SACRAMENTOS
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   La palabra "sacramento" significa "cosas santas" (sacer, sagrado) y, por lo tanto alude a objeto, acción o estado relativo a la santidad. Los griegos empleaban el término misterio, (algo oculto, secreto) para decir lo mismo.
   Los romanos, ya en el siglo I, usaban en ocasiones el término con idea militar de "juramento secreto", o acto juramentado como la jura de bandera. En el uso jurídico se aludía a fianza o compromiso jurado.

   1. Concepto religioso

   Ya en el siglo III se usa el término con sentido religioso y se alude con él al acto o gesto que produce santidad. Por eso, para los cristianos, significa lo que ofrece gracia.
   En la traducción de S. Jerónimo de la Biblia, la Vulgata, convierte el término griego misterio en el latino de sacramento: Tob. 12, 7; Dan. 2. 18 y 4, 6; Sab. 2. 22 y 6, 24.   De las 28 veces que aparece en el Nuevo Testamento el término "misterio", no siempre lo transcribió por "sacramentum", tanto en la primitiva "vetus latina" como en la "Vulgata"; a veces usó térmi­nos equivalentes, si no se trataba de acciones concretas, símbolos, gestos santos: Ef. 5. 32; Apoc. 1. 20 y 17. 7.
   Un significado especial del término "sacramento" es el de acontecimiento salvador y santificador de Jesús, como redentor misterioso y amoroso de los hombres: Ef. 1. 6.; Col 1. 26.
   Los primeros escritores tendieron a llamar sacramento a toda la religión cristiana, en cuanto ésta es una suma de verdades e instituciones misteriosas; y también lo aplicaron a los ritos de culto. 


  

1.1. Evolución del concepto

   Se fue progresivamente orientando a significar las acciones santas y un tanto misteriosas, aunque sensibles y acompañadas de plegarias o invocaciones, como las que se realizaban en el Bautismo o en la Eucaristía. Fueron los actos religio­sos que primero recibieron el nombre de sacramento.
   San Agustín decía sobre el Bautismo: "Si quitas las palabras, ¿qué es enton­ces el agua, sino agua? Si al elemento se añaden las palabras, entonces se origina el sacramento." (In Jn. 80. 3 y Serm. 6). Lo define en ocasiones como signo sagrado, (sacramentum, id est sacrum signum) (De civ. Dei X. 5)
   San Isidoro de Sevilla, en su afán de explicar las cosas por las palabras, hace del "sacramento" la descripción de lo que se emplea en las acciones sagradas, por ejemplo agua, pan, vino y óleos y uncio­nes. "Se llama sacramento a lo que aparece en forma corporal, pero concede alguna virtud misteriosa y secreta." (Etimologías 19. 40)
   En tiempos escolásticos el término se precisó desde la idea agustiniana y se le definió al sacramento ya como un instrumento de la gracia, (Hugo de San Víctor, Pedro Lombardo y otros).

   1.2. La realidad sacramental

   La realidad sacramental quedó precisada en el Concilio de Trento, cuando se salió al paso de las actitudes más subjetivas y fragmentarias de los Reformadores. No formuló este Concilio una definición dogmática, pero lo presentó como "signo visible de una realidad sagrada e invisible, que es la gracia." (Denz. 876)
   Es el Catecismo Romano el que define definitivamente el sacramento: "Una cosa o acción sensible que, por institución divina, tiene la virtud de significar y ope­rar la santidad y justicia, es decir la gra­cia santificante." (III. 8)
   Según esta definición, son tres los rasgos del concepto de sacramento: un signo exterior y sensorial, que significa la gracia; la acción misteriosa de producir la gracia santificante; la institución por Dios, es decir por Jesucristo.
   Trento resaltó la idea de Sto. Tomás, de que el sacramento es fundamentalmente un signo: "Es el signo general que significa y otorga la gracia en particular." (Summa Th. III. 60. 1)
   Los signos sacramentales no son las cosas o las acciones: agua, pan, crisma, etc., sino ellas unidas a las palabras y a las intenciones. Por eso no son signos lo que define su contenido religioso, pues lo natural por sí no puede dar lo sobrenatural, sino la referencia divina, la institución por Cristo, que es lo que hace a la realidad natural producir tales efectos.
   Además, se insiste por parte de diversos autores postridentinos que no son realidades teóricas y especulativas, las que dan la gracia sino las acciones intencionales sencillas, eficientes y prácticas.

