Conflictos
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  Situación de desencuentro o de alteración consigo mismo o con los demás que produce desasosiego, perturbación, tensión. El conflicto se diferencia del obstáculo en que es interior y en que se reacciona ante él con repliegue hacia dentro. El obstáculo, en cambio, es exterior, y provoca una reacción de lucha, lo que supone una salida polémica hacia el exterior.
   El conflicto está motivado por un desajuste por lo general inesperado, ante el que se reacciona de manera desconcertada por la posibilidad de va­rias respuestas posibles y por la inseguridad de no saber cuál es el mejor camino para acer­tar en lo que se elige.
   El antropólogo Kurt Lewin (1890-1947) hablaba de tres tipos de conflictos: los de acercamien­to, cuando hay que escoger entre dos objetos incompatibles; los de repulsión, cuando hay que asumir uno entre dos objetos que no se desean; los de acerca­miento-repulsión, cuando un objeto es a la vez deseado y rechazado sin saber como actuar en la opción.
   La religiosidad y la ética, por su naturaleza que propende a vincularse con la intimidad de la persona, generan frecuentes conflictos de los tres tipos, tanto en el creyente como en el no creyente, en el uno porque teme no acertar y en el otro porque le producen angustia por si no actúa con suficiente satisfación.
    Ante los interrogantes que se plantean en la vida, la persona normal quiere respuestas. Si las encuentra se siente satisfecha.
   Cuando no las encuentra surge el conflicto: ante opciones morales se duda qué dejar o elegir; y ante los peligros se vacila sobre cuál sea el mejor camino para evitarlos.
   Hay que preparar a la persona para superar, o al menos afrontar, con sereni­dad los conflictos morales (sobre el deber) y espirituales (sobre el creer). La reflexión y la fortaleza de ánimo son los dos ejes para acoger y superar los muchos conflictos que acechan a cada persona: temores, angustias, desconciertos, remordimientos, dudas, penas, sospe­chas, vacilaciones. Sólo desde la serenidad se resuelven las tensiones morales y las zozobras espirituales. Con el ner­viosismo los conflictos aumentan.
   El educador de la fe y de la conciencia tiene que mantenerse en forma equilibra­da ante el conflicto de sus catequizandos. Pero, cuanto mayores sean y más capaces, debe trasladarles la responsabi­lidad de las soluciones.
   Debe animar a discernir con prudencia y serenidad. Desde recomendar la autonomía en las decisiones y, en ocasiones, sugerir la consul­ta aclaratoria a persona más ilustrada. No es bue­no aconsejar siempre la consulta moral o religiosa, sobre todo si implica dependen­cia servil de otro o comodidad permanente, y también si limita la propia libertad o la capacidad para tomar deci­siones. Así no se formaría la conciencia o la mente de la persona, que es objetivo prioritario pedagógico de toda educación religiosa.
   Pero tampoco es conveniente sugerir la sistemática solución de los propios problemas espirituales al margen de una verdad o bondad objetivas. Sobre todo si las decisiones son importantes en la vida: cambios de estado, opciones vitales, decisiones firmes, etc. las opciones deben ser serenas y no escapatorias ante los conflictos íntimos que a veces se generan en los más indecisos o emotivos.
   Por eso es bueno, en ocasiones y en decisiones importantes, tomar consejo de otros siempre que sean personas expertas, prudentes, discretas y serenas. El pedir consejo ante los conflictos no es síntoma de debilidad, sino gesto de pru­dencia y de grandeza de ánimo.
   El arte de la dirección espiritual, más que la ciencia teológica o psicológica, enseña a explorar el temperamento, la madurez, la preparación y las circunstancias para orientar por el mejor camino en cada situación de conflicto.
   Con todo no se debe olvidar que en las decisiones ante los conflictos siempre hay un riesgo de equivocarse. El cristiano debe estar preparado para asumir el error y el fracaso sin hundirse, sabiendo, como debe saber, que la vida humana está gobernada por la Providencia.
   Y debe recordar que en las dificultades se puede encontrar grandes beneficios y el fortalecimiento de la personalidad. La frustración y la desesperación son radicalmente anticristianas y deben ser excluidas de los lenguajes evangélicos.