EUCARISTIA
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   El cristianismo posee un dogma y un misterio singular que no tiene compa­ración con ningún dogma o misterio de las demás religiones de la tierra. Es la Eucaristía. En ella está la presencia sacramental del mismo Cristo en las comunidades de sus seguidores.
   Los datos de este misterio y dogma son asombrosos:
      - El mismo Jesús, Hijo de Dios, se mantiene en sus templos, iglesias y capillas, en donde se venera de modo especial en el altar. Se  conserva una "reserva" del pan ofrecido y transformado en el sacrificio eucarístico.
      - Los enfermos, presos y necesitados pueden beneficiarse de la unión total con sus hermanos a través de él. Y se apro­vecha su conservación para venerarlo como recuer­do vivo del Señor.
      - Se man­tiene en un sagrario o depó­sito, que actúa como de santuario. Y muchos creyentes multiplican sus muestras de respeto al Señor allí presente de manera misteriosa y real. A lo largo de la Historia ese culto eucarístico ha multiplicado las muestras artísti­cas de todo tipo y, sobre todo, los gestos de fe y de plegaria con este motivo.
  - Los cristianos acuden a la celebración de la Eucaristía cada domingo y las iglesias se llenan de personas creyentes que oran y recuerdan a Jesús, y no simplemente "cumplen con la Iglesia" asistiendo a ese acto religioso.
  - Se celebra con devoción en muchos ambientes el recuerdo de ciertos días como el Jueves Santo, en el cual Jesús celebró la Pascua con los discípulos.
  - Muchos grupos cristianos adultos y juveniles selectos se reúne para celebrar el Sacrificio de la Eucaristía y sienten la presencia del Señor en medio de ellos.
  - Se han multiplicado en la Historia las devociones y las tradiciones eucarísti­cas. Su han promovido cofradías y asociaciones para adorar al Señor oculto en las especies de pan y de vino. Se multiplican los actos religiosos que tienen como centro a Cristo presente en el altar.

     1. Sacramento de amor

     Hay quien puede sentir dudas de que sea tan real la presencia de Cristo en medio de sus seguidores. Pero son muchos lo que creen en ella y llaman al signo sensible de esa presencia, el pan y el vino, el sacramento del amor. Acep­tan con fe la realidad del milagro y del misterio.

   1.1. Sacramento de recuerdo

   La presencia de Jesús en las especies eucarísticas de pan y de vino, substancias reales antes y apariencias o accidentes después de la transformación, se realizó cuando El mismo se lo comuni­có a sus Apóstoles en la última Cena. Luego se repitió cuantas veces ellos y sus sucesores repitieron lo que el Señor hizo y les mandó hacer.
   Interesa recoger cómo lo refleja el Evangelio, pues es la fuente de nuestra fe en tan singular misterio. Si el mismo Jesús no lo hubiera dicho con claridad, nos costaría mucho concebir una maravilla semejante.

 

  S. Lucas lo relata así: "Cuando llegó la hora, Jesús se puso a la mesa con sus discípulos. Entonces les dijo: Cuánto he deseado celebrar esta Pascua con vosotros antes de mi muerte! Pues os digo que no volveré a comerla hasta que la realice en el Reino de Dios.
   Después tomó pan, dio gracias a Dios, lo partió y se lo dio a los discípulos diciendo: Tomad esto y comed todos de ello, pues esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Haced siempre esto en recuerdo mío.
   Y lo mismo hizo con la copa, después de haber cenado, y les dijo: Esta copa es la nueva alianza, confirmada con mi sangre y que va a ser derramada." (L­c. 22. 19-20)
   Los otros evangelistas añaden algunos pormenores. S. Mateo y S. Marcos dicen sobre la distribución del cáliz: "Bebed todos de él, porque esto es mi sangre, que va a ser derramada por todos para el perdón de los pecados. No volveré a beber del fruto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo con vosotros en el Reino de mi Padre" (Mc. 14. 23-26 y Mt. 26. 27-30)
   Los datos fundamentales de la institución de la Eucaristía se hallan lo suficientemente claros para entender que Jesús quería dejar algo más que un recuerdo, pero que fuera también "memorial de presencia", a los seguidores. Y ese memorial lo escondió en el pan y en el vino que les repartió y que le indicó que los repitieran y los repartieran siem­pre: "Cuantas veces hiciereis esto, lo haréis en memoria mía." (Lc. 22.19).
   Es emocionante cómo describe la Eucaristía el apóstol Pablo. A los hermanos de Corinto les dice: "Os voy a relatar una tradición que yo recibí del Señor. Y es que el mismo Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, dio gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo. Os lo entrego por vosotros. Haced esto en memoria mía". Y del mismo modo, después de cenar, tomó la copa y dijo: "Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre. Cada vez que bebáis de ella, hacedlo en memoria mía". Por eso, cada vez que coméis de este pan o bebéis de este cáliz, estáis proclamando la muerte del Señor, en espera de que El venga.
   Por lo mismo, quien come de este pan y bebe de esta copa de manera indigna se hace culpable de haber profanado el cuerpo y la sangre del Señor.
   Examine cada uno su conciencia antes de comer del pan y de beber de la copa. Quien come y bebe sin tomar conciencia de que se trata del cuerpo y de la sangre del Señor, come y bebe su propio castigo. Y ahí tenéis la causa de tantos achaques y enfermedades, e incluso muertes, que se dan entre vosotros." (1 Cor. 11.20-30)

