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Estado de alegría, agrado o satisfacción, que hace a la persona sentirse bien consigo misma y con los demás.
En la ascética cristiana se habla de dos estados o niveles de felicidad: el que acontece en esta vida cuando la conciencia se halla tranquila y satisfecha con las propias acciones y actitudes; y la felicidad eterna que es la que Dios promete a quien cumple sus designios y el hombres espera en la otra vida ante las dificultades y sufrimientos de la presente.
Por eso la ética cristina es eudemonistas. Reconoce que el hombre no puede dejar de aspirar a la felicidad, no puede dejar de llega a la alegría plena, en lo posible en esta vida, en totalidad en la vida futura.
Determinadas corrientes filosóficas (criticismo de Kant, pesimismo de Sartre, racismo de Nietzsche, pansexualismo de Freud) han visto en el deseo de la felicidad una limitación egoísta o egocéntrica del cristianismo. Incluso han definido como "opio del pueblo" (Luis Feuerbach y luego Marx) el deseo de hallar esa felicidad en la otra vida y la consiguiente resignación de no encontrarla en la presente. Pero no son críticas acertadas ni reales, ya que el hombre la desea por su propia naturaleza tendente al bien y a la satisfacción, tanto para este mundo como el futuro en el que cree, y no sólo en las pequeñas cosas sino también en las realidad global de su ser.
Educar para la felicidad es un compromiso, una necesidad y un deseo de toda educación cristiana. Sin una educación sana en los afanes de felicidad, el hombre corre el riesgo de entregarse a la falsa felicidad, la inmediata y egocéntrica, que se reduce a "la concupiscencia de la carne, a la concupiscencia de los ojos, y a la soberbia de la vida" (1 Jn. 2. 16)
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