PENITENCIA.  Sacramento de la
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  El sacramento penitencial es el signo sensible por el cual se nos concede el perdón de los pecados en nombre del Señor Jesús; pero por intermediación de la Iglesia, que lo administra.
   Como sacramento posee capacidad sobrenatural de otor­gar la gracia divina mediante el perdón del pecado.
   Se estructura en un signo sensible que ha sufrido oscilaciones a lo largo de los siglos, pero que ha mantenido el rasgo esencial: reconocimiento del pecado por parte del pecador y declaración del perdón por parte del ministro.

   1. Naturaleza Sacramental

   Es un sacramento que enlaza tres rasgos: el signo, el arrepentimiento y el per­dón. El signo es algo visible, contingente, que podía haber sido diferente, pero que, querido por Jesús, refleja la manifestación del arrepentimiento y la declaración del perdón.
   Por una parte penitencia (tener pena) es el dolor de haber pecado, es reconocimiento de tal error, es deseo de cambiar de vida.  Por la otra, es perdón, destrucción del pecado en su aspecto de culpa, de ofensa a Dios, por el poder otorgado a la Iglesia. Y, junto a la aniquilación de la culpa, se halla la apertura a recibir la expresión de la pena o castigo reparador que el pecado reclama.
   En el Concilio de Trento se describe como hecho judicial. Lo es tal por cuanto hay reconocimiento de culpa, porque hay juicio humano sobre la maldad de la acción pecaminosa y por haber absolución en nombre de Jesús.
   Pero hay que evitar trasladar las categorías jurídicas humanas al sacramento: sacerdote juez, reo pecador, fiscal acusador, abogado defensor, sen­tencia y sanción. Sólo metafóricamente se puede hablar de tribunal y de juicio, de sentencia y de pena. La realidad es más simple y sobrenatural. Hay un gesto o signo sensible que expresa el perdón; y hay una gracia santificante que se restituye por ese signo

1.1. Esencia física

   Lo difícil es entender cómo un signo sensible produce un efecto invisible, cómo lo natural genera lo sobrenatural. En este salto misterioso es donde está la necesidad de la fe, para aceptar que Cristo quiso que así fuera, como pasa en los demás sacramentos: Bautismo con el agua, Eucaristía con el pan y vino, Confirmación con el santo crisma.
   La Teología tomista identifica la naturaleza, o esencia física, del sacramento con los actos llamados del penitente: arrepentimiento, confesión, satisfacción y absolución. Es terminología y explica­ción recogida en el Concilio de Trento (Denz. 699, 896, 914). Se llama a estos actos "cuasimateria", ya que en este sacramento no habría mate­ria pro­piamente dicha visible por los sentidos, como acontece en otros: agua, pan y vino, imposición de manos, unción.
   Las palabras absolutorias del ministro serían la forma o fórmula sacramental. Al vincularse o asociarse con la materia, o actos del penitente, se constituiría el sacramento. Santo Tomás considera que, si faltan los actos del penitente, no se da sacramento, al carecer de la acción judicial: pecado, declaración, arrepentimiento, castigo y expresión del perdón (Summa Th. III. 84. 2)
   La Teología escotista y franciscana se presenta más abierta, menos judicializada y más evangélica. Prefiere identificar la naturaleza del sacramento con la absolución del ministro, pronunciada por el arrepentimiento, más que por la confesión de los pecados. Relega los actos del penitente a ser mera condición para que la absolución pueda ser real. Pero declara que lo esencial es el gesto del perdón por parte del ministro, no la humillación por parte del penitente.
   Sin entrar en pormenores teológicos más propios de los recovecos escolásti­cos que de las visiones evangéli­cas, lo importante es identificar la esencia del sacramento con el perdón que el sacramento conlleva.
   No implica eso que el concepto definido en Trento resulte insuficiente o discutible, sino que debe situarse en el contexto histórico y teológico en el que se declaró. Es preferible entender el sacramento como gesto sacerdotal de perdón. Por lo tanto es signo huma­no que acoge los síntomas de arrepentimiento y de misericordia divina. Culmina con las expresiones de absolución como señal de la concesión de perdón.
   Precisamente en esta visión preferentemente carismática de los actos del penitente, minuciosos y sucesivos, pero secundarios y no esenciales, se justifica el poder otorgar, cuando es conveniente, la absolución general; y se basa la posibilidad también de absolver a los que han perdi­do la conciencia por enfermedad o accidente.
   Desde luego, la valoración excesiva de los actos del penitente no sintoniza del todo con el mismo ejemplo evangélico de Cristo "pronunciado absoluciones" sin ritos previos ni declaraciones del pecado: Jn. 1.9; Lc. 9.2; Mt. 9. 2; Lc. 5. 20; Mc. 2. 5; Lc. 7. 47; Mc. 2. 7; Lc. 7. 49; Jn. 5. 14. Cristo perdonaba sin formalidades sacramentales.

   2. Signo sensible

   El signo exterior del sacramento de la penitencia, por lo tanto, es la manifestación del dolor del pecado, los gestos de humilde petición del sacramento y la proclamación de ese perdón o absolu­ción. Los escolásticos tomistas los llamaban: cuasimateria
   Lo importante en ese signo es el arrepentimiento, la reconciliación y la conversión, tres manifestaciones del perdón.
      - Con el arrepentimiento rechazamos el pecado en lo que tiene de malo; sentimos pena y hasta vergüenza de habernos comportado mal.
      - Con la reconciliación, volvemos nuestro corazón a Dios, que es nuestro Padre, como hizo el hijo pródigo de la parábola que Jesús relató. Decimos: "He pecado contra ti y no soy digno de ser llamado hijo tuyo." (Lc.15.11-32)
      - Con la conversión cambiamos por completo de vida y no volvemos a ir por el camino del mal, pues nuestro corazón se entrega a Dios con amor.
    Estos tres sentimientos han sido iniciados en el Bautismo, en donde fuimos hechos hijos de Dios. El perdón del sacramento penitencial nos restituye la gracia bautismal, si nuestro corazón es recto y sincero. Se enlaza pues con la iniciación bautismal.

  2.1. Dolor y arrepentimiento

   Evidentemente lo más importante para el pecador es la conversión. "Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva." (Sab. 1. 13) Es decir, Dios quiere el dolor del pecado cometido: pesar, remordimiento, sufrimiento, compunción, pena, arrepentimiento, decisión de no volver a pecar.
    La Iglesia entendió siempre por contrición "el dolor del alma y aborrecimien­to del pecado cometido, juntamente con el propósito de no volver a pecar". Es la idea expresada en el Concilio de Trento, en la sesión XIV del 25 de Noviembre de 1551 (Denz. 897). Los tres elementos de este concepto; sentimiento o dolor, rechazo o renuncia, propósito de cambio, han sido y son elementos claves para autentificar el arrepentimiento, de modo que uno sólo haría dudar de la autenticidad de esta disposición moral.
    No se debe identificar pues la contrición con un mero sentimiento de pena, de vergüenza o de angustia. Es una disposición de la inteligencia y de la voluntad libre, no de la sensibilidad.
    Es el rasgo esencial de la "conversión", cara sensible y humana del concepto más teológico de "justificación". Por eso se considera como el valor central de la penitencia sacramental.

 2.1.1 Propiedades

    La contrición es disposición personal e intransferible, es sobrenatural e interna, tiene que ser universal y permanente. Debe abarcar a todos los pecados mortales, incluso a todos los veniales, en cuanto ofenden a Dios bondadoso. Puede ir acompañada de signos externos, pero afecta fundamentalmente a la mente y al corazón. "Rasgad vuestros corazones, no vuestras vestiduras", decían los profetas. (Joel 2. 13)
    Al decir que debe ser sobrenatural se alude a su referencia a Dios, sin olvidar su dimensión humana. El que se arrepiente no lo hace por vergüenza, temor o conveniencia, sino por la misma ofen­sa que repudia. Ha roto con el Padre Dios y se ha alejado de Jesucristo. Su descarrío le aleja de su fin último. Al advertir tal situación su voluntad reclama rectificación.
    Sin embargo no quiere ello decir que el hombre, unidad personal infragmentable, pueda eliminar todo sentimiento humano en sus rectificaciones: pena, sentimiento, tristeza, vergüenza. Mas lo esencial es la decisión de rectificar, bajo la influencia misteriosa de la gracia actual, y rechazar el pecado como ofensa a Dios, fin último del hombre. El arrepentimiento puramente natural no tiene valor trascendente; ello no quiere decir que no sea beneficioso. Pero su naturaleza lo hace diferente del sobrenatural.
   También el arrepentimiento tiene que ser universal, lo que implica el rechazo de todos los pecados graves cometidos, sin excepción. No es posible que un pecado mortal se perdone desligado de todos los demás. El que se arrepiente de todo, menos de uno, no llega al arrepentimiento verda­dero en el orden sobrenatural, pues sigue alejado de Dios. Por ejem­plo, arrepentirse del homicidio y del robo generado por un adulterio, pero no del adulterio, puede ser arrepentimiento natural, pero no sobrenatural.

   2.1.2. División

   El arrepentimiento, desde Sto. Tomás de Aquino (De veritate 28. 8 ad 3), se suele diferenciar en dos niveles: el perfecto llamado estrictamente "contrición" o tristeza; y el imperfecto, llamado también "atrición" o abatimiento. Aunque el alcance etimológico es similar, la connotación teológica se ha ido perfilando por separado.
   La contrición perfecta está motivada por el amor a Dios. Es actitud de tristeza generada en las facultades superiores, inteligencia y voluntad, ante la ofensa hecha a Dios, Ser Supremo.
   Sin embargo, la atrición procede de otras connotaciones humanas, como el temor al castigo, el pesar por el bien perdido. No está mal, pero es un dolor menos teocéntrico; es caridad imperfecta para con Dios.