     1.2. Sacramento de presencia

   Lo más significativo de la celebración de la Eucaristía es la presencia del Señor. Jesús siempre está espiritualmente con aquellos que le aman y creen en él. Lo está en cada persona que vive en gracia, es decir en su santa amistad. Y lo está en cada comunidad que refleja y encarna grupalmente la Comunidad total de su Iglesia.
   Pero, en la Celebración eucarística, su presencia se hace más sensible, más significativa, más testimonial y más misteriosa. Todo esto significa la palabra "sacramental", a la que aludimos para reflejar el hecho de que se halla realmente en las especies o apariencias del pan y del vino, una vez que han sido "consagradas" por las palabras santas del que preside la Asamblea, que sólo puede serlo el que haya sido "ordenado" para esta función litúrgica y eclesial.
   Esta presencia no es fácil de aceptar, si no se tiene fe. No es posible de comprobar, pues es un hecho misterioso que está más allá de nuestros sentidos. Pero sabemos que así es, pues el mismo Jesús lo dijo con claridad. La Iglesia, recogiendo la palabra de Jesús, así lo ha enseñado siempre.
   Las palabras sagradas que el ministro celebrante pronuncia en el momento de la consagración, en la Eucaristía, son las únicas válidas para garantizar esa pre­sencia. Son las mismas que Jesús pronunció: "Esto es mi cuerpo... Este es el cáliz de mi sangre..."

    1.3. Sacramento de compromiso

   La Eucaristía se ha convertido en la Historia de la Iglesia, por decisión del mismo Señor, en el vínculo de la unión de todos los miembros del Cuerpo Místi­co. Es la fuerza de todos los que for­man el Pueblo de Dios. El Concilio Vaticano II dice: "Participando realmente en el cuerpo del Señor por la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con El y entre nosotros. Precisamente porque el pan es uno, so­mos muchos en un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan (1 Cor. 10. 17). Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo y cada uno es miembro del otro." (Lumen Gent.7)
   Por eso la Eucaristía no es un mero rito, sino el memorial de la entrega de Jesús a la muerte redentora que nos compromete a vivir en consecuencia.
   Implica para todos los creyentes la disposición a entregarse por los demás para salvarlos. Siempre se asoció la Eucaristía al apostolado, al sacrifi­cio, a la evangelización y a la solidaridad fraterna con todos hombres.
   Para la Iglesia entera, la Eucaristía es fuerza, valentía y amor universal; en ella se unen todos los hombres, al dirigir hacia el Señor, que está oculto en el pan y en el vino, la esperanza, la alegría, la acción de gracias y los grandes deseos de paz y de amor universal. La Iglesia es católica gracias a la unidad que facilita la fe en el Señor presente y a la celebración del mismo misterio redentor, actualizado en todos los lugares del mundo y a través de todos los siglos, en el Misterio de la Eucaristía.

    2. Transubstanciación

   Desde antiguo se ha llamado "transubstanciación", o transformación sustancial, al cambio del pan y del vino en el cuer­po y sangre de Jesús. Los accidentes o apariencias siguen idénticos después del hecho, pero la realidad es otra diferente, aunque los sentidos no lo perciben. Allí está Jesucristo para quien quiera verlo con los ojos de la fe.
   Para realizar este milagro sobrenatural es preciso estar revestido del carácter sacerdotal que concede el Sacramento del Orden. Por eso, sólo el sacerdote puede celebrar auténticamente la Eucaristía. Sólo él puede ser ministro de esta singular conversión sustancial.