   1.3. El Concepto protestante

   Los reformadores, en su afán obsesivo de quitar toda intermediación que no fuera directamente la de Cristo, negaron el valor santificador de los actos sacramentales. Redujeron su importancia a ser simples rememoraciones de la acción del Salvador o estímulos para ello.
   Los sacramentos, pues, son "recordatorios" para despertar y avivar la "fe fiducial", que es la única que justifica. No son medios o cauces estrictamente hablando. "Los sacramentos han sido instituidos no para dar, sino para recordar la voluntad divina de perdonarnos y para excitarnos a la fe y confirmarnos en el perdón de Dios." (Confessio Aug. art. 13).
    Calvino decía incluso: "El único sentido de los sacramentos es recordarnos la promesa divina de estar con nosotros" (Inst. IV. 14. 12). Su efecto es pues, sólo psicológico y simbólico, de ninguna manera son, ni pueden ser, instrumentos de la gracia.
    Con estas actitudes es normal que, en el protestantismo, los sacramentos hayan desaparecido, quedando sólo el Bautismo como signo y recuerdo del perdón, no como purificación objetiva y real del pecado. Una y otra posturas fueron rechazadas como heréticas por el Concilio de Trento.
    Posteriormente la aversión protestante, sobre todo entre los racionalistas del siglo XIX, hizo de los sacramento una simple imitación de los ritos paganos o de las supersticiones de los diversos pueblos en los que el cristianismo fue arraigando.

   2. Elementos del sacramento

   Para entender el concepto de sacramento es preciso ver lo que se hace (la acción o el objeto) y por qué se hace (la intención expresada en la fórmula o palabras). Tradicionalmente se ha hablado de materia y forma en cada sacramento, aludiendo a lo sensible (ojos, actos), a lo visible y  a lo audible (invocaciones).
 
   2.1. La materia y la forma

   Cada uno de los sacramentos tiene sus rasgos peculiares. Pero hay un común denominador en todos ellos, que es el signo externo y sensible por una parte y es la intención espiritual y el efecto sobrenatural, por otra.
   Se suele llamar materia, en el sentido de realidad palpable, al hecho, gesto, objeto o acción, que se presenta o ejecuta en cada sacramento.
   La materia puede ser el agua, el pan y vino, el óleo santo, que no pueden ser cambiados sin que se altere y anule el sacramento. Y la palabra es la expresión también visible y sensible, que acompaña a la acción para expresar la voluntad humana de hacer lo que la voluntad divina quiere que se haga, en una dimensión comunitaria. Todo ello constituye el "sacramento".
   Materia y forma, acción y expresión de intención, tienen que ir unidas, para que se realice el signo sensible que es cada sacramento. Hasta la época escolástica no se hizo problema de la precisión o unión formal de ambos elementos. Pero las discusiones teológicas del siglo XII y del XIII contribuyeron a clarificar la naturaleza de los sacramentos.
   El primero que usó los dos términos en el sentido hilemórfico o aristotélico, que por entonces se impuso en la Iglesia, fue Hugo de San Caro (hacia 1230), que hizo oportunos y claros comentarios sobre la materia y la forma en cada sacramento.
    Desde entonces, y como efecto de la influencia dominica (de S. Alberto Magno y de Sto. Tomás de Aquino) se convirtió en el modo ordinario de hablar de los teólogos católicos de Occidente. El "Decretum pro Armenis", del Concilio unionista de Florencia (1435), recogido en la Bula de Eugenio IV Exultate Deo del 22 de Noviembre de 1439 declaró: "Los sacramentos se hacen reales por tres elementos: la cosa, como materia; la palabra, como forma; y la persona del ministro, como encargado de conferir el sacramento con la intención de hacer lo que la Iglesia hace. Si falta alguno de esto tres elementos, no hay sacramento."  (Denz. 695
)

 

   

    3. Eficacia y realidad sacramental

    Sin embargo, la doctrina católica hace del sacramento un verdadero instrumento de la gracia, porque Cristo quiso poner en nuestro camino unos "signos sensibles" a través de los cuales El da el perdón y la gracia.
    Los antiguos escritores cristianos ya atribuyeron al signo sacramental la purificación y la santificación del alma. Sobre todo fue el Bautismo el que más mereció su atención y sus comentarios. Dios quiso poner en el agua bautismal una fuerza misteriosa, real y eficaz, de modo que hasta quienes lo reciben sin darse cuenta, como en el caso de los niños en el Bautismo, quedan purificados del pecado.
   San Juan Crisóstomo comparó su eficacia con "la misma fecundidad del seno maternal, sobre todo del virginal de la Virgen María, donde se produce la vida con sólo realizar la acción. Dios lo quiso así y tenemos que admitir lo que Dios quiso y no lo que nosotros juzgamos". (Sbr. Jn. homil. 26. 1)
   Esa eficacia auténtica, no mágica y supersticiosa, sino real y misteriosamente vinculada al signo sensible, es lo que se ha llamado entre los teólogos eficacia en virtud de la misma acción realizada.
   Tradicionalmente se dijo eficacia “ex opere operato” (automática), para diferenciarla de la "ex opere operantis" (según el receptor y sus disposiciones)
   A esa acción por sí misma se debe añadir la preparación, la conciencia, la intención, la acogida del que recibe el sacramento. Pero la una no condiciona la otra, aunque el ideal ascético y pedagógico es que vayan unidas.
   Por eso podemos hablar de una eficacia objetiva y de una subjetiva, recogiendo expresiones escolásticas, que se usaron ya desde el siglo XII. Y debemos dar importancia al rito sacramental que se realiza y a la disposición de quien lo realiza y de quien lo recibe.
   Y conviene, sobre todo en la formación de los cristianos, resaltar el regalo que suponen los sacramentos y lo lejos que se hallan de convertirse en ritos fetichistas. Ellos son instrumentos gratuitos y regalados a los creyentes, que incluso les santifican sin ellos darse cuenta, del mismo modo que las medicinas producen efectos buenos, incluso sin que lo adviertan quienes las toman de propio gusto o por influencia ajena.
   Pero, al mismo tiempo, es importante la mejor conciencia en la recepción sacramental, es decir la preparación personal, para aumentar los beneficios con la mayor libertad y la mejor disposición de los receptores.



