de la fe.

   5.2. El credo como lenguaje

   En la medida de lo posible, toda catequesis tiene que terminar confesando aquello en lo que se cree y para lo que se ilustra, prepara y alienta al catequizando.
   Por eso el credo es una formula de fe, es decir un acto de reconocimiento de lo que Dios ha revelado. El cristiano de todos los tiempos y de todas las edades, termina haciendo público ante los demás cristianos eso que cree gracias a que tiene una fórmula o un cauce para ello.
   En la clarificación de sus lenguajes y mensajes el catequista prepara esa declaración de fe. Es el objetivo para encauzar la acción de la formación básica en las ideas y en las adhesiones que el credo implica. Saber lo que se cree y expresarlo de forma clara, definida, decidida y concordante con los demás fieles ha sido algo esencial en la educación religiosa. Lo fue en los primeros tiempos y lo sigue siendo en la actualidad.
   Por eso el Credo posee un valor importante en la formación de la fe, en cuanto cauce para proclamar y aclarar los modos de expresar la propia fe.

   6. Los otros credos

   Bueno será también recordar que otros autores, papas, asambleas o grupos, han definido también sus creencias con fórmulas o listas de verdades que, a veces, han recibido el nombre de Credos o de confesiones de fe.
 
   6.1. Algunos antiguos

   Sería interminable recordar todas o muchas de ellas. De hecho las hay de tiempos antiguos y de tiempos recientes.
   Baste, por ejemplo algunos:
  -  el credo del Concilio de Toledo, del año 400, entre los antiguos;
 -  el credo del Concilio de Reims, en 1148, bajo Eugenio III;
  -  el credo del Concilio II de Lyon, de 1274, bajo Gregorio X;
 -  la profesión de fe tri­denti­na, exigida el 13 de Noviembre de 1564 y la confe­sión de fe tridentina impuesta por la Bula "Iniunctus Domini", de Pío IV, el 13 de Noviembre de 1564.

   6.2. Otros recientes

   Explícito interés catequístico y pastoral han tenido también otras declara­ciones de Papas recientes.
   Tal lo es el llamado "Credo del Pueblo de Dios", de Pablo VI, formulado en 1970. Son frecuentes las confesiones de fe frecuentes en el Pontificado de Juan XXIII, de Pablo VI y de Juan Pablo II.
   Justo es reconocer que esas fórmulas o "credos" contribuyen a revivir la fe de la Iglesia a lo largo de los tiempos.
   Pero poco o casi nada aportan a las fórmulas básicas cristológicas de los primitivos tiempos cristianos, cuando todavía la fe de la Iglesia buscaba cau­ces adecuados de expresión capaces de ser entendidos y asumidos por todos los cristianos.