    2.1. El dogma

   Cristo está presente en el sacramento del altar por transubstanciarse el pan y el vino en su cuerpo y en su persona.
   Hay que ahondar en esta realidad, pues tenemos cierta inclinación a iden­tificar el pan con su cuerpo y el vino con su sangre, olvidando que el dogma y el misterio reclaman la unidad: pan y vino se hacen "cuerpo, sangre, alma y divinidad", es decir todo Jesucristo.
   Es evidente que este dogma exige fe. Y que la transubstanciación, el cambio de sustancia, sólo por la fe es admisible. Ni la Física ni la Filosofía bastan para entenderlo. La Física conduce a una visión experimental: nada cambia en las estruc­turas materiales del pan antes y después del milagro trasformador (almidón en forma de harina cocida había en el pan y agua, pigmentos, alcohol, había en el vino). Exactamente lo mismo se percibe en ambos elementos después. La Filosofía: la metafísica, la lógica, la psicología o la sociología, pueden multiplicar sus argumentos en favor o en contra de la posibilidad de este hecho. Pero nada en firme puede concluir la razón por escaparse de sus argumentos de cualquier explicación empírica.
     Se trata de un "misterio" de fe y no de un "acontecimiento". La razón termina allí donde empieza lo sobrenatural.
     A Lutero, por ejemplo, se le hacía duro admitir el "cambio" de sustancia (transubstanciación) y prefería hablar de coincidencia o doble existencia (consustanciación o impanación).
    A otros modernos les resulta inexplicable tal acontecimiento y hablan  de  "transfinalización", "transignificación", "transfiguración", entendiendo que sigue el pan o el vino, pero adquieren nueva referencia espiritual, nueva figura, nueva significación, sin atreverse a decir "nueva realidad", nueva substancia. Es decir, niegan el milagro objetivo por no ser comprobable y prefieren la explicación metafórica, en cuanto el alimento material se hace alimento de alma por  estímulo de la fe y signo la comunidad.
    Reducen la "Eucaristía" a una impresión, a la acción de gracias, pero nada más. Ciertamente es eso, pero no solamente eso. Además es realidad de presencia, cambio de substancia, autenticidad de nueva esencia.
    Lo importante no es hacer teorías explicativas sobre la Eucaristía, sino explorar, captar, sostener y defender lo que Jesús quiso instituir o establecer. Y eso es lo que enseña la Iglesia en su Tradición y en su Magisterio.

    2. 2. Aclaración y no explicación

    La doctrina de la Iglesia sobre el dogma de la transubstanciación no es susceptible de explicación, pues se trata de un misterio de fe. Pero el Concilio de Trento fue claro: "Si alguno dijere que en el sacramento permanece la sustancia de pan y de vino al mismo tiempo que el cuerpo y la sangre de Cristo y negare la real y verdadera transformación de toda la substancia de pan y de vino en el cuerpo y sangre del Señor Jesús, que sea condenado" (Denz. 884; y antes, Denz. 355, 430 y 465)
   El término "transubstanciación" se comenzó a emplear en el siglo XII: el Maestro Rolando, más tarde Papa con el nombre de Alejandro III hacia 1150 lo empleó ya; Esteban de Tournai, hacia 1160, lo explicó; y en la carta de Inocencio III "Cum marthae circa", del 29 de Noviembre de 1202, lo proclama, siendo la primera vez que aparece tal explicación en documento oficial de la Iglesia. (Denz. 414)
   En la Iglesia griega se comenzó a usar después del II Conci­lio de Lyon (1274); se recogió de la teología latina y se tradujo por "metaousiosis" (cambio de substancia o esencia, de ousia)
   Desde entonces, el concepto se fue imponiendo en la Teología católica y presentándose como un reclamo para explicar la doctrina y para ilustrar la fe. Los que aceptan el mensaje católico que hay detrás de este término asumen que un cambio de sustancia se produce; y los sentidos no tienen nada que decir ante la realidad invisible. Ante ellos hay pan y vino, pero ante la fe está el mismo Cristo real, física y verdaderamente.
   Los que lo contradicen van, desde la frontal negación del hereje ("es sólo pan de recuerdo", Calvino) hasta el intento hábil de explicar lo inexplicable. Muchos filósofos o teólogos buscan términos paralelos, teorías nominalistas o argu­cias oscu­ras, sin conseguir claridad, aunque sí logran enredar con ingeniosas nove­dades los conceptos misteriosos.


