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Son los modos concretos y precisos de exponer una verdad, doctrina, norma moral o misterio. Se suelen condensar en sentencias claras, breves, firmes y definitivas, fáciles de entender y cómodas para explicar.
Han sido siempre objeto de una atención especial, incluso desde los tiempos apostólicos. Las Epístolas paulinas están llenas de formulas más o menos litúrgicas y las "diversas catequesis" que aparecen en el texto de los Hechos o en los escritos de Juan (Evangelio y Apocalipsis) contienen resonancias de "frases hechas", de doctrinas "formuladas" de manera concreta y formal.
Aunque el primer siglo cristiano estuvo más pendiente del mensaje (kerigma) que de la expresión (lenguajes), también aparecen ya fórmulas al estilo de las expuestas en la Didajé (hacia el 70).
Fue en el siglo segundo cuando comenzó a tomar cuerpo la formulación, concreta y por vía de autoridad, de la verdad cristiana, bajo el estímulo de las herejías y de los errores. Se descubrió la necesidad de clarificar con palabras lo que se creó en la mente y en el corazón. Surgieron fórmulas claras y precisas: los credos, que definen con precisión los misterios; los cánones litúrgicos, que unificaban las plegarias de la asamblea; también la formulación de los mandatos sacados de los Escritos Santos o de las tradiciones apostólicas.
Se discutió acaloradamente por el significado de las palabras y de las frases. Esa inquietud resultó el precedente de los catecismos posteriores, en los cuales lo que se cree o lo que se manda, incluso lo que se recita en la plegaria, se encierra en expresiones que se repiten con frecuencia, que se explican en las catequesis, que se memorizan con interés para que todos hablen de la misma manera y crean en la misma realidad.
Se desarrolla la conciencia de que las fórmulas son convenientes, en cuanto sirven de síntesis de la doctrina, porque ayudan como punto de partida para una explicación y cuando se convierten en referencia y síntesis final en un planteamiento dogmático, moral o litúrgico.
Incluso el Concilio Vaticano II reconoció la importancia de los modos de decir para exponer la verdad que se debe creer: "El plan de la revelación se realiza con hechos y palabras conexos entre sí intrínsecamente.. Las obras realizadas por Dios manifiestan y confiesan la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen los misterios." (Dei Verbum 2)
Los catecismos previos y posteriores a Trento reclamaron ya prioritariamente el uso y el aprendizaje de fórmulas concretas y claras para poder entender y expresar cada uno de los misterios cristianos. Desde entonces hasta nuestros días, la fe precisa el ropaje de la fórmula para expresarse y concretarse. Y por eso las fórmulas resultan imprescindibles.
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