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Se denominaron así en la Edad Media, al menos desde el siglo XIII, a los religiosos que, como los Dominicos y Franciscanos, pedían con frecuencia limosna (mendicaban) para sostener sus obras. Al no tener posesiones estables, necesitaba del trabajo y de la limosna para el sostenimiento, pues se dedicaban gratuitamente a la predicación y a la animación de la piedad de los fieles.
No siempre los "mendicantes" fueron bien vistos en la Iglesia, sobre todo cuando fueron objeto de privilegios y exenciones por parte de los papas (como Martín IV que les otorgó en 1282 independencia de los Obispos para predicar y confesar). Ello generó conflictos en diversas Diócesis, como la de París, en la que ellos abundaban.
El Concilio determinó el fortalecimiento de la autoridad de los Obispos y dio normas sobre las competencias de estas Ordenes mendicantes y los terrenos en los que deberían quedar exentos y aquellos en los que habría de conservar la disciplina normal
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