2.3. Claridad y misterio

   Al Catequista y al educador de la fe, que no deben caer en la trampa de pretender explicar lo que es inexplicable, les interesa desarrollar una clara terminología que responda a las enseñanzas de la Iglesia.
   Deben hablar de una conversión o cambio del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Jesús. Esa conversión se hace por el signo o palabra del sacerdote, a quien Cristo ha dado el poder de realizar la transubstanciación.
   Es necesario que brille el hecho milagroso, por lo tanto lo que se halla más allá de las leyes de la naturaleza y de los reclamos experimentales de los sentidos. Conviene que destaque el hecho de fe: acontece porque Dios ha querido, no porque la Iglesia lo enseña. Si la Iglesia lo conoce, enseña y alienta a que se acepte, es porque el mismo Jesús se lo ha comunicado a ella. La aceptación debe proceder del humilde acto de fe del hombre.
   No es suficiente el razonamiento o la polémica. A la fe no se llega discutiendo, sino explorando la Palabra de Dios. Se trata de un milagro único y diferente de cualquier otro.
   Los cambios que se dan en la naturaleza y que estudia cualquier escolar en sus libros: el hidrógeno y oxígeno que se hace agua, el cobre y estaño hechos bronce, el hierro y el carbono hechos acero, no valen para entender la naturaleza. Ni siquiera valen los evangélicos, como el agua convertida en vino en Cana. Aquello fue otra cosa. La transformación eucarística es única.
   Por motivos pedagó­gicos, los términos eucarísticos se deben usar con precisión, aunque no sean claros: especies eucarísticas, transubstanciación mejor que transformación, accidentes o apariencias, naturaleza, presencia, etc.
   El concepto metafísico, no físico o natural, de sustancia, es el único que a veces puede entrar en juego con personas mayores con alguna capacidad de abstracción. Es el que sirve para expresar la idea del cambio de realidad. Es preferible al de conversión, a fin de que no quede afectado por el relativismo de las modernas ideas científicas sobre la estructura de la materia (indeterminación, estructuración cuántica, etc.). La Eucaristía está más allá de todas esas teorías. Su concepto de sustancia es diferente.
    La conversión puede entenderse como un milagro por el que Dios destruye o aniquila una sustancia: el pan y el vino, y la sustituye por otra, la del mismo Cristo. No es esa la explicación de la Iglesia, sino que el pan y el vino no se destruyen, sino que se convierten, se transforman, en el cuerpo y sangre de Cristo. Todo lo que sobrepase esta fórmula es elucubración, no explicación.
    Tampoco es válida la antigua explicación de la escuela escotista: la introducción o "adductio". Dios introduciría el cuerpo y sangre de Cristo bajo especies (apariencias) de pan y vino. A la oscuridad de la explicación se añade la imprecisión de los términos. Por ello resulta poco útil, y hasta llega a ser rechazable si insinúa la continuidad del pan y el vino junto con el cuerpo y sangre.
   Menos valiosa es la teoría de la "reproducción" de algunos tomistas, que por cierto se alejan bastante de las claras palabras metafísicas de la Suma Teológica. Esa reproducción equivaldría a volver a producir el cuerpo entero de Cristo en el pan y vino, del mismo modo que se produjo en el seno de María una primera vez, aunque en la Eucaristía acontece por vía de milagro.
   El modo como se expresaron los antiguos Padres de la Iglesia es más "catequístico": transubstanciación, presencia misteriosa de Jesús, realidad, cambio, conversión por amor, comunión y comunicación. Son todas ellas palabras y las palabras valen lo que valen las ideas que las vivifican.

    2.4. Testimonios

    Detrás de los comentarios de los Padres antiguos está la persuasión del milagro y del poder de Jesús para quedarse real y misteriosamente en la forma o apariencias del pan y del vino.
    Jesús tuvo la clara intención, y los discípulos la entendieron con luminosa precisión, de "quedarse". Eligió las formas de pan y vino. Podía haber elegido otras, pero no lo hizo. Se escondió en forma de comida.
    Sus seguidores entendieron que cada vez que actualizaran el recuerdo con la repetición de la misma acción, renovarían su presencia real. Si de momento su mente quedó eclipsada por el desconcierto de lo inminente, cuando vino el Espíritu Santo y sus ojos se ilumi­naron, se desveló la clara intención de Jesús. Y ellos lo hicieron muchas veces después: "Permacían unidos orando y celebrando la fracción del pan." (Hech. 2. 43).
    El más antiguo testimonio de la tradición que explícita su fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía se lo debemos a San Ignacio de Antioquía (+ hacia el 107). Decía en una de sus cartas: "Se mantienen alejados de la Eucaristía y de la oración, porque no quieren confesar que la Eucaristía es la carne de nuestro Salvador Jesucristo, carne que sufrió por nuestros pecados y fue resucitado por la benignidad del Padre" (Smyrn. 7, 1). Y en otra añadía: "Tened cuidado de no celebrar más que una sola Eucaristía; porque no hay más que una sola carne de nuestro Señor Jesucristo y no hay más que un cáliz para reunión de su sangre". (Phi­lad. 4)
   También Tertuliano escribió: "Jesús tomó el pan, lo distribuyó a sus discípulos y lo hizo su cuerpo diciendo: "Este es mi cuerpo." (Adv. Marc.Iv 40). Y San Cirilo de Jerusalén precisaba: "En una ocasión, con una mera indicación suya, convirtió agua en vino durante las bodas de Caná de Galilea, y ¿no va a ser digno de creerse que Él convierte el vino en su sangre?" (Cat. myst. 4. 2)
    Es interesante recoger el gusto que tienen los Padres antiguos en buscar analogías bíblicas cuanto tratan de explicar el misterio eucarístico: Gregorio de Nisa y Juan Damasceno hablan de los alimentos que comemos y se "convierten en carne";  S. Ambrosio de Milán se refiere a la conversión de la vara de Moisés en serpiente o a la transformación del agua de los ríos de Egipto en sangre. San Justino (mártir hacia 165) describía la Eucaristia como un banquete permanente y transformante: "No recibimos estos manja­res como si fueran pan ordinario y bebida ordinaria, sino como otra cosa.
    Así como Jesucristo Salvador nuestro se hizo carne por la Palabra de Dios y tomó carne y sangre para salvarnos, así también nos han enseñado que el manjar convertido en Eucaristía por las pala­bras de una oración procedente de El, se transforma en nosotros. Y ese man­jar es, que es él mismo, es la carne y la sangre del que se encarnó por nosotros". (Apol. 66. 2)

