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El que se dedica a la oratoria o a la proclamación de un mensaje mediante la exposición artística y solemne de algo ante un público. La oratoria fue desde los griegos y romanos un arte, más que una ciencia, muy cultivada por sus efectos persuasivos en las asambleas.
Se practicaba en los consejos de las ciudades (boulés) o en los Senados urbanos. Y por ello fue especialmente cultivada más como arte que como ciencia, por parte de los oradores. Demóstenes entre los griegos y Cicerón entre los romanos representaron la cumbre de la oratoria política y legal.
En el Nuevo Testamento encontramos algunas piezas intencionadamente oratorias, como la autodefensa de Pablo ante el Gobernador Félix (Hech. 22.1-22) en determinados viajes misionales (Hech. 12. 17-41). Incluso los discursos de Esteban (Hech. 7. 2-52) y de Pedro (Hech. 1. 14-36 y 3. 12-26).
Sin embargo es interesante la ironía con la que el Autor del libro de los Hechos recogió el mejor discurso oratorio en el corazón de Atenas: el que pronunció Pablo ante los atenienses del Areópago, que terminó en el más sonado fracaso, a pesar de la perfecta hechura literaria y las referencias filosóficas del enardecido Apóstol. (Hech. 17. 22-32).
En cierto sentido la oratoria sagrada se presentó siempre como aliada de la predicación del mensaje en el mundo helenístico del siglo I, sobre todo en el ambiente culto del siglo III y IV (Juan Crisóstomo, Basilio, Cirilo de Jerusalén) y en los finales del imperio romano antiguo (S. Ambrosio y S. Agustín).
Luego continuaría a lo largo de la Historia de la Iglesia con diversas formas y alcances según los tiempos, los ambientes y los países.
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