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Entre los antiguos se identificaba con la vida, el espíritu del cuerpo y el alma. Por esa era objeto de una veneración singular (Deut.12.23; Lev. 17.14; Gen. 9.15). Los israelitas tenían prohibido comer la sangre de los animales, cualquiera que fuera (Gen. 9. 3; 1 Sam. 14.31-44; Deut. 12. 16 y 23-25; Jdt. 11.12).
En el Nuevo Testamento se la cita (haima) 97 veces en diversidad de sentidos, sin el sentido sacral del Antiguo Testamento. Sin embargo se alude a la máxima sacralidad de la sangre al aludir a la derramada por Cristo. Son 45 las veces en que se hace referencia explícita a la sangre de Jesús ofrecida en la cruz o convertida en el precio del rescate. Por eso se identifica la Sangre de Cristo con su pasión, muerte y crucifixión.
Es normal que en la Iglesia haya existido siempre una especial devoción a la Sangre de Cristo, aunque se explicita esa devoción litúrgicamente sólo en los últimos siglos. Sobre todo San Pablo la consideró como emblema de la pasión de Jesús: (Rom. 3. 25; Ef. 1. 7; Hebr. 9.10). La Preciosa Sangre de Jesús, unida a la divinidad, es forma y parte de su humanidad sagrada y por lo tanto carece de sentido diferenciar la parte del todo, cuando se trata de declarar su dignidad y la oportunidad de su culto.
La Teología comenzó a plantearse el significado de esta sangre divina hacia el siglo XV, siendo los dominicos defensores de la naturaleza plenamente humana de la sangre y sosteniendo los franciscanos el ser más bien accidental a la naturaleza. El Concilio de Trento (Sess. XIII. c. 3) llamó al cuerpo y la sangre de Jesús "partes del Señor Jesús" y las declaró objeto de adoración, al igual que su total humanidad.
Ante la posibilidad de que algunas partes de esa sangre quedara en la tierra (santo sudario, espinas veneradas, clavos) hizo pensar a algunos teólogos que no toda la sangre, toda la humanidad, quedó resucitada. Al margen de que es un tema marginal e intrascendente y de que las creencias en torno a esas reliquias, dignas de respeto pero no de exigencia dogmática, lo importante es que Jesús fue hombre y dejó restos de sus pisadas en la tierra. Pero es preciso recordar que, resucitado, se halla glorificado y su Preciosa Sangre, como su Corazón Sagrado, sus sagradas llagas y su Humanidad divina, merecen culto de latría o adoración.
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