INDULGENCIAS
         [438]

 
   
 

 

   Las indulgencias fueron en la historia de la Iglesia una manifestación del "po­der de las llaves", es decir de la capacidad de perdonar que la Iglesia  recibió del Señor. Jesús dijo a Pedro: "Lo que atares sobre la tierra quedará atado en el cielo y todo lo que desatares en la tierra, desatado quedará en el cielo." (Mt. 16. 19)
   Heredera de la misericordia y de la autoridad del Señor, la Iglesia, a través de su jerarquía, o autoridades sagradas, puede ejercer el “poder de las llaves” perdonando pecados, pero también de la pena que el pecado lleva consigo, concediendo indulgencias.

    1. Sentido del perdón

    La idea de "indulgencia", benevolen­cia, condescendencia, gracia, indulto, remisión, va aneja al ejercicio del poder de la Iglesia. Lo ejerce en su misión de administrar el perdón de los pecados en general y de aplicar beneficios espirituales a sus miembros, paralelo al poder de imponerles "castigos espirituales" que les alejen del pecado y del mal.
    La indulgencia es pues un perdón: el que se otorga de esa pena que se merece por los pecados cometidos y que varía según sea el pecado y su malicia. Se entiende que es un perdón extrasacramental y afecta a esa natural expiación que, obtenido el perdón de la culpa a través del sacramento, se añade como gesto de la bon­dad divina entregada a la Iglesia.
    El sentido de este perdón implica el reconocimiento del pecado y el deber que queda en el alma arrepentida de hacer acciones reparadoras y expiatorias: limosnas, oraciones, ayunos, sacrificios, etc.
    El concepto doctrinal es muy sencillo en lo referente a las indulgencias. El concepto histórico y antropológico ha estado muy vincu­lado a los avatares culturales de cada época, aunque siempre ha existido lo que es doctrina: que el pecado se puede perdonar por el sacramento y el arrepentimiento y que las consecuencias del pecado, en lo humano, deben ser reparadas.
    La Iglesia tiene el poder radical de perdonar el pecado, pero también el poder consecuente de suavizar la pena que se debe sufrir (penitencia) por él. Lo tiene en lo que se refiere a la conciencia del pecador, pero no en lo que supone de injusticia con otros, si la hubiere.

   
Es evidente que si el pecado no está perdonado, por falta de arrepentimiento o por negación al sacramento, la indulgencia no tiene sentido. Y si alguien quedó perjudicado por el pecado, es decir si la justicia quedó lesionada, la indulgencia tampoco tiene sentido. Lo primero será reparar el mal con la destrucción de la culpa, es decir de la ofensa a Dios; y después importará quedar libre de la pena debida            
   

    Por otra parte, la penitencia no depende del gusto o preferencia de cada momento o persona, sino de misteriosos vínculos del hombre con su conciencia y de la justicia divina que reclama la reparación como condición de libertad.
    La posibilidad de otorgar indulgencias es un don de Dios a la Iglesia para que las reparta entre los hombres y ejerza su calidad de mediadora. Por eso, las indulgencias son signos de benevolencia y de misericordia. La Iglesia las recoge del mismo ejemplo de Jesús y las distribuye intentando imitar al mismo Jesús.
   Por eso, las concede cuando hay gestos de buena voluntad y de deseo: además de las buenas obras hechas durante la vida, se cumplen determinadas condiciones o acciones que siguen esa trayectoria: oraciones, devociones, peregrinaciones, limosnas y sacrificios.
   Importa diferenciar los que son las indulgencias como concepto de perdón de la pena debida por los pecados y lo que son los modos de hablar de las indulgencias. En virtud de las ideas antiguas y de la costumbre de hacer tempo­radas de "castigo o pena" que se impo­nía como condición para obtener el perdón en algu­nas comunidades, se podía disminuir por parte de la Iglesia esa duración. Se hablaba de tiempos de días, meses o años de indulgencia.
   Cuando se perdió la costumbre de imponer esas temporadas de penitencia, se mantuvo la forma de computar las  indulgencias de forma tradicional.
   Conviene también recordar que la indulgencia, por su naturaleza, no es un mero perdón gratuito de la pena de los pecados. Es la oferta que la Iglesia hace y que se puede aceptar o rechazar; ordinariamente va condicionada al arrepentimiento de los pecados, al estado de gracia ya obtenido por el perdón de la culpa y a la realización de determinadas  obras buenas: oraciones, limos­nas, una peregrinación o un ayuno, por ejemplo.