  2.1.3. Dolor de contrición

  Es el ideal en el orden sobrenatural para quien ha ofendido a Dios. A él se debe aspirar. El motor que lo desencadena es el amor puro a Dios solo, que consiste en preferirle sobre todas las cosas, por ser Él quien es. El motivo que origina el rechazo del pecado es ese amor de be­nevolencia o amistad divina.
   Es evidente que no todos los hombres ni en todas las ocasiones pueden llegar a una situación espiritual tan perfecta. Se acerca el alma a esta disposición al considerar la ingratitud que supone cuan­do considera el pecado y compara la maldad del pecado con la bondad divina. La consideración de la muerte redentora de Cristo es la plata­forma para despertar esta disposición espiritual.
   El simple llegar a ese dolor ya justi­fica o perdona por sí mismo el pecado cometido (justificación presacramental), pues supone que la persona entera se adhiere de nuevo a Dios, a quien se rechazó por el pecado. La contrición es por sí misma justificante, de modo que, aunque quede el deber de recibir el sacramento, el pecado se perdona por ella.
   En el Antiguo Testamento, encontramos ejemplos de esta contrición como cauces para el perdón del pecado. La declaración del profeta a David: "Tu pecado ha sido perdonado" (2. Sam. 12. 13) sigue a la confesión: "He pecado contra Yaweh" del rey. Es actitud que en otras referencias se encuentra con claridad: Ez. 18. 21; Ez. 33. 11; Salm. 31. 5.
    En el Nuevo Testamento hallamos otras referencias claras: "Se le perdona mucho, porque ha amado mucho." (Lc. 7. 47). También en Jn. 12. 1-11; Mc. 14. 3-9; Jn. 14. 21; 1. Jn. 4. 7. La idea de que "la caridad borra multitud de pecados" (1. Petr. 4. 8) será clave en el cristianismo de todos los tiempos.

   2.1.4. Dolor de atrición

   No siempre los hombres, sobre todo no cultivados espiritualmente, pueden llegar con facilidad a una contrición per­fecta, teniendo como exclusiva referencia al mismo Dios. La Tradición de la Iglesia ha enseñado que también son excelentes los sentimientos de rechazo del pecado por otros motivos menos teocéntricos y más antropocéntricos: el temor al castigo, la pérdida del cielo, el remordimiento, la vergüenza, etc.
   No son sentimientos perfectos, pero son suficientes para disponer el espíritu humano contra el mal. A estas motivaciones se las denomina "atrición" (atritio, abatimiento, humillación) como alusión al dolor humano ante el mal. El término se usó desde el siglo XII, con Simón de Tournai. Al principio fue sinónimo de ruptura con la vida desordenada, pero luego tuvo sentido de pesar por el pecado cometido y temor a ser castigado por Dios.
   El temor al castigo, aunque sea un sentimiento interesado, es sentimiento noble en la naturaleza humana, como lo es el pesar por el premio eterno perdido. Algunos escritores cristianos han considerado egoísta este sentimiento, sobre todo al compararlo con el puro amor a Dios. Pero una cosa es que sea de inferior calidad y otra cosa es que resulte inconveniente.
    En cuanto es un temor que acerca al arrepentimiento y dispone para la conversión, la Iglesia siempre lo ha considerada como bueno y como suficiente para llegar al perdón sacramental. El temor, a diferencia del amor, no justifica por sí mismo; pero dispone la conversión. En consecuencia es considerado suficiente para el sacramento de la penitencia.
   En este sentido, resultan interesantes las antiguas discrepancias sobre su suficiencia penitencial. Los contricionistas, Alejandro de Hales (1186-1245), Miguel Bayo (1513-1570) y posteriormente los autores jansenistas, rechazaron su suficiencia para recibir válidamente el sacramento de la penitencia, exigiendo la contrición perfecta basada en el amor.
   Pero la enseñanza pastoral de la Iglesia y multitud de autores se opusieron a tales exigencias. Pedro Lombardo (+1160) ya había enseñado que si el temor no es suficiente, la absolución sacramental sólo tendría valor declaratorio, ya que el dolor perfecto borra por sí el pecado. El sacramento de la penitencia precisamente es signo sensible que otorga el perdón compensando la insuficiencia del corazón del penitente.
   El concilio de Trento no definió esta cuestión disputada, aunque declaró de forma indirecta que "la atrición es insuficiente, sin el sacramento de la penitencia, para justificar al pecador, pero que puede disponerle para recibir la gracia de la justificación por medio del sacramento." (Denz. 898)
   El sacramento de la Penitencia es sacramento para pecadores no para santos, en la medida en la que es instrumento de perdón. Pero hasta para los más santos es cauce de gracia y perfección. Si fuera precisa la contrición perfecta, no sería sacramento de pecadores, sino de justos. La Sagrada Escritura recuerda en diversos lugares que el temor de Dios es un sentimiento saludable y deseable: "El temor de Dios es el principio de la sabiduría", se dice en los Libros Sapienciales del Antiguo Testamento (Prov. 1.7; tam­bién Eccli. 1.17; Prov. 10. 27; Ex 20. 20; Salm. 11. 8; Is. 33. 6.
    Y Jesús mismo recordó: "Temed más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo en el infierno." (Mt. 10.2) Tam­bién: Mt. 5. 29 y Jn. 5. 14.

 

 

 

   

 

   2. 2. Confesión de los pecados

   El Catecismo de Trento, decía: "La confesión es la acusación que el peni­tente hace de sus propios pecados ante un sacerdote debidamente autorizado, para recibir de él el perdón en vir­tud del poder de las llaves." (II. 5 y 38). Y añadía: "Si alguno niega que la confesión del pecado no fue instituida o no es necesaria para la salvación por derecho divino, o que la confesión en secreto con el sacerdote, que la Iglesia Católica observó y sigue observando, es ajena a la institución y mandato de Cristo, o que es una invención humana, sea condenado." (Denz. 916)
    Después de cinco siglos, el Catecismo de la Iglesia Católica, refrenda la doctrina contundente y añade que "es la parte esencial de sacramento".
    A pesar de la claridad disciplinar sobre la necesidad de la decla­ración de todos los pecados graves cometidos desde la última confesión, la definición de Trento hay que entenderla en el contexto de la negación de los Reformadores protestantes. Estos se opusieron fuertemente a la confesión de los pecados, sobre todo Felipe Melanchthon (1497-1565) (Confesión de Ausburgo II. 25), siguiendo las doctrinas de Wicleff (condenadas en 1418) y de Pedro de Osma (condenadas en 1479), aunque admitieron el valor pedagógico y psicológico de la confesión para desahogo del pecador y para iluminación de la conciencia.
    La Iglesia católica resaltó la importancia que tenía la declaración del pecado para que el ministro ejerciera sobre su contenido el acto absolutorio, resaltando entonces el carácter judicial más que la dimensión pastoral.
    Sin embargo, la dificultad frecuente de hallar facilidades normales para la declaración individual de los pecados al sacerdote, cuando escasean los ministros aptos para ello o disponibles por sus circunstancias, o incluso por otras dificultades, ha hecho que la Iglesia haya recuperado otras formas penitenciales usuales en tiempos antiguos. Tiene hoy en cuenta de que lo importante en el sacra­mento es el signo sensible, con su dimensión comunitaria y no sólo la mera declaración personal y secreto de los propios delitos.
    Al recomendar la revisión de la pastoral sacramental, el Concilio Vaticano II recuerda que: "Todos los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo Místico, en definitiva a dar culto a Dios; en cuanto signos, tie­nen un fin pedagógico: no sólo suponen la fe, sino que alimentan." Reclama luego que se debe revisar el rito de la penitencia, "de modo que exprese más claramente la naturaleza y efectos del sacramento." (Sacr. Conc. 59 y 72)
    El signo está en los actos que expresan el cambio de vida (arrepentimiento y conversión) y en la expresión pública de ese cambio (penitencia y satisfacción).
    El precepto de la confesión o declaración del pecado, para que sobre él caiga la absolución, no se cumple únicamente por la confesión, sea pública o sea privada, sino por la vivencia comunitaria del perdón, que es lo que da plenitud al signo sacramental.