  

4. Efectos de los Sacramentos

   Dios quiso que existieran estos signos sensibles para concedernos su gracia, de una forma incipiente (Bautismo o Penitencia) si no se tiene, o de una forma proficiente (Confirmación, Eucaristía, Unción de enfermos) si ya se posee; o incluso, de una forma relativamente perfectiva o culminativa (Orden, Matrimonio) cuando se llega a cierta plenitud de vida en la comunidad eclesial.

   4.1. La gracia santificante

   Los sacramentos confieren la gracia santificante, o amistad con Dios, a quienes los reciben. La dan de forma inicial (Bautismo) o la incrementan de manera progresiva con su recepción (Eucaristía).
   Es la enseñanza de la Iglesia desde los primeros momentos y es la persuasión que se ha defendido siempre contra cualquier hereje que haya dudado de esta realidad. La concesión de la gracia la encontramos en múltiples texto del Nuevo Testamento, aunque es el Bautismo el que más fue señalado como fuente de justificación: 2 Tim. 1. 6; Jn 3. 5; Tit. 3. 5; Ef. 5. 26; Jn. 20. 23;  Sant. 5. 15; Hech. 8. 17; Sant 6. 55.
   Antiguamente se llamaban "sacramentos de muertos" a los que dan la gracia por primera vez, por no tenerla (Bautismo) o por haberla perdido (Penitencia). Y se llamaban "sacramentos de vivos" a los que suponen ya la amistad divina y su función es incrementarla y afianzarla (Eucaristía y los demás). Estas expresiones son válidas relativamente, pues la misma naturaleza de los sacramentos, como intermediarios de la gracia, reclama cierto reconocimiento del ser vivo que busca y acepta el misterio divino en las almas.
    Con la gracia divina general, los sa­cramentos conceden o aumentan todos aquellos dones con ella vinculados: los dones del Espíritu Santo, los méritos sobrenaturales, las virtudes infusas o regaladas de fe, esperanza y caridad.

   4.2. La "gracia sacramental"

    En la doctrina habitual católica se habla también de que cada sacramento confiere una "gracia sacramental" específica. Por eso precisamente existen diversos sacramentos.
    Así el Matrimonio o el Orden otorgan a los casados o a los "ordenados" una fuerza sobrenatural y divina para cumplir con los deberes de su estado o misión eclesial. La Confirmación otorga una energía nueva para vivir la plenitud del mensaje cristiano. Y la Unción de los enfermos prepara para el tránsito supremo hacia la casa del Padre.
    La existencia de la gracia sacramental es algo que se deduce naturalmente de la finalidad de cada sacramento. Se discute entre los teólogos si se trata de la misma gracia o amistad divina en general, aplicada a cada circunstancia diversa, o si realmente hay un "don peculiar y diferencial". Como otras muchas cuestiones teológicas, esta discusión corre el riesgo de enfangarse en el nominalismo y la semántica; pues, al tratarse de concesiones divinas, difícilmente se las puede encerrar en terminologías humanas.
    Lo mejor es asumir con naturalidad su existencia, sin pretender sutiles diferencias sobre su naturaleza, y pedir a Dios que conceda sus dones en función de las particulares necesidades de las personas o de los grupos.
    Santo Tomás habla de que esta gracia es la misma gracia general convertida en "cierto auxilio divino añadido a la gracia general para cumplir el fin propio de cada Sacramento." (Summa.Th. III. 62.2)
    Tal vez esta idea de la gracia sacramental específica es la que más tiene que ver con la disposición y pedagogía de cada acción sacramental. La Iglesia recomendó siempre la buena preparación para recibir los sacramentos con más provecho y consciencia.
    Así lo hizo la primitiva Iglesia con la práctica del catecumenado. Y así lo hace siempre que recomienda cateque­sis de primera comunión, catequesis penitenciales para recibir el perdón de los pecados, catequesis de confirmación, la preparación para el matrimonio sacramental, entre otras prácticas habituales.