 2.5. Doctrina universal

   La doctrina católica sobre la Eucaristía llegó a su cumbre con la clarividencia de San Agustín y después con la sutileza de Sto. Tomás de Aquino.
   San Agustín ha sido frecuentemente malinterpretado por diversas corrientes heterodoxas. Pero pocas veces se han usado sus intuiciones eucarísticas para dudar del doga, por ser sus palabras  claras y precisas.
    Refiriéndose a la institución eucarística dice en un sermón: "El pan aquel que veis sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo; aquel cáliz, o más bien el contenido del cáliz, santificado por la palabra de Dios, es La sangre de Cristo" (Serm. 227). Y en otro insiste: "Cristo se tuvo a sí mismo en sus propias ma­nos cuan­do dijo, mientras ofrecía su cuerpo a sus discí­pulos: "Este es mí cuerpo." (Serm. 1.10)
    Santo Tomás tendría clarísimos ya los conceptos y redactó sublimes himnos a la Eucaristía, integrados en la liturgia de la Iglesia a lo largo de los siglos. Tal es himno procesional del Corpus Christi a él atribuido. Resalta el valor de este misterio de la presencia real por diversos motivos, pero sobre todo como signo del amor de Cristo al llegar la pleni­tud de los tiempos. (Summa Th III. 75. 1)


 

 

 

   

 

 

   

El hermoso himno de Sto. Tomás de Aquino


   

3. Las especies sacramentales

   El centro del misterio eucarístico se halla en el contraste que existe entre la sublime grandeza del Dios encarnado en Jesús y el humilde pan hecho de granos de trigo y o el humilde vino fabricado con las uvas de la vid.  En la humildad de la materia se es­conde la sublimidad de la gracia divina.

 

   3.1. Permanencia de las especies

   La Iglesia enseña lo que Jesús hizo: que el misterio de presencia se halla en las especies de pan y vino, las cuales permanecen después de la transubstan­ciación. No hay cambio natural en el mila­gro eucarístico, como lo hay en el enfermo sanado o en el muerto resucita­do.
   No hay ninguna percepción sensible en la transformación y transubstanciación de las sustancias. Por eso se llama a la Eucaristía milagro de fe, porque sólo con la fe se puede entender, explcar y aceptar lo que acontece detrás de lo que se ve con los sentidos.
   El Concilio de Trento proclamó muy fuerte que en la Eucaristía no hay nada que explicar, sino que todo es para creer. Pero que si alguien niega la reali­dad del cambio, se halla fuera de la fe católica.
 

   3.2 Realidad de las especies

   La Iglesia reclama como condición del sacramento eucarístico que las especies sean el pan y el vino naturales. El pan tiene que ser de trigo por disciplina, no por neces­dad. Es muy probable que Jesús usó, como la mayor parte de la gente sencilla, en pan de cebada, pues sabemos que el trigo estaba intervenido por la autoridad roma­na y sus precios eran notablemente superiores.
   La validez del sacramento reclama el pan natural, es decir el procedente de harina de trigo, o de cebada o tal vez de otro cereal similar, no diferente. En la medida en que se use otros productos alejados del trigo o productos que se alejan del símbolo del pan, permanecerá la duda sobre la autenti­cidad, o tal vez la nulidad, por ausencia de la simboliza­ción que Cristo perfiló y la Iglesia trans­mitió en la acción eucarística.
   Si el pan es fermentado o ácimo no se altera su naturaleza de pan. Pero, si no es pan natural, aunque esté hecho de harina (como son productos sucedáneos hechos con pastas), no será asumible como signo. Igual acontece con el origen del pan: si procede de trigo nacido en la tierra, de cultivos hi­dropónicos o de otros  artificiales, nada importa mientras no se afecte la realidad natural del pan y enca­je en la simboliza­ción que Cristo deseó.
   Algo parecido se debe decir del vino. Debe ser vino natural, es decir fruto de la vid. Si se halla configurado como vino o si sigue siendo mosto, si procede de la vid natural o ha sido obtenido de cultivos "artificiales de la vid", en nada afecta la realidad del símbolo sacramental. Pero si se trata de productos líquidos no procedentes de la vid, aunque se les llame vinos, o de otros líquidos (infusiones, alcoholes o bebidas sociales) no identificados con el vino, en nada responde a la identidad eucarística.
   Las especies sacramentales del pan y del vino conservan su realidad natural después de la transubstanciación: color, sabor, peso, y hasta su estructura físicoquímica: almidón, hidratos de carbono, agua, alcoholes, etc.)
   De poco valen las hipótesis físicas o metafísicas para explicar los cambios: las aristotélicas, las cartesianas, las kantianas o las einstenianas. Lo que siempre será verdad es lo que ya recordaba S. Agustín: "Lo que veis es un pedazo de pan y un cáliz esto es lo que os dicen vuestros ojos. Pero vuestra fe os enseña lo siguiente: "El pan es el cuerpo de Cristo; el cáliz, la sangre de Cristo." (Serm 272). Santo Tomás lo recordará siglos después: "Los sentidos perciben, después de la consagración, todos los accidentes del pan y del vino que quedan sin cambiar." (Summa Th. III 75. 5)