 

   2.2.1 Confesión en la Historia

    En la Sagrada Escritura no se halla expresamente que se reclame la declaración del pecado de forma personal, pero la Iglesia considera este elemento del sacramento como inspirado en el texto sagrado.
    La forma judicial como Cristo retrata el poder de las llaves "atar y desatar, perdonar y retener lo atado y desatado", implica el juicio de quien ejerce el poder. De aquí se dedujo la necesidad de conocer el pecado para perdonarlo o retenerlo y la necesidad de exteriorizar el per­dón. Los pasajes neotestamentario que aluden a determi­nadas manifestaciones de los pecados son varios: 1. Jn. 1. 6; Sant. 5. 16; Hech. 16. 18. Pueden ser interpretados de diversas formas.
    En los primeros tiempos, la situación de los pecadores (adúlteros, apóstatas, homicidas) sólo reclamó la postura de arrepentimiento y pública conversión en la comunidad, sin precisar la confesión particular de lo ya conocido por todos.
   Pronto se vinculó esta conversión con un tiempo y una forma de "penitencia" pública, como signo y gesto de arrepentimiento por el mal realizado. Algunos testimonios antiguos aluden a ese me­dio, sin hacer referencia de exclusividad en él. Orígenes escribía: "Hay también otro séptimo medio, aunque duro y penoso, que es el perdón de los pecados por medio de la penitencia, cuando el pecador empapa de lágrimas su lecho y la lágrimas son su alimento día y noche, y cuando no se avergüenza de confesar sus pecados al sacerdote del Señor y buscar remedio en él." (Hom. In Lev. 2. 4)
    En algún otro lugar el mismo Orígenes recomienda como libre la con­fesión pública: "Reflexiona cuidadosamente siempre que hagas la confesión tus pecados. Considera primeramente al médico a quien tú has de exponer la causa de tu enfermedad... Si él piensa y prevé que tu enfermedad es de tal índole que ha de ser confesada y curada ante toda la Iglesia, con lo cual los demás quedarán sin duda edificados, tú mismo conseguirás más fácilmente la salvación; entonces hazlo así, con madura reflexión y siguiendo el consejo prudente de aquel médico." (In Salm. 37. Hom. 2. 6)
    En la Edad Media la costumbre de las comunidades del norte de Europa, sobre todo celtas en Irlanda, inspiradas en las prácticas de los monjes transferidas a los pueblos cristianizados, implicó la periódica declaración de faltas y pecados para obtener penitencia y perdón. Se hizo usual la confesión particular (auricular) con el sacerdote, sin que existieran prescripciones precisas y uniformes al respecto.
    La primera ordenación explícita procede del Concilio IV de Letrán (1215) que hizo preceptiva la práctica extendida de la confesión y la temporali­zó en una vez al año, "procurando decir todos los pecados al sacerdote y disponiéndose a cumplir en lo posible toda la peni­tencia, pare recibir reverentemente la Eucaristía en la fiesta de la Pascua". (Denz 437).
    Con el tiempo pasaría a ser la normativa usual de la Iglesia, renovada en Trento y actualizada en el Derecho Canónico actual, que determina ser el "único modo ordinario con el que el fiel, consciente de que está en pecado grave, se reconcilia con Dios y con la Iglesia, de modo que sólo la imposibilidad física o moral de esa confesión excusa de ella, pudiendo entonces obtener el perdón también por otros medios." (Canon 960)

   2.2.2. Confesión en la Iglesia

   La práctica preceptiva de la Iglesia se impuso durante siglos. Y la forma ordi­na­ria de recibir el sacramento de la pentencia fue el acudir a la confesión de todos los pecados, en número y en naturaleza (especie). Por eso no sería suficiente, para la observancia de esta norma, la confesión general de los pecados sentidos en la conciencia como mortales y la confesión parcial de algunos de ellos. Se precisaría la clara y explícita enumeración de todos.
   El Concilio de Trento declaró: "De la institución del sacramento de la peniten­cia entendió siempre la Iglesia universal que fue también instituida por el Señor la confesión integra de todos los peca­dos (Sant. 5.16. 1 Jn 1.9; Lc. 17.14) y que es por derecho divino necesaria a todos los caídos después del bautismo" (Ses. XIV. del 25 de No­v. de 1551, Denz. 899)
   De la discreción del confesor y de la madurez del penitente dependerá que esta práctica se convierta en un gesto de humildad, en un signo sensible, o en un instrumento de tormento.
   Desde luego nada más alejado del sig­no sacramental que el escarbar, revivir, interpretar y describir morbosamente los acontecimientos malvados de las propia vida, las debilidades éticas y las motivaciones más o menos subconscientes que hechos de odios, de venganza, de soberbia, de lujuria o de crueldad puedan haberse dado pasajera o permanen­te en la infraestructura del pecador.
   Por eso la confesión sacramental en ningún caso puede considerarse como liberación psicoanalítica o una catarsis del delito ético. Para necesidades de este tipo está la psiquiatría del experto, no la piedad del humilde confesor que se pone en lugar del Salvador.
   A él le corresponde ser instrumento de gracia, no psicoterapeuta. Administra un signo sensible de vida sobrenatural, no  un instrumento médico. En la medida en que agobie al penitente o perturbe el propio subconsciente, se escapa de los limites del gesto sensible y se deriva por cauces no sacramentales.
 
   2.2.2.1. Los pecados mortales

   La declaración del pecado, o confesión, debe centrarse primariamente en los pecados mortales de los que se ten­ga conciencia desde la última confesión. Esto es fácil decirlo teóricamente, pero siendo el pecado algo tan profundamente destructor de la realidad sobrenatural y, en consecuencia, tan difícilmente identificable por el mismo que lo comete (plenitud de advertencia, totalidad de consentimiento), no siempre es claro y fácil de­tectar lo que obligatoriamente se ha de confesar y lo que es simplemente conveniente.
    En virtud de una ordenación eclesial, y tal vez divina, hay que confesar todos los pecados mortales, indicando su especie o naturaleza, el número y las circunstancias que hacen variar la naturaleza. Es decir, no basta declarar un robo grave, si el robo ha sido hecho a un indigente que precisaba el bien para su subsistencia. No basta declarar un homicidio, si la persona asesinada es persona consagrada a la que se debe respeto religioso como tal. En todo caso, los pecados, no las acciones, son el conte­nido de la declaración.
    No está bien decir que son la materia del sacramento, como el pan lo es de la Eucaristía y el agua del Bautismo. Sería incorrecta una analogía así. Los pecados son negación de la gracia, son vacío abso­luto del bien. No son signo de nada positivo, sino realidades de muerte. El signo sensible está en el gesto que destruye los pecados.
    La imposibilidad física y moral de discernir la naturaleza o el número de los pecados excusa la integridad material de la confesión. Esto acontece con los pecados olvidados, con los dudosos, con los ya confesados de los que luego se advierte distinta entidad.
    Por eso es importante presentar la confesión como un proceso o acto sereno de autodenuncia del pecado, no como una atormentada exploración de posibles delitos. Si esto vale para cualquier persona serena y juiciosa, vale más para los temperamentos angustiosos, depresivos o propensos a la perturbación afectiva o moral.

   2.2.2.2. Los pecados veniales

   La confesión de los pecados veniales ni es necesaria ni obligatoria. Pero resulta ascética y pedagógicamente beneficiosa, primero por la reflexión que genera en un tranquilo examen de conciencia, y luego por la gracia sacramental que se recibe para luchar contra ellos.
   Al no entrar en la materia obligada de la confesión, el penitente puede determinar cuáles se quiere declarar como recurso de piedad y en qué dirección se puede orientar la vida piadosa para ir luchando contra aquellos que le impiden su camino hacia la perfección.
   En este campo puede ayudar mucho la prudente acción de un confesor permanente, que pone sus dotes morales y psicológicas al servicio de una persona que quiere crecer en virtud. A esta labor sistemática y progresiva se denominó tradicionalmente "dirección espiritual" y ha sido considerada siempre como ayuda de primer orden en el camino de la virtud. Con todo no debe convertirse el sacramento penitencial en un con­sultorio ascético y mucho menos psiquiá­trico.
   La confesión de los pecados veniales se extendió en los ambientes monacales del norte de Europa, sobre todo de Irlanda, con S. Columbano (540-615) y otros excelentes maestros de la vida religiosa. Se difundió entre los fieles de su entorno y luego por otras cristiandades.
   A pesar de las recomendaciones de los Papas de los últimos siglos: desde Pío VI, que la defendió contra las declaraciones del Sínodo de Pistoia (1786) (Denz. 1539) hasta Juan Pablo II al final del siglo XX, pasando por Pío XII que reclamó en sus Encíclicas "Mystici Corporis" (1943) y "Mediator Dei" (1947), el uso de esta excelente práctica sólo será posible en determinados ambientes en donde haya suficiencia de confesores y cuando se lleve una vida cristiana de cierta calidad.

  2.2.2.3. Pecados ya perdonados

  Los pecados ya perdonados pueden ser objeto de nueva declaración por motivos ascéticos y pedagógicos, pero no por exigencias eclesiales o sacramentales. En la ascesis cristiana se usó en ocasio­nes la confesión reiterativa, llamada también "general".
   Recomendable para quien encuentre en ella un motivo de mayor piedad y rechazo del pecado, puede resultar inconveniente para quien desentierre con ellas viejas lesiones morales y sentimientos que deben ser desplazados en lo posible del terreno de la conciencia. Los educadores de la fe y los directores de almas deben ser muy cuidadosos al respecto, evitando prácticas nocivas y alteraciones morales de los penitentes.

 

 

 
 

 

   2. 3. Absolución

   La declaración del perdón por parte del ministro confesor, la absolución, implica doble acción: actuar como receptor eclesial del poder de las llaves y ejercer como instrumento de perdón.
   En cuanto acto sacramental constituye el tercer elemento para la validez del perdón. Supone el uso de fórmula adecuada, intención explícita, jurisdicción o dependencia eclesial.
   La forma, o fórmula, de la absolución  sacramental consiste en las palabras que el sacerdote emplea, expresadas ordinariamente en los rituales eclesiales aprobados por las diversas Conferencias episcopales o Diócesis: "Yo te absuelvo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo"
   En estas palabras sólo son esenciales la declaración del perdón. La referencia trinitaria y cuantos aditamentos, invocaciones o plegarias se usen en diversos ambientes pueden fomentar la piedad, pero non constituyen acción sacramental.


