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Festejo típico de algunos ambientes culturales mediterráneos, y por extensión histórica de los suramericanos, en el que el hombre se pone ante un toro bravío y evita sus embestidas hasta que termina dándole muerte de forma más o menos peligrosa o cruel.
La diversión consiste en mostrar ante el público las propias habilidades y el problema moral que se plantea es relacionar el riesgo mortal que se corre y el beneficio diversivo, social o económico que se obtiene.
Los detractores condenan el espectáculo por su peligro para la vida y añaden la inmoralidad de satisfacer al público con el sufrimiento de un animal. Los defensores se aferran a la licitud de exhibir la habilidad y la inteligencia humana sobre el impulso ciego del animal.
El toreo implica un rito festivo. Moralmente es lícito cuando hay seguridad absoluta para el torero de que no corre peligro mortal y cuando se valora desde la estética y la destreza que exhibe en la fiesta. Pero evidentemente esta razón puede ser un pretexto falseado del morboso deseo de contemplar a un ser humano, el torero, que por dinero o por vanidad, se pone en peligro mortal.
Con todo, así como el boxeo o la lucha libre es radicalmente inmoral por suponer la violencia mutua entre dos seres humanos y las luchas de gladiadores es pecaminosa por la muerte de un vencido para satisfacer las inconfensables sensaciones criminales de unos espectadores ávidos de sangre, en el toreo queda un resquicio de tolerancia ética, al tratarse de la muerte de un animal que, en el matadero o en la plaza, está para servir al hombre como alimento o como diversión, sin que este resquicio sea suficiente para justificar contundentemente la moralidad del espectáculo.
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