   4.3. El carácter sacramental

   Hay tres sacramentos: Bautismo, Confirmación y el Orden, que imprimen en el alma un carácter, es decir, una "marca espiritual indeleble y definitiva" que diferencia a los que los han recibido y los hace irrepetibles.
   Es difícil explicar y entender lo que es ese carácter; por eso se suele definir el carácter de forma metafórica, y se le denomina marca, sello o señal de identificación.
  El Concilio de Trento declaró contun­dentemente su existencia contra los Reformadores que entendían el Bautismo como acto externo y simbólico y por lo tanto repetible: "Si alguno niega que los tres sacramentos: Bautismo, Confirmación y Orden imprimen un carácter en el alma, es decir un sello imborrable que los hace imposibles de repetir, que sea condenado." (Denz. 695)
   En el Nuevo Testamento no se habla explícitamente de ese sello sacramental imborrable, pero se deduce de algunas expresiones paulinas que aluden a la fuerza transformadora del Bautismo: "Es Dios quien a nosotros y a vosotros confirma en Cristo, nos ha ungido, nos ha sellado y ha depositado las arras del Espíritu en nuestros corazones," (2 Cor. 15. 21) "En Él, desde que creísteis, fuisteis sellados con el Espíritu Santo prometido." (Ef. 1. 13) "Guardaos de entristecer al Espíritu Santo de Dios, en el cual habéis sido sellados para el día de la redención." (Ef. 4. 30)
    En la teología del siglo XII se perfiló la existencia del carácter sacramental que impide la repetición de los tres sacra­mentos mencionados. El teólogo Pedro Cantor (+ 1197) fue el primero que argumentó con razones sólidas sobre la irrepetibilidad de esos tres sacramentos por el sello o marca imborrable que dejan en el alma y la hacen diferente a como era antes de sus recepción.
    Los grandes teólogos que discutieron o escribieron sobre este punto doctrinal (Alejandro de Hales, S. Buenaventura, San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino) defendieron este sello como causante de la transformación definitiva del alma bautizada, confirmada y ordenada sacerdotalmente y la repetibilidad de la Penitencia, de la Eucaristía, de la Unción de enfermos o del Matrimonio.

 
 

 

5. Sacramentos y vida

   La religión cristiana es sacramental por voluntad del mismo Cristo. Es decir, Dios quiso que hubiera unos cauces humanos y sensibles para comunicarnos su gracia por su medio. Es importante asumir esta economía de salvación que Dios determinó. Podía haber sido otra, pero la realidad es lo que es y no lo que podía haber sido.
   La conveniencia de instituir signos sensibles de la gracia se escapa nuestro razonamiento. Pero se asume bien cuando nos damos cuenta de la condición sensible que los hombres tenemos y de lo difícil que resulta llegar a situaciones de abstracción elevada en la mayor parte de las personas sencilla.  
   Por eso Cristo quiso acomodarse a sus seguidores y les dio los apoyos sacramentales que reflejaran, en los sentidos, sus riquezas interiores.

   
  5.1. Conveniencia de signos

   Por eso, el cristiano tiene su vida espiritual y su nivel de gracia sobrenatural vinculado a los sacramentos y se pregunta por lo que es la voluntad de Jesús. Encuentra en los sacramentos los medios y recursos para cultivar su espíritu. Acepta los signos sensibles, el agua, el pan, el vino, las unciones, no como ritos mágicos, sino como acciones exter­nas instrumentales que producen la amistad divina. Comulga y recibe la absolución de sus pecados, y también se alegra del agua bautismal recibida o de la unción confirmacional que acogió como regalo.
   Cada sacramento tiene una finalidad querida por Cristo. Unos son de frecuente recepción. Otros se reciben sólo una vez y son el comienzo de una nueva vida y la causa de un nuevo estado en la comunidad cristiana. El buen cristiano sabe ver en acciones y objetos tan sen­soriales el misterio de Dios que en ellos late.


 

 5.2 Causalidad de los Sacramentos

   Con todo es bueno para el cristiano el saber diferenciar entre el signo y lo significado. El sacramento no es el fin en sí mismo, el regalo, el don, sino el medio y el instrumento, el envoltorio del don que es la gracia divina.
   Ellos son causa y condición de la gracia. Hay que cuidarlos como tales, pero no confundirlos. Por eso el cristiano no confunde el rito con el amor, el gesto con la intención que hay en el gesto.
   La Teología explica que los sacramen­tos no son sólo estímulos o recordatorios de la gracia, sino su cauce.
   No se puede explicar del todo cómo y por qué se produce esta instrumentalidad, pero el Señor Jesús lo quiso así y hemos de asumir su carácter misterioso.
   Entre los teólogos se trató de explicar cómo se producía esa comunicación de la gracia por medio de los signos.
   - Los tomistas hablaron de "causalidad física", es decir natural, automática, imperceptible, pero real. Simplemente Dios quiso darnos su gracia por los signos sensibles, sin excesivas complicaciones para nosotros.
   - Los franciscanos y escotistas, junto a la escuela teológica jesuítica, habla­ron de una causalidad moral. Ello significaría que la concesión de la gracia no es automática, sino voluntaria y libremente querida por el que los recibe.
   Al margen de lo que significan estas posturas teológicas, lo que interesa es que el sacramento es el vehículo de la gracia; que hay que agradecer que exista, pero que hay que colaborar con el instrumento que cada sacramento es.
   Si uno recibe un sacramento en malas disposiciones o por rutina, la gracia no se concede de igual modo que si se prepara adecuadamente para él.
   Si las disposiciones son tan malas (estado de pecado) que se bloquea o paraliza la acción de la gracia, queda ésta como latiendo y como esperando la rectificación de la intención o de la disposición para actuar en el alma. A eso se suele denominar "reviviscencia sacramental" o posibilidad de hacer vivo lo que de momento queda latente.