 
 

2.3.1. Sentido de la absolución

   La absolución, en unión con los actos del penitente (dolor y declaración del pecado), produce la remisión de los pecados. Es acto positivo del perdón, no sólo declaración indirecta de que Dios ha perdonado, como dijeron algunos teólogos medievales al estilo de Pedro Lombardo.
   Estrictamente perdona, no sólo anuncia el perdón. Para ese perdón bastan las buenas disposiciones del penitente y, por supuesto, es suficiente la atrición. Si es posible llegar a actitudes contrición perfecta, la acción sacramental es más plena. Así lo enseñó Santo Tomás de Aquino (Summa Th. III. 84. 3)
   Con todo, desde el siglo XIII, en la Iglesia oriental se usan formas deprecativas en forma de plegarias e invocaciones, aunque no de manera exclusiva. Esas formas son plenamente válidas, en la medida en que declaren el perdón del pecado como acto del ministro que hacer real el sacramento.

   2.3.2 Condiciones de absolución

   Evidentemente el rito de la absolución no es una operación mágica que por si misma hace su efecto. Supone el cumplimiento de las condiciones normales por parte del ministro y del sujeto del sacramento.
   La condición del ministro es doble: su poder de orden sacerdotal y su capaci­dad de jurisdicción. En el caso de que el ministro no esté capacitado para realizar el acto del perdón, por carecer de jurisdicción o autorización para ello o por engañarse sobre el contenido del perdón, el acto sacramental resulta nulo.
   Del mismo modo, si por parte del penitente existe dolo o error, por no existir el pecado o por disimularlo de modo que quede oculto como tal, tam­poco se dará el acto sacramental. La intención clara y explícita de ambos es condición para el perdón sacramental.
   El acto sacramental implica el signo sensible y, por la tanto, la presencia física y natural de quien administra y de quien recibe el sacramento. Una absolución a distancia o una confesión por teléfono o por internet, salvo excepcionales condiciones como sería el caso de una persecución, difícilmente haría posible una autentificación del sacramento.
    Lo mismo se puede decir de cualquier artilugio mecánico y subterfugio prag­mático que se pudiera emplear: disimulo del penitente, engaño del confesor, inducción a error sobre el pecado, etc. Si invalidan el acto humano de la relación natural, invalida su calidad sacramental, por cuan­to alterarían la realidad de la declaración y de la absolución.
    Sin embargo no lo altera cualquier apoyo o ayuda que hagan ambos, ministro y quien se confiesa, sin son medios para hacer posible la ac­ción sacramental: confesión por escrito, uso de intérprete, absolución diferida por diversas circunstancias, defensa contra posibles y sofisticadas formas de escucha de la confesión del penitente.

    2.3.3. Sigilo sacramental

    También es conveniente recordar que es ley sagrada de la Iglesia el sigilo absoluto y total por parte del confesor y de cuantos hayan podido obtener conocimiento por cualquier medio del contenido de la confesión sacramental.
    Además del valor de secreto profesional que está reclamado por naturaleza en relación a la dignidad de las personas, similar al que afecta al médico, al abogado o al psicólogo, en lo referente al secreto de confesión se añade a la exigencia natural la dimen­sión religiosa. Una violación del sigilo, además de acto contra la discreción, se convierte en acción contra la religión y por lo tanto en sacrilegio, que en la Iglesia está penado con la excomunión.
    Por nada ni por nadie, ni en vida del penitente ni después de muerte, en ninguna circunstancia puede ser revelado el contenido de una confesión sacramental o parte de ella. El confesor no puede hacer uso de lo conocido por el sacramento y debe emplear las medidas de prudencia suficientes para que no se trasluzca por ningún camino: consignación por escrito, comportamientos consecuentes con lo averiguado, alusiones veladas o indirectas, etc.
    El sigilo sacramental abarca, como es evidente, al acto de la declaración sacramental del pecado, no a todo lo demás, que puede estar sometido al secreto natural exigido por la prudencia y discreción, pero nada más.
    No afecta a cualquier acción que pretenda usar la delación sacramental como coacción, como sería el caso de pretender acallar al sacerdote en una acción testimonial con un simulacro de confesión sacramental.

   3. Satisfacción

   Por satisfacción sacramental se entiende las obras de penitencia, que con carácter expiatorio y con intención medicinal, se imponen al penitente.
   Desde los tiempos apostólicos, se reclamaba a los pecadores signos de arrepentimiento y conversión. Eran plegarias, sacrificios o limosnas, para conseguir la expiación de las penas que quedan después de perdonada la culpa.
   La satisfacción que se puede hacer por propia iniciativa tiene un sentido expiatorio excelente. Pero sólo la que se hace en relación a la confesión, al confesor y a los pecados confesados, tiene valor sacramental. La base de la doctrina sobre la satisfacción se halla en la idea de que los pecados llevan aneja una pena además de una culpa.
   La culpa se perdona con la absolución. La pena debe ser expiada con la satisfacción. Si se per­dona la culpa, es decir la esencia del pecado que es ofensa a Dios, y se restaura la gracia, es decir el estado de amor divino, la Justicia divina reclama la satisfacción o reparación en esta vida o en la otra.
   La penitencia sacramental, desde los primeros tiempos cristianos, ofrecía a los pecadores arrepentidos la aplicación de los méritos del mismo Cristo y, por ellos, del perdón de los pecados. Su fundamentación bíblica es evidente.
    Referencias que despiertan su recuer­do son numerosos: el de nuestros primeros padres. (Gen. 3. 16); el de María, hermana de Moisés (Num. 12.14); el de Israel, que debe pagar sus rebeldías (Num. 14. 16); el del mismo Moisés, que es castigado con Aarón por su desconfianza (Num. 20. 11); el de David, por su pecado de adulterio. (2 Reg. 12. 13)
    El mismo Jesús habla de la penitencia por los pecados al iniciar su mensaje, repitiendo los mensajes del Bautista: "Si no hacéis penitencia todos pereceréis" (Mt. 4.17). Y con frecuencia se lo recordará a sus discípulos: "El que quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, cargue con sus cruz y sígame." (Mt. 16. 24)

   

 3.1. Satisfacción sacramental

    La Iglesia ha visto siempre en la penitencia sacramental un valor redentor especial y significativo para el perdón. Cada uno, según su peca­do, debe recibir una penitencia particular. Y todos juntos han de vivir el mensaje penitencial de la Redención.
    El sacerdote tiene el derecho y el deber de imponer al penitente "castigos" proporcionados a la situación de cada uno. Por de pronto, le reclama la restitución del a justicia, si el pecado ha violado los derechos ajenos: calumnias, robos, violaciones, lesiones.
    La primera penitencia, condicionante para el perdón del pecado, es la reparación o devolución, pues de nada valdría arrepentirse si la lesión a terceros sigue sin voluntad de arreglo. La justicia exige no sólo satisfacción, sino también reparación.
    Pero, aunque no haya atentado a la justicia, existe la pena que el pecado ha merecido y hay que hacer penitencia por ella. La penitencia sacramental es más personal y se acomoda más a la gracia del sacramento para cada persona. Se puede y se debe acomodar a la realidad moral y psicológica de cada tipo de falta cometida, de la edad y de la circunstancia personal del penitente: padres, esposos, dirigentes, profesionales de distinto tipo.

    3.2. Satisfacción sanativa

    La satisfacción sacramental, como parte del sacramento de la penitencia, produce por si misma el perdón de la toda o de parte de la pena. Por eso, no se debe mirar la satisfacción impuesta por el ministro como una obra piadosa sin más, que puede ser reemplazada por otra a capricho del penitente.
    Esa penitencia reviste un carácter singular y pertenece a la acción sacramental. Ayuda a la remisión, combate de alguna forma los pecados confesados y perdonados, debilita las malas inclinaciones. La intensidad y extensión de la pena perdonada depende de la fidelidad en el cumplimiento de la penitencia y de la intención recta y reparadora que se pone en su cumplimiento.
    No es necesario esperar a su cumplimiento para recibir la absolución, a pesar de que en los tiempos primitivos se demoraba la absolución a su cumplimiento, a no ser que hubiera peligro de muerte o fueran tiem­pos de persecución.
    Las penitencias satisfactorias hasta la Edad Media fueron públicas y muy graduadas según la situación de cada penitente, con la idea matriz de que si público era el pecado, pública tenía que realizarse la penitencia.
   Al introducirse y generalizarse la confesión individual, las penas se tarifaron con frecuencia y se transformaron en obligaciones privadas y personales, según los pecados cometidos.

   3.3. Penitencias complementarias

    Es bueno recordar que, con frecuencia, los cristianos multiplicaron sus actos penitenciales con la pretensión de obtener de beneficios espirituales para sí mis­mos o para otros cristianos.
    Estas penitencias complementarias no tienen estricto carácter sacramental. Con todo, si se realizan como complementos a los actos de satisfacción sacramental, se tiñen de alguna forma de la valoración del sacramento. Por eso conviene hacer penitencia por los pecados cometidos, más allá de las penitencias impuestas por el ministro sacramental.
    Con todo hay que recordar que mientras las penitencias estrictamente sacramentales producen frutos espirituales por sí mismas, las otra accesorias, o añadi­das, y las vicarias, o hechas en beneficio de otros, sólo producen los efectos según los méritos y disposiciones de quienes las realizan.
    No conviene menospreciar esas penitencias no estrictamente sacramentales, origen de tantas piadosas tradiciones, cofradías, celebraciones, festividades y gestos de caridad cristiana.