  4. El modo de presencia

   La presencia de Cristo en la Eucaristía es substancial, no física o biológica, lo que quiere decir que está como persona real no como organismo vivo. Eso signifi­ca, enseña la Iglesia, que está de forma auténtica en cuanto al ser, no de forma natural en cuanto al vivir.
   Es misteriosa tal presencia, pero es así y cualquier trans­polación al terreno físico o fisiológico, con sus manos, con su cabeza, con su corazón, con su mirada, con su escucha, conduce a erróneos antropomorfismos alejados de la realidad eucarística.

    4.1. Presencia total de Cristo

    En la Eucaristía están verdaderamente presentes el cuerpo y sangre de Cristo, juntamente con su alma y divinidad, Todo Cristo está en toda la especie, sea ésta grande o pequeña, compacta o fragmentada. En todo un enorme copón con formas consagradas está todo Cristo de forma unitaria; y en una partícula pequeña está Cristo entero sin ninguna división. Igual acontece con el cáliz: esta en el cáliz grande y en el pequeño, en uno sólo o en diez repartidos.
   El concilio de Trento se entretuvo en precisar cómo había de entenderse esa presencia real: "El que negare que en la Eucaristía se halla verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la sangre de Cristo con su alma y su divinidad y por lo tanto que está todo Cristo plena y unitariamente, que sea condenado." (Denz. 883)
   Carece de sentido, en consecuencia, cualquier ingenua localización de partes y formas sensoriales de presencia. El sinsentido más frecuente es situar la sangre en la especie de vino y el cuerpo, sin sangre, en el pan. Esta manera de separar la figura de Cristo contradice el modo de presencia, que no es el Cristo muerto y yacente sino el vivo.
   Por eso es inexacto considerar a Cristo inmóvil y sufriente, silencioso y resigna­do, y no como hombre Dios glorificado y trascendente. Las expresiones propias de la piedad cristiana: "prisionero del sagrario", "esclavo de los siervos de Dios", "corazón llagado", son correctas en piedad por lo que insinúan, pero incorrectas metafísicamente por lo que materialmente describen.
    Es fácil entender entonces que no se debe separar la realidad de Cristo y que hay que ordenar la comprensión de esa presencia mediante un esfuerzo de abstracción, proporcionado a la edad y cultura de cada fiel creyente. Es la figura de Cristo vivo y misteriosamente activo la que hay que descubrir en la Eucaristía, no la figura estática de un museo que ostenta un Cristo sufriente y coronado de espinas, de un Cristo yacente en brazos de María, de un Cristo triunfante saliendo del sepulcro o de un Cristo exultante con el resplandor de la divinidad sentado a la derecha del Padre.
    El Cristo de la Eucaristía es el Cristo natural y sobrenatural sin más: el hombre Dios que vivió, murió y resucitó, el que permanece vivo y glorificado. Ciertamente es difícil salir del tiempo y del espacio que ocupa el cuerpo. En la mente poco formada, como es la infantil, es casi imposible superar la fantasía y por eso el niño lo "supone" silencioso, agazapado, viendo sin ser visto. Pero hay que hacer esfuerzos por no materializar su presencia real sin exagerar la dimensión mística o la metafísica.
    En catequesis es preferible insistir en el hecho de que está, aunque no entendamos cómo está. Y no es bueno detenerse en detalles prolijos que resultarán siempre inexactos e inaceptables.