   6. Institución por Cristo

   Un aspecto decisivo de los sacramentos es que no han sido inventados o instituidos por la Iglesia, sino queridos por el mismo Jesús. Y es claro en la Iglesia que Jesús quiso éstos y sólo es­tos, los siete, que la Iglesia trasmite.
   De algunos, como la Eucaristía, nos quedan entrañables testimonios evangélicos, claros, precisos y contundentes. De otros, como la Unción de los enfer­mos, no hay referencias explícitas en el Nuevo Testamento.
   Sin embargo, la Iglesia nos enseña que todos los Sacramentos del Nuevo Testamento fueron instituidos directamente por Jesucristo y lo declara verdad de fe. El concilio de Trento condenó a los protestantes que sólo admitían algunos: Bautismo y la Cena como sacramentos y negaban la verdadera institu­ción divina de los otros cinco signos sacramentales: "Si alguno no confiesa que todos los sacramento de la nueva Ley han sido instituidos por el mismo Jesucristo, sea condenado." (Denz. 844)
   Es, por lo tanto, rechazable la opinión de quienes ven en los sacramentos el fruto de una evolución histórica de la comunidad cristiana a partir del recuerdo de algunos acontecimientos de la vida de Jesús: última cena, bautismo en el Jordán, boda de Cana, perdón de los peca­dos, etc. Esta opinión de los teólogos del siglo XIX llamados moder­nistas fue rechazada por la Iglesia, en concreto por el Decreto del 3 de Julio de 1907 "Lamentabili", de Pío X. (De­nz. 2039)

   6.1. Institución inmediata

   El modo como Cristo instituyó cada sacramento queda escondido, o supues­to, en algunos de los sacramentos y se manifiesta más explícito y claro en otros, como es el caso del Bautismo, la Eucaristía y del Orden.
   Por eso, salvando la institución directa por parte del Señor de todos ellos, se puede afirmar que de algunos, como la Eucaristía, quedó más grabada en la mente y en el recuerdo de los evangelistas, pues Cristo les dijo que "hicieran eso en memoria suya." (Lc. 22. 19)
   Y de otros, como en el caso de la Confirmación, pudo resultar más implícito y quedar englo­ba­do en algunos actos de fortalecimiento de la fe de los discípu­los. Sólo más tarde sus seguidores revivieron su existencia, caso de la Unción de en­fermos, de la que habla sólo la Epístola de Santiago (Sant. 5.14); o incluso quedó latente en la Iglesia hasta más tarde. No se puede establecer una teoría precisa que ilumine este aspecto.
   Algunos teólogos escolásticos, como Hugo de San Víctor, Pedro Lombardo y S. Buenaventura, enseñaron que Cristo quiso los siete sacramentos, pero que alguno de ellos, como la Confirmación y la Unción de enfermos, lo hizo a través de los Apóstoles más tarde. San Alberto Magno y Santo Tomás enseñaron lo contrario: que por igual fueron todos instituidos por Jesús directamente, aunque no tenga­mos testimonios escritos de ello en el Evangelio (Summa. Th. III. 64. 2), pues "otras muchas cosas dijo e hizo el Señor de las que están escritas en este libro". (Jn. 20. 30)
   De verdad resulta clara la concien­cia de los Apóstoles de ser sólo "administradores de los misterios divinos" (1 Cor. 4. 1 y 1 Cor. 3. 5), no protagonistas e inventores de ellos.
   La Iglesia no se siente dueña de lo que ha recibido. No puede ni suprimir los sacramentos ni alterarlos en lo esencial. Debe limitar­se a administrarlos como el mismo Jesús ha querido. Este principio es váli­do para todos, desde el Orden al Bautismo, desde la Penitencia al Matri­monio.
    Esto es importante para entender hasta dónde puede la Iglesia introducir elementos, ritos, fórmulas, usos o modos de actuación en cada sacramento. Ella explora la voluntad de Jesús y se adapta a las necesidades de los hombres. Pero ama y respeta la voluntad del Señor.