   2. Historia de las Indulgencias

   La administración de "la indulgencia" y la oferta d las "indulgencias" por parte de la Iglesia se desarrolló en la Historia a través tres momentos significativos.

     2.1. Primeros siglos

    En los tiempos antiguos los cristianos vivieron momentos de piedad y de fervor en las comunidades a las que pertenecían. Debían realizar determinados actos de penitencia y castigo cuando sus pecados eran públicos o conocidos por la comunidad. Especialmente duros eran esos castigos si suponían escándalo para los demás: robos, crueldades, abusos, latrocinios y, sobre todo, apostasía, homicidio, adulterio. Si no se corregían de sus malos comportamientos, eran expulsados de la comunidad. Si se arre­pentían y enmendaban su conducta pecaminosa, tardaban un tiempo el recibir el perdón: tiempo en el que había de realizar las obras buenas que la autoridad de la comunidad les demandaba: ayunos, sacrificios, limosnas, oraciones.
    Pronto surgió la costumbre de emplear gestos de misericordia y el Obispo estaba capacitado para abreviar el tiempo de penitencia en función de las buenas obras realizadas. Se sabe que existían, por ejemplo en el norte de Africa, las llamadas "intercesiones o cartas de benevolencia de los mártires". Por ellas, como relata S. Cipriano, se concedía de vez en cuando a algunos penitentes la remisión parcial de las penitencias que les habían sido impuestas. Se pensaba que Dios, por la intercesión y los méritos de los mártires, les perdonaba la pena debida por los pecados.

    2.2. Edad Media

   Cuando en la Edad Media esas acciones de misericordia o de indulgencia comenzaron a tarifarse, porque también las penitencias se regularon con tarifas precisas, se hizo más fre­cuente le exen­ción de penas, reclamando la entrega de limosnas para hacer templos, hospicios y asilos, sobre todo con la gente que poseía bienes. Especialmente atractivas resultaron las "indulgencias plenarias", o perdón de todas las penas, por participar en "las cruzadas" contra los mahometanos o por peregrinaciones, como las de Jerusalén o Santiago de Compostela.
    Desde el siglo XI se extendió la costumbre de solicitar, y con frecuencia otorgar, ese perdón de penas, en forma de absoluciones extrasacramentales por parte del Papa, de los Obispos y de sacerdotes autori­zados. Normalmente debían cumplirse condiciones: plegarias a un santo, donativos a un santuario, cumplimiento de tal prescripción.
   Con el tiempo, algunas indulgencias se asociaron a determinadas actividades restringidas a una cofradía, a una loca­lidad o a una Orden Monástica, que se sentían orgullosas de tal concesión.
   Incluso se dio la costumbre de solicitar que otros ayudaran con ayunos, plegarias y sacrificios a perdonar la pena que se debía cumplir. En atención a la comunión de los santos, determinados monjes o sacerdotes cumplían las penitencias ajenas o representaban al penitente verdadero, por ejemplo cuando él estaba enfermo o imposibilitado o cuando podía con sus limosnas "interesadas" convalidar sus ayunos y abstinencias.
   Al finalizar las penitencias debidas se realizaban determinados ritos de "absolución" o perdón público, que implicaban la normalización de la pertenencia a la Iglesia. Ordinariamente la absolución la pronunciaba el Obispo o los sacerdotes autorizados, aunque fue general que en peligro de muerte cualquier sacerdote podía declararla realizada.