   4.2. Comer la carne de Jesús

   En la catequesis eucarística conviene también cultivar cierta capacidad metafórica para no llegar a visiones erróneas, con resabios de antropofagia. En el dis­curso que Jesús pronunció ante los discípulos de Cafarnaum y recoge, o recuerda, Juan, capítulo 6, se multiplican expresiones que se aplicaron siempre a la Eucaristía, aunque exegéticamente tienen un sentido más amplio y se refieren a la palabra de Dios.
   Las palabras del Señor: comer mi carne, beber mi sangre, mi carne es comida, mi sangre es bebida, etc. pueden ser entendidas como alusiones a la ingestión de las especies sacramentales y con ellas de la realidad misteriosa de Cristo sacramentalizado. Pero se prestan, si no hay una buena educación terminológica y conceptual, a repetir la escena de los discípulos.
   Muchos de ellos se marcharon diciendo: "Dura es esta doctrina, ¿quién es el que podrá tragarla? Y desde entonces dejaron de seguirle." (Jn. 6.66).
   Es preferible cultivar la fe y la sencillez de los verdaderos Apóstoles de Jesús. De ellos dijo en esa ocasión el mismo Cristo: "Os digo que nadie puede acercarse a mí, si el Padre no se lo concede...  Y dijo a los doce  “¡Qué! ¿también voso­tros queréis dejarme?
  Tomando la palabra Simón Pedro le respondió: Y ¿a quién iremos, Señor? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna y  ahora sabemos ya y creemos que eres el ungido de Dios." (Jn. 6.69)
 



 
 

4.3. En cada especie

   Interesa también resaltar que en la Eucaristía Cristo se encuentra plenamente en cada especie, en la de pan y en la de vino, sin que haya ninguna diferencia entre ambas en lo que a pre­sencia total de Cristo se refiere.
    La diferencia es en cuanto signo sensible, que al ser doble representa mejor la realidad del cuerpo y de la carne y la realidad de la sangre y de la vida.
    Fue el Concilio de Constanza, para salir al paso de los errores de los husitas, los cuales exigían la comunión bajo las dos especies como necesaria, el que proclamó el dogma de la unidad de pre­sencia en la dualidad de especies sacramentales. En la sesión del 15 de Junio de 1415 proclamó: "Ha de creerse firmísimamente que, lo mismo bajo la especie de pan que bajo la especie de vino, se halla verdaderamente el cuerpo y la sangre de Cristo". (Denz. 626)
    En nada altera la realidad eucarística de la comunión, el hacerlo bajo las dos especies como se hizo hasta el siglo XIII o siembre usual en Oriente, o el hacerlo bajo la sola especie de pan como lo hicieron los laicos en Occidente desde el siglo XIII. En una y en otra forma la participación sacramental es exactamente equivalente.

    4.4. En cada parte

    No es correcto entender la presencia de Cristo en la Eucaristía de una forma física: distribuida su realidad corporal de forma extensiva, con partes fuera de partes en terminología cartesiana. En cada parte de cada especie se encuen­tra la totalidad de Cristo, como en cada parte del cuerpo humano se en­cuentra la totalidad del alma, sin que pueda ésta dividirse según la división de los miem­bros del cuerpo.
    Donde está la sustancia de pan antes de la consagración está la totalidad de Cristo después de ella. La presencia eucarísti­ca es metafí­sica, sobrenatural y substan­cial. Por lo tanto a la manera de como en cada fragmento de pan se halla toda la sus­tancia de pan, en cada parte de la espe­cie euca­rística se halla la totali­dad de Cristo.
    Se puede pues distribuir la Eucaristía entre muchos o pocos, en forma de doble especie o de una de ellas, con fragmentos grandes o pequeños. En nada afectan esos rasgos a la real re­cepción del cuer­po y sangre de Jesús.
   Al igual que en la Ultima Cena todos los Apóstoles participaron del pan que el Señor les daba y bebieron del vino que el Señor les ofrecía en la copa, en la acción litúrgica de la Eucaristía, sea realizada en un grupo muy pequeño o en una masa inmensa de fieles, la parti­cipa­ción es singular (cada uno) y global (todos reciben a Cristo).
    Otra cosa es si claramente se puede aceptar la presencia de Cristo en una "partícula imperceptible" o en una pequeña "gota invisible", desprendida o remanente en una patena o en un cáliz, y si hay que multiplicar de forma impro­ce­dente los cuidados purificatorios pos­teriores al acto celebrativo. Entre los "teólo­gos del sentido común", domina la impresión de que la presencia de Cristo en la Eucaristía no es mágica sino sacramental. Es decir, no se halla vinculada a la realidad física (pan procedente de almidón o zumo de la vid elaborado como vino), sino a la entidad sacramental (signo sensible de la gracia).
    En la medida en que no sea perceptible o juiciosamente aceptable como pan y como vino una "partecita", no habría de considerarse su realidad sacramental. Sobran pues las muestras escrupulosas de protección de partículas o de gotas imperceptibles, carentes de significación sacramental. Ello no obsta a que las especies eucarísticas merecen el máximo respeto en todas sus partes y tamaños o que roza la línea del sacrilegio cualquier irreverencia o desconsideración para con ellas.

