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Personaje clave en la historia evangélica, por haber reinado en Palestina en la primera época de la vida de Cristo y prolongado su dinastía en el tiempo del nacimiento del cristianismo. Su protagonismo judaico fue decisivo. Era hijo de Antípatro, general idumeo de Juan Hircano, último de los reyes asmoneos, y de una princesa árabe.
Ocupó cargos ya de joven como gobernador de Galilea y Celesiria. Se puso de parte de Pompeyo en las guerras que mantuvo con César.
Al tomar Siria los partos el 40 a. de C. huyó a Roma, donde fue reconocido rey de Judea contra Antígono, hijo de Aristóbulo II, que se había puesto a favor de los partos.
El año 38 regresó para luchar contra Antígono y el 37 tomó Jerusalén. Después de la derrota de Antonio en Accio, se puso de parte de Octaviano Augusto y desde entonces fue dueño de todas las regiones de Palestina y de su entorno, dominando un reino tan grande como el de Salomón.
Exterminó a toda la casa asmonea, incrementó los tributos, fue prudente y astuto en el trato con los fariseos y sacerdotes (saduceos) del Templo. Se dedicó con magnificencia a construcciones grandiosas. Desarrolló una política helenística en lo ideológico, tiránica en lo económico, convencional en lo religioso.
Para congraciarse con los judíos, a cuya raza no pertenecía, reconstruyó Jerusalén magníficamente. Desde el año 20 a. de C., 18 de su reinado, acometió de forma grandiosa la reforma de la explanada y la construcción del templo que Jesús conoció.
Construyó nuevas ciudades (Sebaste, Cesarea, Fasaelis) y fortificó hábilmente las existentes, construyendo fortaleza en Herodión y en Maqueronte.
De las diez mujeres que tuvo y de los múltiples hijos que engendró, varios perecieron, víctimas de su crueldad y susceptibilidad. Los hechos evangélicos en los que intervino (muerte de los niños de Belén) son conformes con su crueldad proverbial.
A su muerte en Jericó, el 4 a de C. su reino se repartió entre tres de sus decendientes, Arquelao, Herodes Antipas y Filipo.
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