    2.3. Edad moderna y reciente

    Cuando llegó la Edad Moderna, el cambio de mentalidad reclamó más libertad en las decisiones personales y me­nos ingenuidad en las creencias respecto a las absoluciones, sobre todo si procedían de autoridades religiosas que lo eran sobre todo sociales y civiles: Papas convertidos en "reyes" de los Estados pontificios, Obispos que eran príncipes en sus territorios, abades que actuaban como señores temporales.
    Al crecer la sensibilidad social, humana, de justicia, en los tiempos humanistas del siglo XIV y XV, comenzaron a surgir reacciones contrarias, sobre todo cuando el tráfico de indulgencias a cambio de beneficios materiales y exenciones se desvió al camino de la simonía o compra de este tipo de dones. Fue motivo fuerte de disensión. Era normal que el sistema de indulgencias entrara en crisis y hubiera pensadores racionalistas y más clarividentes, al estilo de Guillermo de Occam (o de Ockham) (1300-1350), Nicolás de Cusa (1410-1461), Giordano Bruno (1548 -1610) y sobre todo los humanistas críticos como Erasmo de Rotterdam (1467-1536) o Miguel de Montaige (1533-1592), que lo rechazaron con ironía y desprecio.
     La ruptura total vino con Lutero (1483-1546) y con el teólogo protestante Felipe Melanchton (1497-1565): rompieron frontalmente con la idea y la práctica de semejante comercio espiritual. Los ataques de Lutero, de Bayo y del Sínodo de Pistoia saltaron de la justa crítica de los abusos a la misma doctrina del poder de perdonar las penas de los pecados y a negar la exis­tencia de esa pena. Sus doctrinas, no sus críticas justas, fue­ron condenadas por la Iglesia en diversas intervenciones que fueron clarificando de nuevo la doctrina católica.
     De modo especial, la condena luterana se formalizó en la Bula de León X "Cum postquam", del 9 de Noviembre de 1518 y en el Conci­lio de Trento que rechazaba la idea de Lutero condenando su sentencia: "Las indul­gencias son piadosos engaños de los fieles, que por ellas abandonan las buenas obras; no sirven para nada a aquellos que las ganan y no redimen nada de la pena de sus pecados para con la divina Justicia." (Denz 757 a 760)

  3. Pena y reparación del pecado

   La base de las indulgencias está en el principio cristiano de que todo pecado implica una pena además de una culpa. Cuando se ha perdonado la culpa del pecado, queda la necesidad y el deber de reparar la pena. Si se ha perjudicado a otro, es de justicia reparar el mal cau­sado. Si es Dios  el que ha recibido la ofen­sa, es precisa otra cosa. Dios en sí mismo no necesita repa­ración, pero por parte del pecador quiere alguna acción buena equivalente y compensatoria de la acción mala.
    En esta actitud se mezcla lo psicológico (interior de la conciencia sensible), lo sociológico (pertenencia a una comunidad creyente) y lo teológico (leyes naturales de Dios Creador grabadas en la naturaleza).
    La pena se debe reparar o redimir en esta vida. Si se mue­re sin conseguirlo, existe la certeza de que la justicia de Dios reclama la reparación en el otro mundo. Por eso se presupone un esta­do, lugar o situación que llamamos Purgatorio. En ese lugar el alma estará un tiempo. Al menos así hablamos con términos terrenos, sabiendo con certeza que fuera de la vida, ni hay tiempos ni hay lugar. En el plano teológico esto es fácil de entender, al menos desde una perspectiva antropológica sencilla. Pero desde la óptica metafísica, los conceptos de deuda, tiempo, lugar, reparación, etc. rozan lo incomprensible y por eso hablamos del misterio del más allá.
    Es evidente que si no hay deuda, si no hay pena del pecado, se corre el riego de moverse en creencias fútiles y engañosas. Las indulgencias no pasan de ser una "impresión", al estilo de que las que han dominado las mitologías antiguas.
    Pero la doctrina cristiana, sin que caiga en mitos o en catalogaciones antropo­mórficas, coincide en asumir la naturaleza del hombre como responsa­ble de los propios actos, méritos, deudas y compro­misos espirituales. Las indulgencias entran en esa categoría de doctrinas reales que no se pueden explicar con expresiones verbales.


