Consagración
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   Acción o estado de compromiso espiritual, moral y personal con Dios. Es algo que está presente en todas las religiones y que aparece también multitud de veces en la Biblia, sobre todo en el Antiguo Testamento.
   Lo consagrado quedaba dedicado a Dios: los sacrificios, el templo, los sacer­dotes, las ofrendas, los primogénitos, etc. Y se establecía una diferencia entre lo "entregado a Dios" y lo que sigue siendo profano, mundano, normal en el uso y de "menos valor". Si se profana lo consagrado se comete sacrilegio y se ofende a Dios, dueño de todo, pero especialmente de aquello que le ha sido "consagrado".
   La idea de consagración fue revisada en el Nuevo Testamento. Los evangelistas recogieron el mensaje de Jesús sobre las nuevas formas de consagración: "ni en este monte ni en Jerusalén se adorará ya a Dios, sino en todo lugar en espíritu y en verdad" (Jn. 4. 22-23) "El hijo del hombre es dueño también del sábado" (Mt. 12.8; Mc. 2.28; Lc. 6.5) y sobre todo las condenas de Jesús contra la falsa y superficial religiosidad de los fariseos (Mt. 23. 1-33)
   Así lo entendió desde el principio la Iglesia y por eso su "entrega a Dios" estuvo más en las personas que en las cosas y enseñó siempre que lo importante no es el rito sino el don del corazón.
   El término de consagración es polifacético en el vocabulario cristiano: consagración eucarística, consagración apostólica, consagración de templos o altares, consagración sacerdotal o bautismal, consagración mariana o al Sdo. Corazón de Jesús. El común denominador de esas expresones es la dedicación a Dios, el reconocimiento de su presencia y de su supremacía.
   Es conveniente educar al cristiano en el valor que sigue teniendo la consagración de las cosas, de las personas, de los tiempos, pues es la puerta de entrada en el misterio divino. Y la consagración es la dedicación a Dios.
   No es el rito o el gesto lo que importa, sino la intención de entrega, de ofrenda y de dedicación. Hay que huir del ritualismo y de la superstición, pero hay que superar la tentación laicista y secularista de reducir todo gesto religioso a una mera tradición ya superada por los hombres modernos.