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Privación de la propia vida por cualquier medio y por cualquier motivo. Ordinariamente el suicidio acontece por carencia de razones íntimas para vivir o por incapacidad para superar las dificultades o los peligros de la vida.
En sí mismo el suicidio es una acción natural, pues el hombre al igual que todos los seres vivos tienen por su misma naturaleza a conservar y prolongar la propia existencia y a evitar la propia destrucción, según el instinto de conservación que, al igual que el de reproducción, el de posesión o el de propia realización, es radical en la naturaleza.
En la ética cristiana, nunca y por ningún motivo está admitido el suicidio directo, ya que se entiende la vida como un don de Dios concedido para ser usado y del que se dará cuenta. Quitarse la vida a si o a los demás va contra la propia esencia del mensaje cristiano. En otras creencias el suicidio se admite como homenaje a Dios (en religiones orientales como el sinthoismo, en sectas mahometanas radicales).
En clave cristiana la idea del suicidio ha evolucionado desde una visión rádicalmente ética, en la que se privaba hasta de sepultura eclesiástica al considerar al suicida un pecador público, a una visión psiquiátrica en la que se supone algún desequilibrio en quien realiza una acción que es la más opuesta a la naturaleza, a la recta razón, al equilibrio personal. Por eso se tiende, salvo clara prueba en contrario, a mirar al suicida como un desequilibrado vital y a orar por él, dejando para el misterio de la conciencia de cada uno la realidad de las razones de su acto y a Dios, Justo Juez, el juicio de sus intenciones y libertad.
En la educación moral y religiosa el suicido, o la simpatía hacia el mismo, se deben tratar en el contexto de la vida y con la clara formulación de lo que la vida significa para el creyente: don de Dios, responsabilidad de toda ella incluida la última decisión, comprensión piadosa con los casos de suicidio y suspensión habitual del juicio ético cuando de personas concretas se trata.
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