 

  

 

   

 

 

   4. Institución por Jesús

    La institución por parte de Cristo del sacramento de la penitencia nunca ha suscitado duda alguna en cuanto al hecho y en cuanto al tiempo. Siempre se asoció la intención del Señor a los dos momentos penitenciales que se reflejan en los textos evangélicos: el de la pro­mesa y el de la encomienda.
    La promesa se asocia a las palabras del Señor a Pedro: "Atar y desatar" (Mt. 16. 13-20); repetidas luego a los Apóstoles (Mt. 18. 18)
    Y la encomienda o concesión se relacionó con la misión universal de los Apóstoles y la explícita misión de perdonar los pecados al momento de la despedida postrresurreccional. (Jn. 20. 10-22; Lc. 24. 47).
    Con todo, en una buena exégesis bíblica, en clave comparativa, es difícil determinar el momento, si lo hubo, en que los Apóstoles recibieron explícitamente esa función. Aunque existe en los Apóstoles la conciencia y el recuerdo del último mandato de Jesús, tal vez se debe prefe­rir una exégesis más flexible y extensiva de la institución sacramental, ya que frecuentemente se habla de esa misión salvadora y perdonadora en los relatos evangélicos.
    De lo que no cabe duda es de que desde la misma etapa inicial de la comunidad cristiana, el poder de perdonar se hallaba en el corazón de los discípulos y lo ejercieron de una forma carismática y kerigmática. El tiempo posterior se encargaría de facilitar la ordenación disciplinar de ese poder sacramental y de orientarlo, no por vía de derechos judiciales, sino en clave de evangelización y de anuncio salvador.

   5. Ministro

   Tampoco se han suscitado especiales dudas o discusiones sobre los destinatarios del poder de las llaves. En el primer esquema histórico de la comunidad cristiana es clara la atribución exclusiva a los Apóstoles, con Pedro a la cabeza.
   Los Obispos, como sucesores de los Apóstoles, recibieron ese poder por transferencia explícita y natural de sus primeros receptores.

   5.1. Los presbíteros

   Lo que no resulta fácil es asociar el poder de perdonar pecados con la figura de los presbíteros, entendidos como perso­nas ordenadas sacramentalmente para la atención espiritual de la comunidad cristiana.
   Las diversas veces en que aparece el término y el concepto de presbítero (74 veces) en el Nuevo Testamento ofrecen rasgos diversos. No pasan de una doce­na las referencias de ese término a personas con autoridad en la comuni­dad: "Designaron presbíteros para la comunidad (Hech. 14. 23)...; "Los presbíteros que ejercen bien su cargo merecen doble honor." (1. Tim. 5. 17)...; "Establece presbíteros en cada una de las ciuda­des." (Tit. 1. 5). Esa orientación casi siempre pertenece al contexto paulino directo (sus cartas personales) o indirectos (Hechos y cartas atribuidas).
   A pesar de la oscuridad que todavía existe en cuanto a las funciones pastorales y jerarquías en las comunidad cristianas del siglo I, es claro que la posterior interpretación de las intenciones de los Apóstoles, depositarios de las consignas directas de Jesús, conlleva la diferenciación entre la autoridad máxima de cada comunidad, el presidente y obispo, y los otros personajes investidos de determinadas funciones ordenadas (Diáconos, evangelistas, y presbíteros).  San Ambrosio ya en el siglo V reconocerá la praxis penitencial de la Iglesia en todas partes y la reserva del perdón al Obispo y a sus presbíteros: "Este derecho se concede sólo a los sacerdotes" (De poen.1.2, 7)

   5.2. Los diáconos

   En lo que respecta a los diáconos, los hechos son más complejos, pero en cierto sentido más claros respecto a la función penitencial. Ellos, en su forma masculina y en su forma femenina, tuvieron una dimensión más bien de asistencia y de caridad en la comunidad.
   La caridad estuvo en los primeros cristianos por encima del culto. Recordaban con claridad que el "único mandamiento que Cristo había dado era el del amor" y ejercieron la solidaridad de una forma preferente. Es lógico admitir que los diáconos, al estilo de Esteban, ejercieron una misión decisiva en la naciente comunidad.
   Y es claro que su ministerio estuvo menos vinculado con la predicación de la palabra y el orden litúrgico, eucarís­tico o penitencial. San Pedro lo dijo bien claramente al determinar su misión: "No es justo que nosotros descuidemos la Palabra por las mesas... Escoger "vosotros" siete varones justos... Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio del mensaje." (Hech. 6. 2-6) En ningún momento de la Historia posterior esta orientación sufrió variación alguna, a pesar de que en los siglos postmedievales la institución diaconal se eclipsó a efectos prácticos.

   5.3. Penitencias vicarias

   La necesidad del carácter sacerdotal para el ministerio penitencial no ha sido siempre tan respetada en la práctica como rígida es en la teoría. En ocasiones se han abierto dudas o brechas en los planteamientos teológicos.

    5.3.1. La confesión diaconal

    En algunos ambientes o momentos se pretendió dar a determinadas actividades laicales y diaconales carácter cuasisacramental, haciéndoles depositarios de confesiones y confidencias con vistas al perdón de los pecados. Cuando la costumbre de esas confesiones a Diáconos se difundió en algu­nos ambientes, la Iglesia se encargó de clarificar las ideas y rectificar los usos incorrectos. Con todo, hubo alguna vacilación al respecto.
   Tal aconteció, por ejemplo, en el Sínodo (no concilio) de Elvira, que, en su canon 32, con­cedió que el Diácono, en caso de necesidad, impartiera la reconciliación. Al margen de que es dudoso que se pueda identificar la reconciliación con la absolución del pecado o el levantamiento de la excomunión si la hubiere, no deja de ser un hecho aislado que en nada compromete la línea doctrinal de la Iglesia.
   Queda claro que, cuando en algunos libros penitenciales o en algunas actas sinodales del siglo X y XI, o por parte de algún escritor (Lanfranco, por ejemplo) se aluden a estas posibilidades, se coin­cide en que sólo se debe hacer en caso de grave necesidad, lo que indica que hay claridad de la improcedencia de la atribución. Desde el siglo XII la práctica se rechazó en todos los Sínodos y por parte de los teólogos de todas las tendencias, salvo los grupos marginales y sectarios que aparecen ya desde el siglo XIV.
   Es bueno recordar que los diáconos ejercieron en determinados ambien­tes y momentos una función vicaria y propedéutica para determinadas acciones insertas en la administración del sacramento (preparación, plegaria, exámenes de conciencia, penitencias expia­torias). Pero tal labor se centró más aspectos de satisfacción que en los estrictamente absolutorios.
   Y también es cierto que en algunos ambientes o momentos se usó la confe­sión laical como sucedánea de la sacramental, cuando era imposible contar con un sacerdote. El hecho de que algunos teólogos llegaran a considerarla como buena, incluso obligatoria si no se hallaba sacerdote, no quiere decir que se confundiera con el sacramento estrictamente dicho.
   Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, le defendió como justa y buena (Suplem. 8. 21) Juan  Duns Escoto, que ponía exclusivamente la esencia del sacramento en la absolución, la rechazó por completo.

   5.3.2. La confesión "laica"

   La actividad psicológica moderna, en donde la consulta y la confidencia (counseling) se convierte en hábito pedagógico y terapéutico, y en la que muchos creyentes pueden ejercer un verdadero ministerio moral y espiritual, desentierra algunos resabios medievales sobre la tonalidad sacramental de esas ayudas o funciones laicales.
   Teológicamante hay que mantener, según la doctrina de la Iglesia, que cualquier forma de absolución impartida por diáconos, clérigos no presbíteros, o laicos expertos en técnicas de ayuda psicológica, no tiene ni puede tener ningún rango sacramental. Ello no obsta a que toda labor profesional (médica, pedagógica, psicológica) realizada con intencionalidad caritativa merezca máxi­ma consideración evangélica.
   En otro orden de cosas, es un error en la Iglesia griega la costumbre, extendida desde antiguo aunque hoy amortiguada, de hacer a los monjes, a menudo no sacerdotes, los administradores del perdón. El perdón de pecados concedido por los no sacerdotes se ha de mirar como absolución errónea, por espirituales y piadosos que sean los otorgantes y buenas sean las actitudes de los penitentes.
   Otra cosa es que el servicio de consultorio y de apoyo moral y afectivo que se ofrece a quien lo pide lleve con frecuencia aparejada una gran influencia espiritual y pueda convertirse en sucedáneo de la acción sacramental para quienes no sean capaces de llegar a ella.

   6. Sujeto de la penitencia

   El receptor del sacramento no puede ser otro que el adulto capaz de pecar, o que realmente ha pecado, y quiere recibir el perdón por la vía establecida por el mismo Señor Jesús.
   Ni los niños ni los deficientes ni quien carezca de suficiente desarrollo moral, es decir de responsabilidad como persona, puede ser sujeto de la penitencia.

   6.1. Adulto pecador

   En la medida en que tiene algo susceptible de ser perdonado se puede ser sujeto del sacramento. Un hipotético santo perfecto no podría ser perdonable.
   En principio el sacramento de la penitencia está establecido para quienes se han alejado gravemente de la Iglesia, es decir para quienes tienen conciencia de pecado mortal.
   Pero ha sido tradicional desde los primeros tiempos cristianos acudir a este sacramento para obtener, con la humilde confesión, la ayuda de la gracia en los pecados veniales, en los vicios de los que nos queremos corregir, de las situaciones de ignorancia, de debilidad o de pobreza espiritual. Jesús quiso establecer un sacramento para todos, para los pecadores, que son de dos tipos: los que han pecado y los que pueden pecar.
   Además se requieren ciertas disposiciones complementarias para la recepción digna o suficiente: los conocimientos suficientes sobre el sacramento para saber lo que se hace y por qué se hace. Una ignorancia absoluta, una falta total de arrepentimiento, una adhesión plena al pecado de modo que se siga adherido a él, haría el sacramento inválido y por lo tanto aparente.

