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Castigo que se impone a alguien para que los demás aprendan con la pena del castigado y para que el temor mueva a no cometer los mismos delitos. Los pueblos antiguos eran muy dados a los escarmientos públicos y crueles. Trataban con castigos ejemplares a los delincuentes, a fin de amedrentar a las personas o a los grupos sometidos a servidumbre y evitar la repetición de acciones perjudiciales para la sociedad o las desobediencias atentatorias a la autoridad.
La flagelación en público, la amputación de una mano o la extirpación de un ojo, la lapidación, la crucifixión, fueron feroces escarmientos para quienes no tenían más remedio que someterse a la voluntad del opresor.
En moral se plantea el problema de si determinadas penas son tolerables, incluso para delincuentes graves como escarmiento. Evidentemente la tendencia a la sanción aleccionadora (multas, prisiones, destierros, etc) se imponen en la sociedad ordenada, dada la naturaleza del hombre. Pero en la actualidad todos los moralistas afirman que las lesiones parciales o mortales apenas si tienen cabida en una sociedad civilizada (flagelación, amputación, pena de muerte) y mucho menos desde una óptica cristiana.
Es difícil clarificar criterios en torno a otras sanciones como la castración para el violador irrecuperable, la alteración cerebral para el asesino psicópata, el control electrónico de localización para el ladrón persistente, etc. En general se suele admitir que serían tolerables en cuanto medidas terapéuticas, si no pueden ser sustituidas por otras; pero que no serían admisibles si se aplican como sanción vindicativa sin posibilidad de ser sustituidas por una reacción conversiva que haga merecedor al penado de una mitigación o absolución oportuna.
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