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Lugar donde se ejecuta a los condenados a muerte. Aunque el término ya resulta macabro por sí mismo, también en la forma de ordenar la ejecución de un reo se puede y debe introducir la exigencia de la moralidad. Al margen de la moralidad o radical inmoralidad de la pena de muerte en sí misma, el hecho de la ejecución de un ser humano reclama exigencias mínimas que nacen de la dignidad del hombre por el hecho de ser tal.
Ni el mayor criminal de la humanidad puede perder su calidad y su dignidad de ser humano si es sentenciado a muerte. La autoridad o el tribunal que se rebaja a practicar el suplicio en el patíbulo (flagelación previa, crucifixión, lapidación, la inanición, mutilación orgánica, etc.) cometen una ofensa a la naturaleza humana, además de institucionalizar la venganza o la crueldad, sentimientos que con frecuencia afectan más a los dirigentes que a las masas dirigidas.
Sean cuales sean las tradiciones arraigadas en una sociedad, los pueblos se envenenan con salvajes actitudes, si los sistemas de muerte que se practican no responden a la humanidad a la que deben aspirar los hombres civilizados. Por eso electrocución, la horca, el fusilamiento se remplazan en los países cultos que no han abolido todavía la pena de muerte en sus códigos penales por sistemas químicos que abrevian o anulan el sufrimiento, aun cuando sus destinatarios sean indignos de sentimientos de compasión por la gravedad o aberración de sus delitos.
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