  6.2. Ritos accidentales

   Con todo, la misión de administradora de la Iglesia reclama sensibilidad histórica y geográfica respecto al hecho de la administración. Debe analizar cuál es lo que mejor se acomoda a cada am­biente cultural o histórico para que el signo sensible sea más significativo de la gracia que el sacramento concede.
   Por eso la Iglesia se ha ido adaptando en lo ritual a las conveniencias variables de los tiempos. Hoy, por ejemplo, reclama una administración más atenta a lo esencial, la gracia, en cada sacramento y en tiempos pasados tal vez resaltó más la acción ritual, lo litúrgico. Hoy se supera más lo individual o lo expresivo de la piedad personal y se reclama más la dimensión comunitaria, como acontece en la Eucaristía y en la Penitencia.
   En consecuencia es importante en la acción catequística advertir está variación de procedimientos, sin alteración de las dimensiones teológicas.
   Los educadores de la fe deben diferenciar, pues, entre los ritos esenciales de los sacramentos, que dependen de la voluntad institucional divina, y aquellas formas complementarias y pedagógicas que se pueden y deben usar en su administración. Por ejemplo, la Iglesia puede admitir en la Eucaristía diversas formas celebrativas: cánones, lenguas vernáculas, ritos y plegarias, lugares y tiempos, etc.; pero no podría sustituir el pan y el vino con el que celebró Jesús por arroz y té, por muy usuales que resulten en determinados ambientes o culturas. O bien podrá hacer la celebración matrimonial más familiar, festiva y incluso tribal o popular o más íntima y personal; pero no podrá sustituir el mutuo consentimiento de los esposos por un acuerdo o tran­sación de los familiares cercanos, aunque resulte frecuente en determinados ambientes o tradiciones sociales.
   Siempre habrá que estar atento a lo que Cristo ha querido en temas a veces conflictivos o teológicamente discutibles: ordenación de la mujer, absoluciones colectivas, matrimonios a prueba, ordenaciones sacerdotales temporales. De lo contrario, se puede caer en desviaciones perniciosas y destructoras de la fe.
   El educador de la fe debe, en temas sacramentales, diferenciar lo que es periodístico de lo que es teológico, lo que es fiducial y lo que es disciplinar.

 

  

 

   

 

   7. Número de los sacramentos

   Del mismo modo, es preciso explorar la voluntad de Jesús sobre lo que es sacramento cristiano y lo que no lo es. La Iglesia, en el concilio de Trento, confirmo la enseñanza tradicional de que son siete y sólo siete los sacramentos.
   La clarificación progresiva de la doctrina sacramental llegó a definitiva en el siglo XII, cuando se purificaron las creencias de épocas anteriores sobre la sacramentalidad de otros ritos, como la coronación de los reyes, la consagración de vírgenes cristianas, ciertas peregrinaciones penitenciales o el envío de los cruzados medievales. Tales practicas "piadosas" en ocasiones se consideraron como sacramento verdaderos. Pero la reflexión teológica ayudó a discernir su identidad y su sentido.
   Contra los Reformadores, que después de diversas vacilaciones redujeron sus creencias sacramentales sólo al Bautismo y a la Eucaristía, el Concilio de Trento definió el número de siete como enseñanza dogmática católica: "Si algu­no afirma que los Sacramentos de la nueva ley puede ser muchos o pocos y no solamente siete, debe ser condenado." (Denz. 844)
   Las razones que ayudaron a clarificar este número fueron de tres tipos.

   7.1. Argumento de prescripción

   Tal fue el número que se fue haciendo claro en los razonamientos de los antiguos Padres y que los autores de la primera Escolástica asumieron como indiscutible. Quedó consagrado en los concilios de Lyon (1274) y de Florencia (1438-1445) (Denz. 465, 695, 424, 665).
   La argumentación bíblica que en ocasiones se aludía (Jn. 14. 26) no resultaba suficiente, sino meramente orientadora e indicativa. Pero la reflexión y el discernimiento, más por eliminación de otros gestos o ritos tradicionales, que por explícita clarificación de los siete tradicionales, condujo fácilmente a la definitiva conclusión.
   La identidad de algunos de los sacramentos, como la Confirmación, no estuvo al principio clara y diferenciada del rito bautismal. Tampoco se hizo objeto de singular atención ante los usos y tradiciones que rodearon su administración eclesial.
   Pero se aplicó de forma natural la opinión agustiniana de valorar lo usual en la comunidad: "Lo que toda la Iglesia profesa y no ha sido instituido por los Concilios, sino que siempre se ha mantenido como tal, eso creemos con razón que ha sido transmitido por autoridad apostólica"." (De Baptismo IV 24. 31)

   7.2. Argumento analógico.

   Puede servir de ayuda en Occidente el testimonio septenario de la Iglesia ortodoxa griega y de los demás grupos orientales estrechamente enlazados con la tradición. Ellos, aunque separados en la disciplina y en la obediencia del Primado romano, no vacilaron en lo referente a las celebraciones sacramentales.
   A pesar de las distancias afectivas, la comunidad de doctrina sacramental fue interesante ayuda para la determinación exclusiva de lo siete sacramentos. y esa creencia nunca fue objeto de discrepancia entre ambas Iglesias.
   A este respecto resulta interesante la respuesta que el Patriarca de Constantinopla, Jeremías II, ofrecía el año 1576 a los teólogos luteranos Martín Crusius y Jacobo Andreae, profesores de Tubin­ga, que enviaban una versión griega de la Confesión de Augsburgo, para que se usara en los encuentros mutuos entre ambas confesiones religiosa: "Los misterios o sacramentos existentes en la misma Iglesia católica de los cristianos ortodoxos, son siete, a saber: el bautismo, la unción con el myrron divino, la sagrada comunión, la ordenación, el matrimonio, la penitencia y los santos óleos." Eran palabras estaban tomadas de Simeón de Tesalónica (De sacramentis 33) y dilucidaban con claridad la creencias sacramental de Oriente.