    4.5. Duración de la presencia real

   Después de efectuada la consagra­ción, el cuerpo y la sangre de Cristo están presentes de manera permanente en la Eucaristía. La doctrina luterana rebajó la presencia eucarística al momento celebrativo del recuerdo del Señor, que los seguidores de Lutero llamarían luego "La Cena".
   El Concilio de Trento salió al paso de esa reducción declarando que después del acto celebrativo, Cristo sigue presen­te en las especies sacramentales en tanto dura físicamente la sustancia de pan y de vino. Esta presencia estable y permanente fue entendida ya por los primeros cristianos., pues guardaban adecuadamente el pan consagrado para ofrecerlo a los enfermos o a los encarcelados que no podían asistir a la celebración de la comunidad y tenían así la oportunidad de participar en los misterios sagrados.
    Por otra parte, esta fe de la Iglesia desarrollaría con el tiempo un fecundo culto eucarístico en base a la firme fe de la presencia del señor: sagrarios y torres eucarísticas, exposiciones, procesiones, bendiciones con el Santísimo, celebraciones de diverso tipo, etc.
    Los Padres antiguos multiplicaron sus testimonios sobre la bondad de este culto y sobre la fe en la presencia eucarística postcelebrativa. Por ejemplo San Cirilo de Alejandría comentaba: "Oigo que algunos dicen que la mística eulogia [la eucaristía] no aprovecha nada para la santificación, si algún resto de ella quedare para el día siguiente. Son necios los que afirman tales cosas; porque Cristo no se cambia y su santo cuerpo no se transforma, sino que la virtud de bendi­ción y la gracia vivificante están siempre en El" (Ep. ad Calosyrium).

   4.6. Final de la presencia real

   La presencia real termina cuando las especies de vino y pan se deterioran de tal forma que dejan de ser tales. La razón está en la sacramentalidad de esas especies, que son signo de presencia de Cristo.
    Por eso cuando el pan se ha deteriorado de manera que ya no es pan o el vino se ha "avinagrado" de forma que ya no es vino, es preciso declarar que la presencia sacramental ha concluido.
    Esto acontece rápidamente en la comunión, donde en poco minutos se digiere la especie eucarística y se termina la especie sacramental. Y sucede más lentamente cuando no hay renovación oportuna de tales especies y se concluye la presencia eucarística.
    No es bueno pensar antropomórfica­mente, como si Cristo se marchara físicamente de esas especies, de forma intempestiva o de forma suavemente progresiva. Simplemente se trata de su ausencia, más que de su ausentación, que acontece al terminar la dimensión sacramental del pan o del vino.
    No es correcta la interpretación de algunos de la ausencia de Cristo en el caso del trato irreverente o sacrílego de las especies sacramentales. Cristo no deja de estar presente cuando las especies son objeto de profanación o de trato sacrílego. Permanece mientras haya pan o vino consagrado.
   Otra cosa es que Cristo en esos casos sufra en su entidad humano-divina glorificada. Evidentemente que su presencia no implica ni localidad ni pasibilidad ni sensibilidad. Lo que sufre en una profanación es la especie eucarística, no el Señor eucarístico.

   5. Adorabilidad de la Eucaristía

   A Cristo, presente en la Eucaristía, se le debe culto de verdadera adoración, es decir de latría, como resultado natural de su carácter divino, pues también Dios está presente en la Eucaristía.
   Es bueno hacer caer en la cuenta, sobre todo a los catequizandos, que no se adora el pan y el vino, que son cosas limitadas. Se adora a Cristo entero, que está realmente en lo que se presenta ya como pan y como vino, pero que no lo son después de la tansubstanciación.
   El culto latréutico se entiende directamente a la divinidad. Las especies sacramentales son el soporte de esa divinidad misteriosamente oculta en ellas.
   La tradición de la Iglesia ha generado un abundante culto eucarístico por este motivo. El objeto total de este culto de latría es la Persona de Jesús, bajo las especies sacra­mentales. Estas últimas son apoyo, ocasión y circunstancia, pero no son veneradas por sí mismas, pues de otra forma se incurriría en cierta ma­gia no cristiana.
   El Concilio de Trento condenó la acusación de los Reformadores que denomi­naba idolá­trico tal culto por no diferencia la realidad de Cristo presente y la apa­riencia de los accidentes eucarísticos.
   Mientras que en Oriente el culto a la Eucaristía se restringió a la celebración del sacri­ficio eucarístico y se fundamentó en la presencia real, en Occidente se desarrolló desde la Edad Media en diversas formas que alimentaron la piedad de los fieles.