  

4. Poder de la Iglesia

   En general, la enseñanza de la Iglesia en este terreno no se vinculó excesiva­mente a conceptos metafísicos, sino a los sencillos conceptos y términos que podemos descubrir en la Revelación divina y hallamos expresados muchas veces en la Escritura Sagrada.
   La Iglesia indicó siempre de que "es preciso una remisión de la pena debida a la Justicia por los pecados cometidos;" (Concilio de Letrán. 1512. Denz. 759). Y también de que las indulgencias "sirven para la remisión de la pena temporal que se debe satisfacer ante la Justicia divina por los pecados actuales." (Pío VI. Constitución Auc­torem Fidei de 1794. Denz. 1540)
   La indulgencia no es una mera remisión de las penas canó­nicas, es decir previamente legisladas y reguladas, como acontece en los códigos civiles. Es más bien algo interior a la conciencia y se halla rodea­do de cierto misterio sobrenatural. Por eso hay que eliminar el concepto de cárcel, castigo físico o sa­ción econ­mica, tanto al hablar de pena como al pensar en indulgencia. La Iglesia ejerce su derecho de "atar y desatar" y usa de la misericordia que ha aprendido de sus divino Fundador, también en ese terreno sobrenatural.
    En lo relacionado con las indulgencias, hay que unir el poder de la Iglesia con el mandato y el poder de perdonar que Cristo otorgó. El "poder de las llaves" no es una simple capacidad de imposición sino una disposición de servicio. No es un atributo de poder o un privilegio, sino un instrumento para la actuación y un recurso de salvación.
   Por otra parte, en el "poder de las llaves" hay que diferenciar entre el "perdonar pecados" y el "conceder indulgencias". En ambos hechos lo esencial es perdonar: pero en el per­dón de los pecados la Iglesia actúa de forma sacramental, que significa que borra culpas por medio de signos sensibles; y en la indulgencia la Iglesia actúa de instrumento de alivia la pena aneja a la culpa y por eso, no simplemente perdona, sino impone acciones buenas que sirven de instrumento sanador.
   La Iglesia, a través de sus autoridades, el Papa, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles, ejerce ambas funciones sanativas del perdón: a veces de forma separada, en ocasiones unidas.
   Por ejemplo, un confesor ordinario puede absolver de la culpa del pecado y del castigo eterno del mismo, pero no tiene potestad ordinaria de remitir las penas temporales debidas por los pecados que absuelve.
   Y en ocasiones el Papa o los Obispos otorgan determina­das indulgencias a quienes ya han sido absueltos por otros, según normas variables de lugares y tiempos cambiantes.

 

   

 

 

    5. Manantial de indulgencia

   La fuente de las indulgencias es el "tesoro de méritos" de la Iglesia. Se surte ese depósito sobrenatural de la sobreabundante "satisfacción" ofrecida por Cristo al Padre. Y, por voluntad del mismo Cristo, se añaden a ese ma­nan­tial infinito, el de los méritos de los san­tos del cielo y de los viadores de la tierra: mártires, hé­roes, contemplativos, enfer­mos, pobres, etc.
   Con todas las riquezas del Cuerpo Místico se forja un tesoro y en él tiene entrada la mano misericordiosa de la Iglesia para repartir gracia y perdón entre todos sus miembros.
   Verdaderamente es una forma metafórica y antropológica de hablar y de entendernos; es suficiente en cuanto a lo esencial, precisamente porque Cristo ha querido algo así para sus seguidores.

   5.1. Razón de las indulgencias

   Dios podría perdonar a los hombres sus pecados sin reclamarles satisfacción alguna. Es Señor y no por eso quedaría quebrantada la justicia, según explicó Sto. Tomás ya en el siglo XIII (Summa Th. III. 64. 2 ad 3). Pero hay alguna razón misteriosa que pide otra cosa.
   Sospechamos que no todos pueden ser tratados por igual. Cierto sentido de equidad natural reclama que quien ha hecho un mal muy grande lo repare en gran manera y el que lo hizo muy pe­queño apenas si precise reparación; y es de sentido común que quien ha reali­zado un bien reciba una recom­pensa proporcionada a su acto bondadoso.
   La Iglesia enseña que Cristo quiso que el que comete pecado lo repare, por motivos pedagógicos y evangélicos: la pedagogía mueve a enseñar al que obra mal aprenda a no hacerlo más; y el Evangelio recuerda cómo Cristo comen­zó pidiendo con­versión. (Mt. 4. 17)
   Ciertamente también existen motivos teológicos y tienen que ver con la Justi­cia divina, que debe quedar satisfecha al recibir las reparaciones en proporción a los pecados cometidos. Aquí es donde entra la misericordia divina. Podía Dios exigir hasta lo último en esa satisfacción. Pero las veces que Jesús habla de per­dón, 45 veces en los Evangelios de las 167 que aparece la palabra (af-esis o af-emi, perdonar o perdono) en el Nuevo Testamento, aluden a olvidar la ofensa, a borrar el perjuicio sin nada a cambio.
   La Iglesia sigue ese ejem­plo y hace lo posible por per­donar todo. Y sólo recla­ma la penitencia para poder perdonar más y mejor.
   La compensación o penitencia que se reclama por el pecado, es decir la pena que se le impone al pecador por parte de Dios y en su nombre por parte de la Iglesia, tiene que poder ser también perdonada del todo o en parte, cuando resulte preferible la miseri­cor­dia antes que la exigencia.
   El "tesoro de la Iglesia" es rico y abun­dante para darlo a todos los hombres. Ella como Madre y Maestra lo administra siempre en función del bien común y en beneficio de cada persona.

