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Lucha por la destrucción de las imágenes, que se dio en las Iglesias Orientales en el siglo VII, sobre todo en el VIII, por considerar su culto como idolatría o iconolatría. La inició oficialmente León III el Isáurico el 725, para granjearse el apoyo de los nestorianos y otros grupos populares; y se prolongó más de un siglo.
No fue ajena a esta actitud inconoclasta la influencia del creciente Islam que en sus normas religiosas prohibía toda manifestación zoomorfa o antropomorfa de figuras humanas. La condena de tales actitudes por el papa Gregorio II, y luego por León II y por Gregorio III, redujo la corriente al Oriente, menos dependientes de la autoridad y de la influencia romana.
Contrarrestó en parte el afán destructivo de imágenes la oposición que ofrecieron figuras eminentes e influyentes como S. Juan Damasceno.
La ortodoxia se restableció en el II Concilio Ecuménico de Constantinopla, luego de Nicea, del año 787, en el que por la influencia de la Emperatriz Irene se determinó el verdadero alcance del culto a las imágenes. En la sesión VII se condenó los extremismos contrarios (Denz. 303-304). Años más tarde, la Emperatriz Teodora, en la minoría de Miguel III, prohibió el 843 destruir imágenes y perseguir a los iconófilos o amantes de esas figuras, con lo que la paz social se restableció definitivamente.
Contra esta verdadera herejía se levantó la tradición de la Iglesia y el sentido sacramental del catolicismo, al reconocer el valor las mediaciones humanas en el cultivo de la fe. (Ver Ortodoxia 3.8)
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