   6.2. Confesión de niños

   Por eso en la Iglesia, el sacramento penitencial no se puede administrar como tal a los niños que no han llegado al uso de la razón y no pueden ser conscientes de la acción o no pueden ser responsables de ningún pecado.
   En la medida en que conciencia y responsabilidad se ponen en funcionamiento (libertad, inteligencia, voluntad) el sacramento se puede recibir y administrar.
   Si en los primero estadios del despertar ético, 6-7 años, la administración puede tener un sentido más pedagógico que teológico, cuando la sensibilidad moral ha progresado, 9-10 años, y ha llegado a cierta plenitud, 13-14 años, el sacramento tiene plena vigencia moral, catequística y espiritual.
   La costumbre de infravalorar la capacidad penitencial de los niños muchas veces llega a la ingenuidad, por el principio antes anunciado. Si el pecado mortal apenas es compatible con una conciencia no llegada a la plenitud, el venial se alberga en la personalidad infantil y también para él está establecido este sacrame
nto.

 
 

  

   7. Efectos del sacramento

   Son diversos y se producen, como en todo sacramento, por sí mismos, siempre que se realice el signo sensible del perdón y se posean las suficientes disposiciones para recibirlo con autenticidad, voluntad y conciencia clara.

  7.1 Gracia y reconciliación

   El efecto principal del sacramento es la reconciliación del pecador con Dios, lo cual indica la destrucción del pecado y el restablecimiento de la gracia divina.
   El efecto negativo es la aniquilación del pecado, es decir del estado de enemistad divina. Es misterioso cómo pueda ser entendido ese estado de enemistad por parte de Dios, que es infinitamente misericordioso. Pero es así, al menos por parte de nosotros, pecadores. Lo dice San Pablo hablando del Bautismo con cierta insistencia y aludiendo al salto que se realiza en el orden de la gracia: "Antes érais hijos de ira y ahora os habéis hecho hijos de amor." (Ef. 2.3; Rom. 5.9-11; Gal. 3. 23-29; Ef. 4.22)
   El efecto positivo es la amistad divina, es el estado de gracia santificante que surge por el perdón. A ese salto inmenso y sobrenatural se denomina justificación. Con el perdón de la culpa va necesariamente unida la remisión de la pena eterna, aunque las penas temporales o complementarias permanecen y deben ser reparadas y borradas con la penitencia.

   7.2. La gracia sacramental.

   Entre los teólogos se acepta en general la idea de que cierta gracia concreta y particular se confiere en el sacramento, según el tipo de pecados que se confiesan. La gracia divina actúa sobre ellos para destruirlos y para conferir cierta fortaleza que haga posible la lucha que ellos reclaman.
   Este tipo de ayudas específicas se suelen mirar como gracias actuales. Además de la fuente general del sacramento de donde brotan, hay que saber pedirlas a Dios para lograr superar los pecados que a cada espíritu acechan con predominio: ira, avaricia, rencor, erotismo, etc.

   7.3. Reconciliación con la Iglesia

   Teniendo en cuenta que el pecado destruye también la vinculación espiritual que tenemos con los demás miembros del Cuerpo Místico, es frecuente aludir al efecto eclesial que produce el sacramento penitencial. Incluso es conveniente resaltar esta dimensión participativa en los tiempos actuales.
   El Catecismo de la Iglesia Católica dice: "El pecado rompe y menoscaba la comu­nión fraterna. Por eso el sacramento de la penitencia la restaura y repara. No sólo cura al que se reintegra en la comunión eclesial, sino que tiene también un efecto santifican­te sobre la vida de toda la Iglesia." (1460)

  7.4. Reviviscencia de los méritos

  Las obras buenas realizadas en estado de gracia producen un efecto meritorio que se acumula ante Dios y que abren la posibilidad de una recompensa eterna. El pecado destroza esos méritos, al interrumpir la amistad divina; pero, sin duda, el perdón sacramental los restaura, como resultado de la reconciliación con Dios y de su infinita misericordia.
   Otra cosa es el valor meritorio de las buenas obras hechas durante el tiempo en que el alma se halla alejada de Dios por el pecado. No cabe duda de que "en las matemáticas de Dios", estas formas de calcular méritos y recompensas adquieren otro sentido que en los lenguajes de los hombres. Pero es indudable que las obras buenas en todo momento son agradables a Dios, incluso las hechas en estado de pecado.
    Por ese se debe aconsejar al pecador, por empedernido que sea y corrompido que se halle, que haga obras buenas y solicite la gracia de la conversión a través de ellas.
    San Jerónimo comentaba a propósito esto: "De quien ha trabajado por la fe en Cristo y después cae en el pecado se dice que todos sus afanes anteriores han sido vanos mientras se encuentra en pecado; pero no perderá su fruto si se convierte a la primera fe y al celo antiguo".

 

   7.5. Efectos psicológicos.

   Aunque no pertenece a la teología la consideración de los efectos psicológicos de la penitencia, también se pueden recordar en la medida en que sean reales. Bueno será caer en la cuenta de que no a todos les producen los mismos efectos los mismos procedimientos: desahogos, aclaraciones éticas, restauración de la confianza.
   Desde una óptica clerical se ha abusado en ocasiones de esta referencia y se ha arropado el sacramento de la penitencia del entorno humano que corre el riesgo de desfigurarlo: consejos morales, conversación piadosa, en ocasiones íntima y afectiva, etc.
   Sin que sean rechazables estos "envoltorios penitenciales", los confesores harán bien en diferenciar las distintas preferencias o conveniencias de los penitentes y los penitentes harán mejor en no confundir el sacramento con sus circunstancias: carácter o edad del confesor, ritos o modos celebrativos, tiempos, lugares o lenguajes empleados.
  Desde luego, en el orden catequético resulta importante, sobre todo a determinadas edades, enseñar a diferenciar el sacramento en sí del rito mismo.

   8. Necesidad del Sacramento

   La Iglesia enseña que, para lograr la salvación, el sacramento de la penitencia resulta necesario para quien ha pecado mortalmente después del Bautismo.
   Con todo, es preciso clarificar que esta necesidad debe ser entendida en cuanto el sacramento es medio, no en cuanto pueda ser considerado como fin.
   Y téngase en cuenta que el sacramento es signo sensible constituido en el caso de la penitencia por diversos gestos o acciones (declaración del pecado, absolución del pecado, reparación del pecado), y no por uno aislado, (por ejemplo la confesión).
   Quien no lo recibe por imposibilidad, puede ser perdonado por otro medio que conduzca al arrepentimiento y a la conversión. Pero el pecador que se niega a recibirlo por desprecio se cierra a sí mismo la puerta establecida por el mismo Cristo para la salvación, al igual que acontecería con quien menospreciara el Bautismo o la Eucaristía. Quien carece de un acto de forma motivada: satisfacción (el sacerdote no da penitencia) o confesión (un mudo) recibe el sacramento con el signo de la absolución.
   Por otra parte, el precepto de recibir este sacramento ha variado en cuanto a la forma, no en el fondo. Hoy es impen­sable una penitencia pública de un pecado secreto. En tiempos antiguos la penitencia pública era lo normal: el pecador se arrepentía y hacía penitencia o quedaba excluido de la comunidad.
   Las normativas actuales vinieron más tarde. La primera universal es del IV Concilio de Letrán (1215), en su Declaración contra los albigenses y otros herejes (Denz. 437). Fue recogida y renovada en Trento (Denz. 918) y mantenida en el Derecho Canónico hasta nuestros días. (cc. 960 a 999).
    La obligación comienza con la edad del discernimiento ético, lo cual acontece con la llegada del "uso de razón", que se supone inicial hacia los 7 años y suficiente hacia los 12-14, aunque la plenitud de responsabilidad no puede someterse a fecha fija y siempre válida.
   La comparación de la Penitencia con el Bautismo fue constante en los primeros escritores cristianos. Se llamó a este sacramento con términos bautismales: "Bautismo penoso" (San Juan Damasceno, en De fide orth. IV. 6); "Bautismo de  lágrimas" (S. Gregorio Nacianceno, De Ord. 39. 17); "se­gunda tabla de salvación después del naufragio." (S. Jerónimo Ep. 130. 9), etc. La relación entre ambos sacramentos siempre estuvo consciente en la conciencia de la Iglesia a lo largo de los siglos.

 

   

 

   9. Celebración penitencial

   En la Iglesia se celebró el sacramento penitencial de diversas maneras según los tiempos y las comunidades. Lo esencial se mantuvo siempre: arrepentimiento, reconocimiento del pecado, declaración del perdón por parte del ministro ordenado de la comunidad. Lo complementario, lo disciplinar se fue añadiendo con los siglos.