   5.2. Modo de la concesión

   La Iglesia puede aplicar ese poder de perdonar las pena del pecado del modo que crea más conveniente, según los lugares y los tiempos. Por eso los estilos penitenciales y los cauces de la indul­gencia han variado tanto con el paso de los siglos.
   Hay rasgos comunes en todos los tiempos: la reserva de ese poder a de­terminadas autoridades, como el Papa y los Obispos; la indicación de recitar de­terminadas plegarias o cumplir deter­minadas actuaciones; la variación en la contabilidad de "cantidades" (días, me­ses, años, toda la vida) en los modos de hacer cálculos.
   Lo importante nos son los lenguajes, sino la autenticidad del perdón y el reco­nocimiento que de su importancia se ha hecho siempre. Tampoco estrictamente hablando es la Iglesia la protago­nista del perdón, sino Cristo que actúa por su medio. Lo que la Iglesia hace es suplicar a Dios el perdón y declararlo conce­dido en función de la certeza de que se han cumplido las condiciones.
   La doctrina sobre la existencia del "tesoro de la Iglesia" y la capacidad eclesial de actuar sobre él, fue perfilada al final de la Edad Media. Por lo tanto se formuló con terminologías de ese momento, la cual en los tiempos ac­tuales puede resultar menos comprensi­ble. Fue Hugo de San Caro el primero que habló de "tesoro" de forma sistemá­tica en el siglo XIII. Y apareció por primera vez en un documen­to pontifi­cio, en la Bula "Unigenitus Dei Filius", de Clemen­te VI, el año 1343. Las formas de conceder las indulgen­cias fueron luego cambiando según los tiempos. La última regulación sería del Código de Derecho Canónico, según la reforma de Juan Pablo II, del 25 de Enero de 1983 (cc. 992-996).
    En principio sólo el Papa puede otor­gar indulgencias para la Iglesia universal. El se presentó desde el principio como el sucesor de Pedro.
    El Obispo en su propia Diócesis puede ofrecerlas según la autorización general que recibe o por solicitud particular cursada al Papa.
    Es cierto que en tiempos pasados se apreciaban más estos beneficios eclesiales de lo que hoy se estiman. Pero el hecho de que hayan caído en cierto desuso no debe hacer olvidar su existen­cia, su posible aprovechamiento y, sobre todo, el principio doctrinal de que lo que no se repare en esta vida habrá que satisfa­cerlo en la otra.

    6. Tipos de indulgencias

    Ha sido también costumbre en la Igle­sia diferenciar los niveles o la importancia de las diversas indulgencias que se pueden obtener por parte de los fieles.

    6.1. Por su extensión temporal

    Las más valiosas son las "indulgencias plenarias", es decir las que, por motivos importantes y acciones meritorias implican el perdón de toda la pena debida por los pecados cometidos hasta el momento de recibir tal beneficio.
    Es fácil entender que estas indulgencia son ocasionales y reclaman acciones importantes: un año santo, participación en una cruzada religiosa al estilo de las medievales, una peregrinación decisiva para el cambio de vida, un compromiso perpetuo religioso, la entrega de bienes grandes a los pobres, etc.
    Las "indulgencias parciales" o limitadas, como las de "siete años", "diez meses" o "treinta días", se conceden por acciones piadosas más livianas: una oración prefijada, un ayuno, una pequeña limosna, la visita a un templo.
    Las primeras implican una conciencia muy clara, una voluntad muy decidida, una disposición espiritual muy pura. Las segundas son más frecuentes, más asequibles y  más cotidianas.
    Conviene resaltar que los modos de hablar: años, días, meses, son simples ecos de tiempos medievales, cuando podía equivaler a tiempos de ayuno, de plegaria o de sacrificios. Apenas si ese concepto es transferible a los tiempos actuales.