   7.3. Prueba especulativa

   Evidentemente el número siete en referencia a los sacramentos no tiene ningún sentido ni simbólico ni mágico ni mítico. Es así por que Cristo lo quiso, como podía haber querido otra cosa. Los comentarios antiguos y modernos para justificar la sacramentalidad de algunos otros ritos nunca resultaron suficientes.
   Con todo, hay que reconocer que no deja de ser metáfora ingeniosa, pero incompleta, el razonar en base a un paralelismo entre la vida natural y la sobrenatural, la del cuerpo y la del alma, para avalar la conveniencia del número siete. Es lo que hace Sto. Tomás en la Suma Teológica: por el Bautismo se engendra la vida sobrenatural, por la Confirmación se llega a la madurez, por la Eucaristía se recibe alimento, por la Penitencia se cura la enfermedad, por el Matrimonio se propaga la vida a otros, por el Orden se acrecienta la comunidad, por la Unción de enfermos se pre­para su final. (Summa Th. III 65. 1; San Buenaventura. Breviloquium VI 3; Decreto de los Armenios. Denz. 695).
   Más sencillo y definitivo es aludir a la voluntad soberana del Señor, sin necesitar más argumentos racionales.

 

 8. Ministro de los sacramentos

    Por ser signos sensibles y humanos, cada sacramento requiere un ministro o administrador capacitado entre los hombres. El tiene por función realizar la ac­ción o proclamar las palabras sensi­bles que aseguran la administración.
    Cada sacramento tiene características especiales y unos reclamos mi­nisteriales concretos. En el Matrimonio, los ministros son los mismos creyentes que lo contraen con su consentimiento mutuo y público. En el Orden se requiere la autoridad y el poder de quien lo ha recibido directamente de los Apóstoles y lo transmite con la imposición de sus manos, que es lo que hace y lo que es el Obispo.
    Detrás de la persona humana del ministro se halla la persona divina del mismo Cristo encarnado, que realiza místicamente, por medio del hombre, su acción divina. Por eso, en todo sacramento se halla misteriosamente la presencia del Señor.
   Lo decía S. Agustín hablando del Bautismo: "Si bautiza Pedro, Él [Cristo] es quien bautiza; si bautiza Pablo, es El quien bautiza; si bautiza Judas, Él es quien bautiza." (In Jn. 6. 7).
   Es importante enseñar al cristiano a ver, en el ministro humano, el misterioso ministro que actúa por su medio. Ahí está la fuerza del sacramento: es signo visible de lo invisible.
   Por eso todo sacramento reclama fe y conciencia ilustrada, pues de lo contrario se reduce su efecto misterioso y hasta se puede perder su fuerza, pues no resalta su carácter de signo y se desen­foca su forma de rito.
   La dignidad de quienes actúan como ministros sacramentales reclama conciencia, entrega y preparación. Así lo decía S. Pa­blo: "Es preciso que los hombres nos consideren como servido­res de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios." (Ef 5. 26).
   Y por eso es necesario que los administradores tengan conciencia clara de la dignidad de siervos y representantes de Cristo que asumen en sus acciones sacramentales. "Somos embajadores de Cristo". (2 Cor. 5. 20)
   Salvo para el Bautismo y el Matrimonio, la administración válida de los demás sacramentos reclama la "ordenación sacerdotal". No es asumible la teoría de que el "sacerdocio bautismal", tan grandioso y radical en sí mismo, es suficiente capacitación para la administración de todo sacramento.
   Cristo ha querido en su Iglesia el sacerdocio ministerial para la función sacramental y es necesario entender y respetar esa voluntad divina.
   El concilio de Trento rechazó la opinión defendida por los Reformadores que atribuían a los laicos (bautizados) toda la capacidad ministerial en la administración de los sacramentos. Esta actitud. que con frecuencia se halla en boga en algunos ámbitos cristianos y católicos, olvida esa voluntad de Cristo y, evidentemente, invalida muchas acciones en este sentido, las cuales se convierten en sacrílegas si se realizan con ligereza o intención torcida.
   Tratándose de una acción sacramental, en la que es Cristo quien concede la gracia a través de los cauces humanos, la dignidad del ministro, su ortodoxia o su virtud, no inciden en la validez del sacramento. Lo que es exigible para la realidad del sacramento es la claridad de conciencia, la libertad de decisión y la intención concreta de administrar cada sacramento según la voluntad de la Iglesia. Por eso se requiere la fidelidad a las acciones o formulaciones que definen cada sacramento. La integridad en el signo sensible propio de cada sacramento es condición de licitud en su administración. La existencia de lo esencial en ese signo sensible, es condición de validez.