   9.1. Formas históricas

   Pero las formas fueron variando con el tiempo, pues el sacramento de la penitencia tiene unas connotaciones sociales muy vinculadas a los usos culturales de la sociedad en la que se inserta la comunidad cristiana.
   En los primeros tiempos se hacía una dura penitencia pública cuando se había cometido pecados significativos y se reconciliaban los penitentes en la noche solemne de Pascua. Realmente eran declaraciones solemnes de arrepentimiento y de reconciliación. Y eran los "pecadores públicos" los que se reconciliaban. La mayor parte de los "buenos cristiano" vivían el sentido penitencial mediante el trabajo, la limosna y la oración penitencial muy vinculada a la liturgia eucarística.
   Fue en la Edad Media cuando la celebración comunitaria cedió a la "confesión individual" y al cumplimiento de las sanciones personales impuestas según los pecados declarados.
   Se iniciaron las confesiones en secreto, los lugares reservados o confesonarios y las tarifas penitenciales. La comunidad perdió el protagonismo y lo ganó la intimidad. Los confesores resaltan desde entonces su carácter de jueces que disciernen la gravedad de las faltas y determinan la proporción debida de pena. Cada fiel se confiesa a medida que peca y hace penitencia en proporción al pecado y, evidentemente, al rigor o exigencia del "confesor" que juzga.
   Al desarrollarse en los siglos humanistas la "devotio moderna", o intimista, se sustituye el confesor censor con la dimensión de confesor director de almas y el predominio de la conciencia individual logra sobreponerse al juicio del confesor. Surgen las penitencias complementarias alentadas por la "piedad reparadora" de cofradías y advocaciones penitenciales (Cristo moribundo o yacente, Virgen de la Angustias o dolorosa, etc.) y se resaltaba la dimensión personalista de la penitencia. Será sancionada por Trento, contra la doctrina rebelde de los Reformadores. La última oleada de esta actitud penitencial se da en la "restauración" religiosa del siglo XIX.

   9.2. Formas recientes

   Las actitudes religiosas evolucionan rápidamente en la segunda parte del siglo XX, siendo arrolladora la piedad eclesial comunitaria promovida por las corrientes litúrgicas de mediados de siglo. El Concilio Vaticano II (1962-1965) sancionó esta renovación.
   A pesar de la reserva conciliar en este terreno penitencial, el Concilio recomendó que se volviera a formas más comunitarias. "Revísese el rito y las fórmulas de la penitencia, de manera que expresen más claramente la naturaleza y los efectos del sacramento." (Sacr. Con 72)
   En la celebración del acontecimiento del perdón, se comenzó a resaltar el significado del pecado y el valor comunitario del perdón, lo que implicó una disminución sociológica de las confesiones indivi­duales y un incremento de las celebraciones comunitarias.
   El Catecismo de la Iglesia Católica nos lo presenta así: "A través de los cambios que la disciplina y celebración de este sacramento han experimentado, se descubre una misma estructura fundamental. Comprende dos elementos igualmente esenciales:
     - por una parte, los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber la contrición, la confesión del pecado y la satisfacción.
     - por otra parte, la acción de Dios por ministerio de la Iglesia. Por medio del Obispo o de sus presbíteros, la iglesia en nombre de Jesucristo concede el perdón de los pecados, determina el modo de la satisfacción, ora también por el pecador y hace penitencia con él". (N° 1448)
    El sacramento de la penitencia se convierte así en "sacramento continuo", es decir en un proceso o camino de conversión y arrepentimiento, más que en un acto pasajero de reconocimiento del propio pecado y de cumplimiento de una penitencia ritual.

   9.3. Modelos penitenciales

   Por eso, es usual en los tiempos presentes celebrar el sacramento de tres formas.
    - En forma individual, acudiendo al confesor, declarando obligatoriamente los pecados graves y opcionalmente los pecados leves y recibiendo la absolución perso­nal.
    - Mediante celebraciones comunitarias, en las cuales se ora y se reflexiona en común, antes de acudir individualmente a declarar los pecados y recibir la absolución. Se termina con plegarias de agradecimiento en común e incluso peniten­cia o sacrificios compartidos.
    - En caso de necesidad, cuando no hay confesores suficientes o no es fácil el acto comunitario o la confesión individual, se acude a la absolución colectiva. Esta forma excepcional mantiene para quien tenga conciencia de pecado mortal revisar su situación personalmente y abrirse al perdón mediante la confesión individual cuando pueda realizarla.

   10. Catequesis del Sacramento

   Las consignas catequísticas para una buena comprensión del sacramento y para una buena educación penitencial pueden ser las siguientes.

   10.1. Criterios generales

  1. Jesús quiso instituir un sacramento, es decir un signo sensible a través del cual se trasmitiera la gracia a los hombres que, arrepentidos, se acercaran a él y se sometiesen con humildad a los gestos y ritos que la Iglesia presenta como dispensadora del perdón divino.
   El formar criterios correctos es decisivo en este terreno, sobre todo en la sociedad consumista que desdibuja el sentido de pecado y amortigua la sensibilidad ética de los niños y de los jóvenes bajo la asfixia del pragmatismo.

  2. La adaptación a la sensibilidad ética propia de cada edad es decisiva para no convertir el sacramento en un rito. Pero no hay que infravalorar los rasgos morales en el inicio del despertar moral del hombre. Será importante el resaltar el valor pedagógico del sacramento y por lo tanto celebrar gradual y sistemáticamente reconciliaciones y arrepentimientos del cristiano. La vinculación de estas celebraciones penitenciales con los tiempos litúrgicos es el mejor procedimiento metodológico (cuaresmas y advientos, semanas santas, fiestas marianas y de los apóstoles, jornadas reparadoras, etc.)

  3. Desde los primeros años del desper­tar religioso es importante descubrir la dimensión comunitaria de la celebración penitencial. Seguir cultivando excesivamente el "intimismo de confesionario" (dirección espiritual) no se acomoda a las líneas litúrgicas recientes y a la marcha de la historia religio­sa de la Iglesia.
   Lo importante es educar el sentido penitencial para ser continuado en la edad juvenil y adulta, no para asegurar una infancia sana y generosa.

   4. Es preciso valorar la conciencia individual y fomentar el respeto a los propios juicios éticos. Es el propio sujeto el que debe asumir su responsabilidad moral en todos los casos.
   Se debe evitar que sea el adulto, el confesor en este caso, quien desplace la responsabilidad y la reflexión, incluido el ámbito de los propios deberes, de la justicia y también de la vida sexual. Por eso es peligroso convertir el hecho penitencial en un consultorio psicológico cómodo o afectivamente gratifican­te o reducir la sindéresis (juicios morales) a casuística interesantes (hechos diversos).

  5. En el terreno penitencial lo más educativo es fomentar hábitos personales de vida penitencial: confesión frecuente, participación en celebraciones penitenciales parroquiales o de grupos cristianos, etc. Está bien realizar actos aislados y personales que pueden dejar buenas impresiones; pero, si no fomentan hábitos estables y comunitarios, educativamente algo falla en ellos.


  10.2. Actos del penitente

  Buena referencia catequística es ense­ñar al niño, y al joven, a vivificar los actos el penitente o momentos por los que puede discurrir la celebración peni­tencial, individual o comunitaria.

  10.2 1. EXAMEN DE CONCIENCIA

    Recordar los pecados de acción y de omisión. Enseñar a discernir
    Mirar actitudes malas y abandonos.
    Repasar el número de veces y el tipo de fallos o pecados cometidos
    Resaltar los pecados de omisión y los pecados interiores: pensamiento, deseo.
    Explorar los pecados colectivos o so­ciales en los que se participa.

  10.2.2. DOLOR DE LOS PECADOS

    Fomentar la contrición o dolor auténtico, estimulando el amor a Dios.
    Asumir el arrepentimiento por miedo al infierno o por temor a perder el cielo.
    Resaltar el dolor racional, no el afectivo únicamente o el dolor compartido.
    Diferenciar el dolor de otros sentimientos: vergüenza, inseguridad, desconcier­to.
    No hay dolor si referencia a Cristo a quien el pecado ofende.

   10.2.3. PROPOSITO DE ENMIEN­DA

     Intención de abandonar el pecado por lo que tiene de tal, por otra razón.
     Decisión de cambiar de vida descubriendo el aspecto positivo de la vida.
     Deseo eficaz de reparar ofensas y los perjuicios a los hermanos.
     Alertar sobre las lesiones a la justicia, que es preciso reparar con honradez.
     Diferenciar bien lo que son decisiones de cambio y simples promesas vacías.

   10.2.4. CONFESION

     Enseñar a declarar el pecado al ministro, con sencillez y clari­dad; y en cuanto pecado, no como hecho sin más.
     Diferenciar lo que es "confesión" del pecado de la consulta confidencial.
     Valorar objetivamente lo que es declaración del pecado y lo que es acusación.
     Prevenir contra sentimientos inmaduros de disimulo, ambigüedad o dolo.
     Resaltar aspectos como sigilo sacramental y secreto profesional.

  10.2.5. ABSOLUCION

    Valorar la acción intermediadora del sacerdote, en nombre de Jesús.
    Interpretar la breve reflexión que enmarca la absolución.
    Resaltar lo que son pecados reservados y la posibilidad de su comisión.
    Configurar un vocabulario ético que tan difícil es de manejar en determinadas edades.
    Diferenciar los ritos usuales en cada ambiente eclesial o comunidad.
 
