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Lágrimas que ordinariamente representan un sufrimiento moral o físico y cuya cantidad y forma varia según las personas y las circunstancias: los niños lloran más que los adultos, las mujeres tienen llanto más fácil que los hombres; ciertas culturas o razas son más dada a las lágrimas que otras.
El llanto no es de por sí signo de debilidad, sino expresión sensible de un sentimiento profundo. De las 60 veces que se habla de llorar (klaio) y de llanto (klauzmos) en el Nuevo Testamento, tres aluden al mismo llanto de Jesús: las lágrimas ante la obstinación de Jerusalén (Lc. 19 41); la conmoción ante la muerte de Lázaro (Jn. 11. 35) y sobre todo la agonía de Getsemaní (Mc. 14. 32; Mt. 26. 38; Lc. 22. 44).
Del mismo modo, Jesús dedicó al llanto una Bienaventuranza: "Bienaventurados los que lloran" (Lc. 6. 21). La mujer pecadora mereció alabanza por su lágrimas. (Lc 7.38). Las lágrimas de la viuda de Naim conmovieron el corazón del Señor, que resucitó a su hijo, ya camino del cementerio. (Lc. 7.13)
San Pedro lloró su negación del Señor (Mt. 26. 75; Lc. 22.62). San Pablo afirmaba que "lloraba con los lloraban" (Rom. 12.15). Los Apóstoles estaban llorosos cuando la Magdalena les anunció la resurrección. (Mc. 16.16).
Con una plataforma semejante sobre el llanto, nadie puede negar que las lágrimas son lenguaje de santificación y de perdón cuando salen del corazón honrado y sincero. Las lágrimas son lenguajes de arrepentimiento y de amor.
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