   6.2. Según su aplicación,

   Hay indulgencias que son sistemáticas y ya prefijadas: se dan siempre que se cumplan determinadas normas: ejemplo, la plenaria aneja a la bendición solemne del Papa en determinadas festividades o la aplicada por cualquier sacerdote en el momento de la muerte.
   Hay algunas otorgadas en momentos de grandes compromisos, como al recibir el Orden sacerdotal y hacer la profesión reli­giosa solemne.
   Y hay otras que se conceden ocasionalmente: una fiesta, una misión popular, una visita significativa, con motivo de un año santo.

   6.3. De vivos y de difuntos

   Hay indulgencias que afectan sólo a los vivos, que hacen los actos que las requieren; y hay algunas que se otorgan con la intención de que puedan aplicarse a los difuntos, como puede ser las otorgadas por la asistencia a la Eucaristía celebrada en la festividad litúrgica que los conmemora. (2 de Noviembre)
   La Iglesia no tiene jurisdicción sobre los fieles difuntos para concederles a ellos indulgencias, pues ya no están en este mundo. Pero puede "indulgenciar" determinados actos para que los méritos se les puedan transferir en forma de indulgencias, si es la voluntad de Dios que así sea. Son llamadas entonces sufragios.

 

   7. Sufragios

   Los que han partido de este mundo en gracia de Dios, pero sin haber satisfecho todo lo que debían por las obras malas que hicieron en vida, tienen que pasar por un estado o situación que llamamos Purgatorio, hasta que queden complemente limpios de los peca­dos. Sólo entonces podrán gozar de la visión de Dios en el Paraíso.
   En la Iglesia se ha tenido siempre la creen­cia de que los fieles vivos pueden rezar y hacer obras buenas por los fieles difuntos para ayudarles a redimir la pena que deben en el momento de la muerte.
   Llamamos sufragios a las plegarias, limosnas, ayunos, sacrificios y obras buenas que los vivos pueden hacer por los difuntos. Las hace­mos en su nombre, en virtud de las relacio­nes existentes entre los miembros del Cuerpo Místico. Y Dios, en la medida de su miste­riosa voluntad y de su infinita misericor­dia, aplica a los difuntos los méritos de esas obras buenas y alivia sus penas purifica­torias.
    Especialmente tenemos ese deber con aque­llos seres que nos son parti­cular­mente queri­dos y con los que nos relacio­namos estrechamente mientras vivie­ron: familiares y amigos, benefactores, aquellos a quienes hicimos algún mal espiritual o material y con los que permanecemos en cierto estilo de deuda no satisfecha.
    Este es el sentido de las celebraciones funerarias y de las conmemoraciones que por ellos celebramos con ocasión de su muer­te.
    La Iglesia celebra con frecuencia plegarias por todos los fieles difuntos, para que nadie, por desconocido que sea, quede abandonado y se sufra su pena sin los convenientes sufra­gios.
    Las indulgencias en favor de los difuntos aparecen en la segunda mitad del siglo XV, con Calixto III (1457) y luego con Sixto IV (1476). Un siglo después, ante la pertinaz negativa de Lutero a considerar redimible cualquier pena después de la muerte y su rechazo a cualquier concepto de indulgencia para después de la vida, se perfiló la doctrina definitiva sobre esta labor eclesial.
    León X, en la Bula "Cum Postquam" de 1518 (Denz. 740) y luego en la Bula "Exurge Domine" de 1520, concretó la enseñanza del Conci­lio de Trento expresada en diversas sesiones y declaraciones (Sesión del 3 y 4 de Di­ciembre de 1563, Decreto sobre le Purgatorio).
    Es importante a los fieles enseñarles el sentido de los sufragios por su valor teológico de remisión compensatoria de las penas debidas y no sólo como desahogo afectivo para los seres queridos que quedan en este mundo.