  10.2.6. SATISFACCIÓN

    Interpretar lo que es el cumplimiento de la penitencia y lo que significa la pena del pecado.
    Diferenciar lo que son penitencias sacramentales y el alcance de las penitencias opcionales.
    Interpretar lo que es la conversión y la necesidad del cambio de vida.
    Descubrir el sentido de la reparación, de modo especial en los campos de la justicia.
    Valorar la dimensión comunitaria y eclesial de la penitencia cristiana.        (Ver Perdón de peca­dos 4)

 
 

 

Rito de la Penitencia para UN SOLO PENITENTE

 

Lectura de la Palabra de Dios

El sacerdote, si lo juzga oportuno, lee o recita de memoria algún texto de la Sagrada Escritura, en el que se proclama la misericordia de Dios y la llamada del hombre a la conversión.

Pongamos los ojos en el Señor Jesús que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación.”

 O bien: Ez. 11, 19-20: “Escuchemos al Señor, que nos dice: Les daré un corazón íntegro
e infundiré en ellos un espíritu nuevo: les arrancaré el corazón de piedra
y les daré un corazón de carne, para que sigan mis leyes
y pongan por obra mis mandatos; serán mi pueblo
y yo seré su Dios.

Confesión de los pecados y aceptación de la satisfacción

   Inmediatamente después, donde sea costumbre, el penitente recita una fórmula de confesión general (v. gr. “Yo confieso”) y, al terminar ésta, confiesa sus pecados. Si fuera necesario, el sacerdote ayuda al penitente a hacer una confesión integra, le da los consejos oportunos y lo exhorta a la contrición de sus culpas, recordándole que el cristiano por el sacramento de la penitencia, muriendo y resucitando con Cristo, es renovado en el misterio pascual. Luego le propone una obra de penitencia que el fiel acepta para satisfacción por sus pecados y para enmienda de su vida.
   Procure el sacerdote acomodarse en todo a la condición del penitente, tanto en el lenguaje como en los consejos que le dé.

  Oración del penitente.

  El sacerdote invita al penitente a que manifieste su contrición. Este lo hará con alguna de las siguientes fórmulas u otra semejante:

  “Dios, Padre lleno de clemencia, como el hijo pródigo, que marchó hacia tu encuentro, te digo: «He pecado contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo».
Cristo Jesús, Salvador del mundo, como  el  ladrón al  que abriste las puertas  del paraíso, te ruego: «Acuérdate de mí, Señor, en tu reino».
Espíritu Santo, fuente de amor, confiadamente te invoco: «Purifícame, y haz que camine como hijo de la luz».
Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas, no te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mí juventud; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. (Sal 24, 6-7)
Lava del todo mi delito, Señor,
limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado. (Sal 50, 4-5)
Dios mío, con todo mi corazón me arrepiento de todo el mal que he hecho y de todo lo bueno que he dejado de hacer.
AI pecar, te he ofendido a ti, que eres el Supremo Bien y digno de ser amado sobre todas las cosas. Propongo firmemente, con la ayuda de tu gracia, hacer penitencia) no volver a pecar y huir de las ocasiones de pecado. Señor: Por los méritos de la pasión de nuestro Salvador Jesucristo, apiádate de mí.

Imposición de manos y absolución
           
   El sacerdote, extendiendo ambas manos o, al menos, la derecha sobre la cabeza del penitente, dice:

Dios, Padre misericordioso,
que reconcilió consigo al mundo
por la muerte y la resurrección de su Hijo
y derramó el Espíritu Santo
para la remisión de los pecados,
te conceda, por el ministerio de la Iglesia,
el perdón y la paz.
Y YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS
EN EL NOMBRE DEL PADRE, Y DEL HIJO, Y DEL ESPÍRITU SANTO.

El penitente responde: Amén.

Acción de gracias y despedida del penitente
Después de haberle dado la absolución, el sacerdote prosigue:

“Dad gracias al Señor, porque es bueno.”

El penitente responde: “Porque es eterna su misericordia.”

Después, el sacerdote despide al penitente, ya reconciliado, diciéndole:

El Señor ha perdonado tus pecados. Vete en paz.

En lugar de la acción de gracias y de la fórmula de despedida,
el sacerdote puede decir:

La pasión de nuestro Señor Jesucristo,
la intercesión de la Bienaventurada Virgen Mana
v de todos los santos, el bien que hagas y el mal que puedas sufrir, te sirvan como remedio de tus pecados, aumento de gracia y premio de vida eterna. Vete en paz.

O bien: El Señor que te ha liberado del pecado, te admita también en su reino. A él, la gloria por los siglos.

Responde: Amén.

O bien: Vete Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado.
Hermano, goza y alégrate en el Señor.

Vete en paz  y anuncia a los hombres las maravillas de Dios
que te ha salvado.

 

 

   

 

FORMULA PARA LA RECONCIALIACION DE VARIOS PENITENTES
CON CONFESIÓN CON ABSOLUCIÓN INDIVIDUAL

Canto.

Una vez reunidos los fieles, y mientras el sacerdote entra, si parece oportuno, se entona algún salmo, antífona u otro canto adaptado a las circunstancias, v. gr. Respóndenos, Señor, con la bondad de tu gracia. Por tu gran compasión, vuélvete hacia nosotros. (Sal 68,17)

Terminado el canto, el sacerdote saluda a los asistentes, diciendo:

 “La gracia, la misericordia y la paz de Dios Padre y de Jesucristo, nuestro Salvador, estén con todos vosotros.”

Todos dice: “A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

    Después, el sacerdote, u otro ministro, hacen una monición a los asistentes sobre la importancia y el orden de esta celebración. El sacerdote invita a todos a la oración, con estas o parecidas palabras:

 “Oremos, hermanos, para que Dios, que nos llama a la conversión, nos conceda la gracia de una verdadera y fructuosa penitencia.”

 Todos oran en silencio durante algunos momentos. Luego, el sacerdote recita la siguiente plegaria:

“Escucha, Señor, nuestras súplicas humildes y perdona los pecados de quienes nos confesamos culpables para que así podamos recibir tu perdón y tu paz. Por Jesucristo nuestro Señor.”
 
  R.    Amén.

 LITURGIA DE LA PALABRA

 Comienza ahora la celebración de la Palabra. Si hay varias lecturas, puede intercalarse entre ellas un salmo, un canto apropiado o un momento de silencio,, para conseguir así que la Palabra de Dios sea mejor comprendida por cada uno, y se le preste una mayor adhesión.
  Si hubiese solamente una lectura, conviene que se tome del Evangelio.
  Primer ejemplo: La plenitud de la ley es el amor

     PRIMERA LECTURA.  Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón.
     Lectura del libro del Deuteronomio 5, 1-3. 6-7. 11-12. 16-21; 6, 4-6.

     Sigue la homilía que, partiendo del texto de las lecturas, debe conducir a los penitentes al examen de conciencia y a la renovación de vida.

     Examen de conciencia

   Es conveniente que se guarde un tiempo de silencio para examinar la conciencia y suscitar la verdadera contrición de los pecados. El sacerdote o el diácono u otro ministro, pueden ayudar a los fieles con breves pensamientos o algunas preces litánicas, teniendo siempre en cuenta su mentalidad, su edad, etc.
En determinadas circunstancias, puede utilizarse alguno de los formularios que existen en el Apéndice del Ritual.

RITO  DE RECONCILIACIÓN

Confesión general de los pecados
A invitación del diácono o de otro ministro los asistentes se arrodillan o inclinan, y recitan la confesión general (el «Yo pecador», por ejemplo). Luego de pie, si se juzga oportuno se hace alguna oración litánica o se entona un cántico. Al final, se acaba con la oración dominical que nunca deberá omitirse.

PRIMER EJEMPLO

El diácono o el ministro:

Hermanos: confesad vuestros pecados y orad unos por otros, para que os salvéis.
Todos juntos dicen:
 “Yo confieso ante Dios todopoderoso
  y ante vosotros, hermanos,  que he pecado mucho
  de pensamiento, palabra, obra y omisión.
  Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.
  Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen,
  a los Angeles, a los Santos  y a vosotros, hermanos,
  que intercedáis por mi ante Dios nuestro Señor”.

El diácono o el ministro:

Pidamos humildemente a Dios misericordioso, que purifica los corazones
de quienes se confiesan pecadores y libra de las ataduras del mal
a quienes se acusan de sus pecados, que conceda el perdón a los culpables
y cure sus heridas.

Confesión y absolución individual

A continuación, los fíeles se acercan a los sacerdotes que se hallan en lugares adecuados, y confiesan sus pecados, de los que son absueltos cada penitente individualmente, una vez impuesta y aceptada la correspondiente satisfacción. Tras la confesión y, si se juzga oportuno, después de una conveniente exhortación, omitido todo lo que suele hacerse en la reconciliación de un solo penitente, el sacerdote, extendiendo ambas manos, o al menos la derecha, sobre la cabeza del penitente, da la absolución diciendo:

“Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo
por la muerte y la resurrección de su Hijo
y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados,
te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz.
Y YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS
 EN EL NOMBRE DEL PADRE Y DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO.”

El penitente responde: Amén.

Acción de gracias por la misericordia de Dios

Una vez concluidas las confesiones de los penitentes, el sacerdote que preside la celebración, teniendo junto a si a los otros sacerdotes, invita a la acción de gracias y a la práctica de las buenas obras, con las que se manifiesta la gracia de la penitencia, tanto en la vida de cada uno como en la de la comunidad. Es conveniente que todos juntos canten algún salmo o himno apropiado, o bien que se haga una oración litánica, para proclamar el poder y la misericordia de Dios. Por ejemplo, el Magníficat (Lc. 1, 46-55) o el Salmo 135, 1-9. 13-14. 16. 25-26.