 

 
 

  

  9. Sujeto de los sacramentos

   El sujeto de cada sacramento, o posible receptor del mismo, es el hombre racional y libre que voluntariamente quiere o admite recibirlo.
   La persona que recibe el sacramento del Bautismo es el creyente que se adhiere a él con intención y opción. En el Bautismo de los niños se acepta la inten­ción o elección subsidiaria o vicaria de sus padres o responsables como sufi­ciente, dada la índole purificadora de este sacramento. Inocencio III declaró en 1201, a propósito del bautismo de los niños: "El pecado original, que se contrae sin consentimiento, se perdona también sin consentimiento, en virtud del sacramento." (Denz. 410).
   Pero todos los demás sacramentos, supuesta como existente la cualidad de bautizado de quien los recibe, reclaman ya otras particulares condiciones o exigencias. Por eso no hay acción sacramental si domina la ignorancia, la coacción o el dolo.
   También resulta imprescindible la suficiente información y formación que evidentemente cada persona recibe según sus capacidades y cualidades. El sacramento que se recibe sin intención o contra la propia voluntad es, por tanto, inválido, que es lo mismo que inexistente como sacramento, aunque se ejecute como rito.
   La Iglesia puede poner otras condiciones, como por ejemplo la edad núbil para el matrimonio válido, la limpieza de intención para la Ordenación sacerdotal, o la autorización previa para el acto sacramental del perdón de determinados pecados importantes.
   Precisamente por eso se ha dado en la Iglesia tanta importancia a la preparación catequística para los sacramentos: Bautismo, Eucaristía, Confirmación, Matrimonio, Orden. Y con frecuencia se ha hecho de los sacramentos el motor, eje y cauce de la formación cristiana.
   El inconveniente que ha tenido esta práctica catequética de las iniciaciones sacramentales ha sido a veces el riesgo de ritualizar la sacramentalidad. Ha sucedido cuando, la preparación ha agotado y terminado los esfuerzos, olvidando que no es importante iniciar un camino sino llevarlo a su término que es la mejora continua de la vida cristiana.

 

  

 

 

   

 

  10. Necesidad de los sacramentos

   Algo parecido podríamos decir sobre la necesidad de los Sacramentos para la vida cristiana. Cristo podía haber prescindido de ellos y establecer otras for­mas de comunicación de la gracia. Sin embargo, quiso esta de los signos sensibles como instrumentos y cauces.

  

Conocida la voluntad del Señor, lo importante es someterse a ella, no discutirla o tratar de razonar sobre ella.  Con todo resultan interesantes determinadas aclaraciones

  

10.1. Por parte de Dios

   Los sacramentos son necesarios como forma ordinaria de la gracia porque Dios lo ha querido. Mas el Señor puede también comunicar sus dones sobrenaturales sin ellos.
   No deja de ser un misterio insondable el que Dios haya querido someterse a los cauces sacramentales de forma ordinaria. Pero resultan sorprendentes los cauces excepcionales, como es el caso de los regalos que otorga a algunas almas místicas por El elegidas.
   Hay que pedir a Dios su ayuda y amistad a través de los actos penitenciales, por medio de las celebraciones eucarísticas y por el Matrimonio o el Orden, cuando la vida se ordena por uno de esos caminos vitales de consagración.
   La economía de la salvación querida por Dios vincula la vida cristiana a la práctica sacramental. A ella se asocian las virtudes tanto teologales (la fe, la esperanza, la caridad) como las demás que podemos practicar (las morales y las cardinales)
   Por ejemplo, la fortaleza se halla estrechamente relacionada con la penitencia sacramental y la fidelidad en la fe, es fruto de la vida que ofrece el Bautismo y se fortalece en la Confirmación.
   Pero hay que estar también abiertos a cuantas señales Dios tiene dispuestas para cada alma a la que El ama de forma singular. Es decir, también determinadas "gracias actuales" pueden acechar al hombre en su camino de viador: actos heroicos de caridad, servicios apostólicos de singular abnegación, incluso el martirio por la fe o el deber.

   10.2. Por parte del hombre

   El hombre creyente necesita los sacramentos para crecer espiritualmente. Si Dios ha querido los sacramentos no es ya posible otro camino de salvación que su frecuente recepción celebrativa y la continua conversión del corazón por las luces y energías espirituales que los signos sacramentales promueven.
   No sería cristiano menospreciar esa vida o intentar crecer en el amor divino de forma autónoma, aislada y al margen de la sacramentalidad.
   Cristo ha vinculado a los Sacramentos la comunicación de la gracia. Tenemos, pues, necesidad de los mismos (necesidad de medio) para conseguir la salvación, aunque no todos los sacramentos sean necesarios para cada persona.
   El Concilio Vaticano II decía: "Los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo Místico y a dar culto a Dios.  No sólo suponen la fe, sino que, a su vez, la alimentan y la robustecen." (Sacros. Concil. 59)
   El Concilio de Trento, contra quienes negaban esta necesidad y sólo postulaban la fe, declaraba: "Si alguno dice que los sacramentos no son necesarios para la salvación y considera que sólo la fe es suficiente para obtenerla, junto con la gracia divina, que sea condenado."  (Denz. 847)
   Si su necesidad resulta indiscutible en la doctrina católica, y de su frecuente recepción depende la vida cristiana, el creyente, desde la llegada al uso de la razón, debe instruirse y prepararse adecuadamente para ellos.
   Primero de forma general, para la vida sacramental, descubriendo a Dios a través de los signos sensibles. Pero también de forma específica, cuando se acerca a la recepción de cada uno de ellos: La Confirmación, la Eucaristía y la Penitencia, el Matrimonio, el Orden.